Los ataques a cuadros famosos responden a la necesidad de los movimientos por el clima de causar impacto en los medios, que ignoran estas acciones si no le son útiles
El verano ha sido histórico: sequías en decenas de países, ola de calor tras ola de calor, países como Pakistán sufriendo inundaciones espantosas, estudios de acreditados científicos que avisan de la inminencia de los temibles puntos de no retorno climáticos… y, de repente, van dos chicas jóvenes, lanzan el contenido de una lata de sopa de tomate al cuadro Los Girasoles de Van Gogh, y se arma la de dios.
Poco después, un Monet, de la serie Los Almiares, ha sido víctima del puré de patatas del colectivo Letzte Generation y hasta la figura de cera de Carlos III de Inglaterra ha recibido un tartazo. Ya lo avisamos hace meses: el tiempo de la desobediencia civil ha llegado. Ahora toca analizar qué está pasando para tratar de que esta sea útil a la causa.
El colectivo Just Stop Oil, que pretende, mediante desobediencia civil no violenta, que no haya nuevas inversiones en combustibles fósiles en el Reino Unido, es el responsable de dos de las acciones, girasoles y tartazos, y con ellas se ha desatado un tsunami de opiniones y artículos sobre la legitimidad de este modus operandi. No recuerdo una acción de ningún movimiento social reciente que haya suscitado tanto debate como la del cuadro de Van Gogh. Un debate que ya querríamos muchos que hubiera sido provocado por los sucesos que apuntan a un desastre en ciernes para buena parte de la humanidad. Pero parece que eso no importa tanto, o quizá es que la concatenación de desastres –y la espectacularización de los mismos– nos tiene ya anestesiados.
Esa es una razón de peso para defender este tipo de acciones, que al menos permite abrir un paréntesis entre las habituales dosis de anestesia que ofrecen los grandes medios de comunicación. Unos medios que deberían estar informando mucho más y mejor sobre un problema tan crucial. Y seguro que lo harían, claro, si no tuvieran entre sus accionistas y financiadores a muchas de las compañías responsables de generar el problema y beneficiarse de él a corto plazo –a largo no ganará nadie–.
Por el impacto mediático y el debate generado podría parecer que la acción es un éxito incuestionable. Pero, como casi todo, quizá no sea tan simple: que precisamente unos medios de comunicación que sistemáticamente ignoran el problema, se niegan a profundizar en el estado del mismo y sus causas, o directamente llaman a negacionistas para debatir e “informar” sobre caos climático, presten tanta atención a una acción, debería hacernos reflexionar al respecto de su utilidad.
Muchas personas, incluso desde dentro de los propios colectivos, creen que la táctica no es la más apropiada porque hay quien se quedará con la imagen y no sabrá jamás que el cuadro no fue dañado, ni los porqués de tal acto, explicados maravillosamente por una de las responsables de la acción en un vídeo que en Twitter ha sobrepasado los siete millones de reproducciones.
El vídeo de la acción suma más de 50 millones y los hilos más difundidos al principio no eran precisamente favorables. Algunos incluso caían en acusaciones hacia muchas otras formas de activismo medioambiental, mezclándolas con intereses oscuros de la industria fósil. Es una ley no escrita que la cantidad de energía necesaria para desmentir un bulo siempre será mayor que la cantidad necesaria para diseminarlo.
¿Se ha cortado una oreja el movimiento climático con lo del cuadro de Van Gogh? Esa es la pregunta que hay que responder. La respuesta –si es que existe– no es tan evidente.
Lo que sí es incuestionable es que en ocasiones desde los movimientos sociales caemos en exceso en la espectacularización: como los medios de comunicación son quienes nos dan altavoz, el impacto en los mismos determina el éxito de una acción. “Es lo único que podemos medir”, defenderá una buena cantidad de activistas. Eso hace que, inevitablemente, cuando la práctica habitual deja de ser noticia se tenga que ir un paso más allá, lo cual a veces nos acaba separando de la sociedad que queremos transformar. Esta es una primera parte de la trampa de la sociedad del espectáculo: impacto no siempre equivale a éxito. Y la inercia juega a la contra, ya que tiende a fomentar la espectacularización y el aislamiento.
A medida que el poco tiempo que tenemos para reaccionar transcurre, esto lleva hacia posturas más radicales, incluso a escisiones en los grandes movimientos –denominados flancos– que tienen efectos positivos y negativos ampliamente estudiados. De hecho, un mismo autor, el doctor en sociología Rob Willer, tiene publicaciones que apuntan hacia ambas direcciones, hacia el efecto positivo que las acciones más radicales pueden producir al ensanchar la Ventana de Overton –los límites aceptables del discurso– y normalizar posiciones más estándar; y el no tan positivo, ya que pueden generar divisiones internas y menos apoyo externo. De que el primer efecto sea mayor que el segundo, depende el éxito a largo plazo de una acción.
