La escena de ambos antes de que llegue el taxi es una de las declaraciones de amor prohibido más memorables de la historia del cine:
– ¡No te olvides de leer el poema de la página 112! ¡Me recordó a ti!
Lee es consciente de lo que ocurre, y se aleja de la librería pensativa en el asiento trasero del coche, mientras suenan de fondo unos acordes de piano que introducen su propia lectura en off del poema de Cummings. Finge sorpresa, se niega a creerlo, lucha contra sus propias decisiones, pero realmente deseaba aquel gesto. Pocas veces un amor intenso, que llega a ciertos niveles rutinarios de encuentros, sonrisas, palabras torpes e incluso de desprecios no es correspondido en algún grado. Que eso se materialice en algo es distinto. Cada uno es rehén de demasiados miedos, prevenciones y circunstancias.
Esa coraza que nos vamos construyendo tras cada desengaño quizá nos evite muchos sufrimientos, pero habremos de admitir que, siguiendo esa lógica, también puede estar impidiendo nuevas alegrías y gozos. Nunca conoceremos el saldo de ese catenaccio sentimental.
Leslie Jamison, autora de Empathy Exams (un conjunto de ensayos que en España edita Anagrama como El anzuelo del diablo), escribe que “el hecho de sentir algo jamás se reduce a un estado de sumisión, sino que siempre es también un proceso de elaboración”. Hay algo voluntarioso, o como dice Ricardo Piglia en sus diarios: “No elegimos olvidar, pero sí cuándo olvidar”. ¿Tienen razón Jamison y Piglia?
Poco importa que en mi caso lo dude, pero sí es cierto que “las sensaciones absolutas y simples llevan aparejadas una vergüenza implícita”, como poco después escribe Jamison. Apenas hay que recordar a Elliot/Caine, con la cabeza gacha y la mirada dispersa, siempre con el gesto (que como buen actor transmite) de sentirse un quinceañero en una actitud de enamoramiento impropia en un hombre maduro. Su carrera por Manhattan, perfectamente planificada para hacerse el encontradizo con Lee, es una metáfora perfecta de nuestra fingida racionalidad ante un hecho que nos desborda.
– ¡Elliot! –se sorprende ella.
– ¡Oh, Lee! ¿Qué haces por aquí…? ¡Ah, vives por aquí, claro!
Es la teatralización de dos personas a la defensiva que, en el fondo, pese a sus propias reservas y miedos, están deseando encontrarse, y que aunque en unas horas se sientan abochornados como niños cazados untando doble de Nocilla en su merienda, han estado en esa cumbre irrenunciable que Benjamin Constant definió en su novela autobiográfica Adolphe: “El amor es sólo un punto luminoso, y sin embargo parece apoderarse del tiempo. Hace unos días no existía, pronto dejará de existir; pero mientras existe expande su luz tanto sobre la época que lo ha precedido como sobre la que debe seguirlo”. Ese sentimiento que el fado tropical de Chico Buarque define bien como la imposibilidad del odio y del olvido: “Si la sentencia se anuncia bruta, rápidamente la mano ejecuta, pues si no, el corazón perdona”. El enamoramiento quizá pueda definirse sencillamente como una feliz ruptura de planes.
Lee llega a su casa, y lee el poema. Elliot no tiene manera de comprobarlo, y la escena nos lo muestra insomne, desvelado, dando vueltas por su casa imaginando qué habrá hecho ella. ¿Lo habrá leído? Si lo ha hecho, ¿habrá captado el mensaje implícito? Si es así, ¿cómo reaccionará? Demasiados supuestos. La incertidumbre le impide concentrarse en el trabajo, en el ocio. En el sueño. La vida, de repente, es una mierda subordinada a un capricho ajeno.
No han cambiado mucho las cosas. Los doble check de las redes sociales se pueden evitar voluntariamente; nunca explicitaremos incredulidad si alguien se excusa diciendo que jamás le llegó el e-mail que insinuamos. Puede, incluso, que realmente no lo haya recibido o leído, que es lo que queremos creer cuando no hay respuesta. La angustia sigue siendo la misma. Y por más capas de hormigón que echemos al muro de carga sentimental, estamos expuestos a que, de repente, aparezca esa persona de la que habla Cummings en su poema de la “página 112”, la que nos “abre los dedos como pétalos” aunque nos hayamos cerrado como un puño, y nos convierta de nuevo en un niño feliz corriendo por su calle.
“Allí adonde nunca he viajado”
En algún lugar al que nunca he viajado, felizmente
más allá de toda experiencia, tus ojos tienen su silencio:
En tu gesto más frágil hay cosas que me rodean
o que no puedo tocar porque están demasiado cerca.
Con solo mirarme, me liberas.
Aunque yo me haya cerrado como un puño,
siempre abres, pétalo tras pétalo mi ser,
como la primavera abre con un toque diestro
y misterioso su primera rosa. O si deseas cerrarme, yo y
mi vida nos cerraremos muy bella, súbitamente,
como cuando el corazón de esta flor imagina
la nieve cayendo cuidadosa por doquier.
Nada que hayamos de percibir en este mundo iguala
la fuerza de tu intensa fragilidad, cuya textura
me somete con el color de sus campos,
retornando a la muerte y la eternidad con cada respiro.
Ignoro tu destreza para cerrar y abrir
pero, cierto es que algo me dice
que la voz de tus ojos es más profunda que todas las rosas…
Nadie, ni siquiera la lluvia tiene manos tan pequeñas.
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