Hacen falta leyes que prohíban la imposición de normas incompatibles con la dignidad humana. Y aunque las campañas de educación sí hacen falta, y mucha, el diálogo no.
Una protesta en Francia (EFE) |
Tolerancia, nos han dicho. Respeto. Comprensión. Diálogo. Aceptación. No son como tú, pero no pasa nada, no son mejores ni peores: solo distintos.
Tolerancia se llama en medicina la capacidad del cuerpo de asimilar una determinada cantidad de un tóxico sin sufrir daños. Y esta ha sido la postura con la que Europa ha afrontado durante las últimas décadas la inmigración: considerando a los inmigrantes una especie de sustancia que en grandes cantidades es nociva para la sociedad, pero tolerable en cantidades menores.
Por eso ha dosificado su llegada, invocando cifras: tantos al año, no más. Como si de niveles de radiación o miligramos de plomo en sangre se tratase. Por si acaso, los ha encapsulado en guetos como el cuerpo hace con objetos extraños para que causen el menor daño posible. A la distancia impuesta para minimizar el contacto se la ha llamado respeto, al proceso de crear esa cubierta que los separa del resto del organismo social, diálogo. Y mientras la cuestión se ha centrado en las cifras, nadie ha tenido por necesario preguntarse de qué sustancia hablamos. Ni por qué la creemos nociva, en lugar de considerarla esencial, absolutamente necesaria para mantenernos con vida. Ni si tal vez sea fácil de asimilar. Son distintos, se ha insistido, no pasa nada mientras no sean muchos.
La palabra tolerancia expresa esta idea desde hace siglos: desde se acuñó con una visión religiosa cristiana, poniendo fin a la idea de que la fe verdadera se ha de imponer a la fuerza. Tolerancia se llamaba aceptar la existencia de confesiones o escuelas no conformes a la Iglesia oficial, sin poner en duda, evidentemente, que hay una única fe verdadera y todas las demás son erróneas y sus seguidores irán al infierno. Pero eso ya es cosa de Dios. Aquí en la Tierra se les puede tolerar. Mientras no molesten, obviamente. Lo que no hay que hacer son disputas teológicas: que cada uno vaya al paraíso según considere.
Fueron las sociedades musulmanas quienes llevaron a la perfección este concepto: quedó codificado en el Imperio otomano hasta el siglo XX y es hasta hoy la ley en Líbano, Siria, Egipto, Jordania y, quien no lo habría dicho, en Israel. El código penal es común, pero se otorga jurisprudencia civil propia a cada comunidad: cristianos ortodoxos, católicos, judíos, yezidíes, drusos. Sus dirigentes —popes, curas, rabinos— aplican las normas canónicas a su grey; matrimonios (siempre dentro del grupo, jamás mixtos), divorcios (o no), herencia, asuntos de familia. Sí, siempre la familia, la sagrada familia. Más exactamente, todo lo que tenga que ver con las mujeres. Dicho con claridad: cada grupo se puede follar a las suyas. Nunca a las de los demás.
Y es este modelo el que los partidos de izquierda —especialmente ellos— llevan dos décadas reivindicando para la inmigración en Europa. Que cumplan las leyes estatales, sí, pero que con sus mujeres hagan lo que quieran, que para eso son suyas. ¿Velo, poligamia, matrimonio de menores, quizás hasta ablación? Respétalo, acéptalo, son distintos. (Sí: hay académicas alemanas que se reclaman de izquierdas y proponen dejar de condenar la ablación: total, las mujeres africanas no necesariamente quieren tener orgasmos para sentirse sexualmente satisfechas, escriben, lo que les importa es sentirse apreciadas por el marido, y eso hay que respetarlo).
La ventaja de la tolerancia, en esa acepción, era que no hacía falta debatir sobre un proyecto común para la nación, ni un conjunto de ideas comunes a todos los ciudadanos. Pero entonces vino la modernidad y, con ella, la idea de que las naciones se componen de ciudadanos iguales ante la ley. Una ley única, aplicable a todos sin distinción, también a todas las mujeres. Una ley que, si nos ponemos democráticos, debe ser debatida y aceptada por todos. A consensuar, se ha dicho. A dialogar.