Tanto los que creen que fue un error, como los que defienden la acción sin fisuras, argumentan razones que podrían considerarse acertadas, y quizá ahí se encuentre la no-respuesta: no es tanto el hecho en sí, la acción, sino la capacidad posterior de defenderla. Un acto como el de Los Girasoles puede no ser un éxito instantáneo y comprenderse mejor a posteriori (o al revés) gracias a la labor de las personas que la ejecutaron, de los apoyos que hayan recabado, de cómo los medios traten a la acción o de si la realidad acaba dándoles la razón a los perpetradores. Desgraciadamente esta última cuestión el movimiento climático la tiene asegurada.
La segunda parte de la trampa de la sociedad del espectáculo radica en la falsa sensación de libertad. Los mismos medios que están amplificando el contenido de esta protesta, mezclándolo en ocasiones con burdas teorías de la conspiración, no hicieron apenas caso a protestas que probablemente tendrían mucha más aceptación. Just Stop Oil lleva meses haciendo de las suyas, y otros movimientos, mucho más tiempo. No es casualidad que las huelgas, como la reciente paralización de parte del transporte y las refinerías en Francia, o la de los trabajadores del metal en Cádiz se traten principalmente en los grandes medios para enfatizar los disturbios y emborronar la imagen que se hace la sociedad de estas protestas –señal del miedo que le tiene el poder a esta herramienta– o que a procesos que son una innovación social tremenda y que tendrían que haber tenido un impacto inmediato en los medios, como la Asamblea Ciudadana por el Clima –defendida tanto por Extinction Rebellion como por Rebelión Científica–, no se le haya hecho ni puñetero caso. Algo que también dice mucho y muy bueno del potencial de esa herramienta de democratización.
Mientras escribo esto, compañeros y compañeras del movimiento Rebelión Científica están intentando que en Alemania se tomen medidas adecuadas para hacer frente al enorme problema que enfrentamos, pero no se les hará tanto caso como al pobre e intacto cuadro de Los Girasoles. A pesar de que haya autoras del propio IPCC, como Julia Steinberger, pasando a la desobediencia civil ante la falta de alternativas, mejor nos preocupemos de unos girasoles que no han sufrido daño alguno. Igual cuando nos queramos dar cuenta de que son los girasoles de verdad los que están en peligro, ya es tarde.
En su visionaria La sociedad del espectáculo, Guy Debord alertó ya en los sesenta sobre cómo el espectáculo nos aparta de la actividad, nos mantiene pasivos ante una catástrofe cuyas ruinas y retos se van acumulando. Y los medios de incomunicación profundizan ese mecanismo ideal de separación mediante el cual eligen qué amplificar para mantener el status quo. No cabe pensar que las redes sociales puedan ayudar a escapar de esta trampa, ya que el algoritmo suele fomentar y nutrirse de la polarización, cerrando el círculo vicioso.
Los grandes medios intentan configurar un imaginario en el cual cualquier acción disruptiva es ignorada salvo cuando sirve para legitimar sus posiciones. Eso es lo que hay que desvelar para poder darle la vuelta. Debord hablaba del détournement, o desvío, como la posibilidad de distorsionar el significado de un evento o un objeto para producir un efecto crítico. Esto es lo que acciones como estas últimas tratan de lograr, con más o menos acierto. Tomar conciencia es la única manera de abolir el efecto negativo del espectáculo. Ser conscientes de la manipulación para que no sea tan fácil tolerarla, ayuda a combatirla.
No tengo ninguna duda de que estamos ante el principio de una ola de acciones de desobediencia civil al respecto de la cuestión climática. Y en un mundo que no reacciona ante el abismo que tiene delante y cuya vigesimoséptima Cumbre del Clima será patrocinada por Coca Cola, no hay duda, es lo que nos merecemos.
Acciones de este tipo deben abrir un debate del que las mismas acciones no deberían estar exentas. ¿Es casualidad que en la sociedad individualista del espectáculo tendamos hacia acciones más individuales? ¿Deberíamos estar llevando el tomate y el puré de patatas a Iberdrola o a Repsol más que a los museos? Sin duda, y sobre todo tratando de que estas protestas vuelvan a ser masivas. Tiempo al tiempo.
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