El otro día, cuando estábamos atravesando la puerta del nuevo mes, vi un tweet que me hizo gracia. No he conseguido encontrarlo de nuevo, pero yo creo que era de algún escritor, y que decía que a ver si este año lográbamos no pasarnos con la cita de todos los años. Se refería a los versos con los que empieza T. S. Eliot La tierra baldía: “Abril es el mes más cruel”.
Conmigo consiguió el efecto contrario, porque me dio el pinchacito de ir a buscar ese comienzo, por recordar cómo seguía. Y lo que encontré me dejó sobrecogida un rato. Dice Eliot, en esos versos: “Abril es el mes más cruel, hace brotar / lilas de la tierra muerta, mezcla / memoria y deseo, remueve / turbias raíces con lluvia de primavera”.
Y a mí me pareció que no se podía decir con más precisión lo que les estaba ocurriendo no solo a los campos, sino también a mi cuerpo y a mi ánimo, en este comienzo abotargado y ciclotímico de otra extraña primavera. A veces pasa eso con la poesía: la recordamos como tópico, como frase hecha, pero cuando volvemos a ella con la atención debida vuelve a golpearnos. Lilas de la tierra muerta. Memoria y deseo. La lluvia ligera despertando a las raíces.
Me acordé entonces de otro poema, uno de los que más me acompañan en la vida. Es uno de los Sonetos de otoño de la también estadounidense May Sarton. En realidad es un poema de ruptura –tremenda medicina para desamores–, pero el verso que empezó a aparecérseme machaconamente fue uno en el que nombra “la extraña raíz todavía viva bajo la nieve”.
Pensé mucho en él cuando vino a visitarnos Filomena. Mientras caminaba lenta y torpe por una ciudad vestida de otra forma, y sobre todo cuando llegó el deshielo: “La extraña raíz todavía viva bajo la nieve”, pensaba una y otra vez, como un mantra de asombro. Y he vuelto a pensarlo estos días cuando en las arrasadas macetas de mi balcón han empezado a dejarse ver, contra todo pronóstico, algunos brotes tímidos. “Coñe, pues sí que estaba viva la extraña raíz bajo la nieve”, me digo cada vez que una de esas apariciones me alegra el día –porque así estamos, sí, un botón de planta crasa nos puede bastar para la esperanza–.
(Los temporales, no obstante, han dejado también algunas pérdidas irreparables. Plantas heladas por dentro, tierra efectivamente baldía, troncos rotos. Esto también hay que saberlo).
En las largas semanas del invierno, me agarré fuerte a un libro que encontré casi por casualidad. Se trata de Wintering. The power of rest and retreat in difficult times, de Katharine May. No está traducido al castellano, pero su título podría ser algo así como Hibernar. El poder del descanso y del retiro en tiempos difíciles. Y habla, pues de eso mismo. De lo importante que es asumir que cuando hace frío hay que quedarse en casa, envuelta en una manta y haciendo acopio de fuerzas. Os dejo un pasaje que me hizo especial compañía en una tarde de esas:
Las plantas y los animales no luchan contra el invierno, no fingen que no está ocurriendo e intentan llevar las mismas vidas que en verano. Se preparan. Se adaptan. Llevan a cabo actos extraordinarios de metamorfosis para atravesarlo. El invierno es un tiempo de retirarse del mundo, maximizar recursos escasos, realizar actos de eficiencia brutal, desaparecer de la vista; pero ahí es donde ocurre la transformación. El invierno no es la muerte del ciclo de la vida, sino su crisol.
En esas hemos estado estos meses. Este largo invierno de un año ya en el que hemos aprendido a las bravas eso del “poder del retiro y el descanso en tiempos difíciles”. Y ahora está saliendo el sol. En el año y en las noticias pandémicas. Pero lejos de la alegría que nos vende El Corte Inglés cada abril, este se revela otra vez como mes cruel. Porque hay lilas, pero tierra muerta. Porque hay deseo, pero memoria. Porque la raíz que despierta la lluvia de primavera está débil y frágil, con ese aire de gusano que tienen a veces las que encontramos al remover la tierra.
Y así también nosotras, nosotros. Nos han vendido una primavera hecha solo de flores, solo de sol. Como si el renacimiento no implicara siempre también un duelo. Y un esfuerzo. Intento pensar en el lento despertar de los animales: un oso entumecido, pájaros cegados por la luz, una nueva piel brotando con dolor del cuerpo de la serpiente.
Es difícil esto de conectar con las estaciones cuando una vive tan lejos de lo salvaje. Pero mi amiga C., proveedora siempre de sabiduría antigua y pertinente, cósmica y materialista, llega justo a tiempo para recordarme que tal vez llevamos dentro un reloj viejo de siglos. Me cuenta que este es el momento del año en el que muchas civilizaciones han situado mitos como el de Innana o el de Perséfone.
Las versiones son varias, pero el titular sería: gente que regresa del inframundo. Un personaje mítico –en general una señora– ha tenido que bajar a los infiernos en un momento dado. Para ello, ha debido despojarse de vestimentas, riquezas y máscaras. Ha hecho su periplo por allí. Lo ha pasado mal. Ha encontrado estrategias. Ha aprendido cosas. Y ha llegado el momento en que puede volver: salir de las tinieblas y devolver la luz al mundo. En casi todos los mitos, en ese momento, aparece la idea de un peaje a pagar, algo que dejar en prenda.
Mi amiga C. me recuerda que con los dioses –con las fuerzas de lo salvaje– no se negocia. Se paga el peaje y se sale. Es lo que hay.
Y ahí estamos, buena gente. Hace sol y el cuerpo va intuyendo que quiere lío, pero no acaba de responder cuando lo encuentra. Se excede y se aturde, quiere volver a hibernar. Pero otros ratos se emborracha de luz. La extraña raíz aguantó viva bajo la nieve pero quedó tocadita –además hemos tenido bien de nieve, esta vez, en todos los sentidos–. El fin del invierno es también el momento de hacer recuento y balance, y al remover la tierra del jardín –cuenta otra amiga– salen lombrices enormes. Memoria y deseo, turbias raíces. Lilas de la tierra muerta.
Así que a cuidarse, como siempre. Salgamos a gozar del sol como esos bichitos que despiertan y corren a raudales por los jardines. Pero sin olvidar que no hay que fiarse mucho de ningún poema –de ninguna voz– que venda flores sin rendirle el debido tributo a la turbia raíz que las sostiene, aguantando inviernos.
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