martes, 4 de octubre de 2022

Fieras familiares

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  La única vez que he comido alacranes lo hice con mi primo Sepo. Estábamos en Durango, durante una de nuestras exploraciones de la República Mexicana, viajes que solíamos emprender cada vez que nos era posible con la finalidad de conocer tanto el territorio como la gastronomía regional. A veces acampábamos; otras, realizábamos trayectos a caballo, caminatas de varios días o simplemente nos subíamos en el carro y tomábamos la carretera hacia la costa. La meta era alcanzar los poblados más recónditos que pudiéramos encontrar y allí probar cualquier cosa que nos ofrecieran.
   Fue así como llegamos a desgustar zorrillo, huevos de torutuga, gusanos de todas las variedades imaginables, víboras de cascabel, hormigas chicatanas, iguana, larvas de mosco, armadillo, caldo de huesos añejos de venado, mucho más chile del que éramos capaces de aguantar e incluso una vez un pelícano guisado en mole por unos soldados en la reserva de La Encrucijada, Chiapas.  
   Nada como una barriga vacía por las extenuantes horas de viaje para abrir el abanico de posibilidades de qué es bueno para comer y qué no. A fin de cuentas, el gusto es un sentido que va definiéndose a base de experimentación, y nuestras preferencias alimenticias (así como posturas éticas sobre la dieta) parten de privilegios imposibles de sostener en la realidad del campo. Ni hablar, estando inmerso en la ruralidad uno come lo que sea que haya sobre el plato o se queda con hambre.
   Pero de todas las cosas que me metí en la boca durante aquellas expediciones, probablemente la más discordante para las papilas gustativas fueran los alacranes. No tanto por el sabor, que a decir verdad dejaba un tanto que desear, como por la mera fisionomía del bicho. Porque, así estuviese frita, hay algo sumamente contraintuitivo en el acto de colocar anatomía tan inquietante entre la lengua y el paladar. Es una cuestión que va contra el instinto ( o por lo menos, que atenta contra todo lo que se nos instruyó cuando fuimos tetrápodos gateadores). Más si se hace introduciendo el arácnido completo en el medio de las fauces, como dicta la tradición. Al menos, el mezcal que acompañaba  los artrópodos ayudaba a lubricar el rito de masticar su coraza crujiente.
   -No se me arruguen, si son como camarones de tierra -nos dijo el viejo que nos había servido los alacranes.
   Y en efecto, la textura quitinosa y áspera contra los pliegues internos de los cachetes remitía a la de los camarones secos. Ahora que, al menos en términos de proteína por gramo, la entomofagia (práctica ampliamente distribuida en México, Latinoamérica y el sudeste asiático) tiene mucho más sentido que el resto de los hábitos carnívoros que favorece nuestra especie, siendo que los insecto y arácnidos suelen poseer tres o cuatro veces más proteínas por bocado que la mayoría de los vertebrados, y además su asimilación es más eficiente para el organismo. De hecho, en los países pobres donde resulta habitual consumir este tipo de organismos, los índices de desnutrición infantil son notablemente menores que aquellos donde no se acostumbra....

Fieras familiares
Andrés Cota Hiriart

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