Pero el diálogo está sobrevalorado. Hay visiones del mundo que no se pueden conciliar. Si yo estoy en contra de la pena de muerte y usted está a favor, no nos podemos encontrar a medio camino, consensuando que solo se ejecutará a la mitad de los criminales que lo merecen, o solo se les cortará media cabeza. Si yo estoy a favor de permitir el divorcio, y usted —por ejemplo por ser católico— cree que debe estar prohibido por ley porque así lo ha ordenado Dios, dialogar es perder el tiempo: ni yo voy a convencerle a usted que Dios no existe, ni usted a mí que yo le deba hacer caso. Ni nunca voy a respetar ni mostrar comprensión a una ley que, bajo pretexto de escrituras sagradas e inamovibles, ordena mantener a las mujeres en una cárcel llamada matrimonio de por vida. No.
Dentro de nuestra sociedad europea, este debate ideológico se ha aceptado como normal, porque sabemos que dejar que cada uno haga lo que quiera no es libertad: es la ideología de favorecer a los fuertes. No establecer un salario mínimo ni una jornada laboral máxima no es dar libertad a los trabajadores: es quitársela. Respetar la voluntad de los empresarios a establecer los horarios y sueldos que quieran tiene un nombre: explotación. Una sociedad que no se dota de leyes para proteger a los débiles no es libre: favorece la opresión. Pero eso es de teoría social de primera y lo sabemos todos.
Salvo cuando se trata de inmigrantes. Mejor dicho: salvo cuando se trata de los inmigrantes y sus mujeres. Entonces no necesitamos leyes. Entonces todo es respeto y comprensión. O bien exhibiendo una especie de fascinación por sus 'oh tan exóticas costumbres' como taparles la cara a las mujeres o al menos el pelo, o bien mostrando cierta repulsa, pero siempre dentro de la aceptación. Son sus tradiciones, nacen así, una tradición no se puede criticar. Si no nos gusta, habrá que esperar a que se les vaya olvidando. Todas las tradiciones se olvidan. Dales tiempo.
Bajo esta postura, el rechazo respetuoso en la esperanza de que las tradiciones no tan agradables se les vayan olvidando, se ha impuesto una corriente social que intenta potenciar la integración incluyendo esas mismas tradiciones rechazables. Sí, ya entendemos que lo de imponer la virginidad a las chicas hasta el matrimonio es un hábito patriarcal y sexista, pero no vayamos a criticarlo: sería estigmatizar a las pobres chicas obligadas a ser vírgenes, y sobre todo sería estigmatizar a sus padres y madres, a todos los inmigrantes musulmanes y al islam en conjunto —sí, al islam, porque cuando alguien dice virginidad automáticamente pensamos en el islam, no nos acordamos de la Virgen María— y eso no es bueno para nadie, solo crea más racismo, división, distancia. Mejor nos callamos, no debatamos el tema, si una familia necesita un certificado de virginidad, pues se firma. Sobre todo no hay que prohibirlo.
Sí, ya entendemos que el velo es sexista, pero qué se le va a hacer, vienen así. Ya se darán cuenta algún día. De momento lo que hay que hacer es aceptarlo, permitir que las chicas vayan al colegio con el velo puesto, no vayan a sentirse incómodas o quieran dejar de ir a clase: sería peor. Hay que contratar a mujeres veladas, no vaya a ser que no encuentren trabajo y acaben quedándose en casa, sin dinero, sin recursos, sin aprender el idioma, sin integrarse: sería mucho peor. Hay que permitir que se bañen con burkini en la playa o la piscina: no vayan a quedarse encima sin agua. Hay que permitir que vivan acorde a todas esas tradiciones que nos parecen —en la intimidad sea dicho— rechazables y sexistas, porque solo así se pueden integrar, estudiar, trabajar, acceder a nuestro nivel intelectual y entender que hay que abandonar esas tradiciones.
Esta postura solo tiene un fallo: parte de una idea racista.
Parte de la idea de que los inmigrantes no tienen ideología: tienen tradiciones. No tienen leyes: tienen costumbres. Las conservan porque son ignorantes: no conocen otra cosa. Hay que tener paciencia porque no están muy evolucionados, no son quizás del todo humanos, o al menos no lo suficiente como para ser ciudadanos.
Y esta idea es falsa. No es por ignorancia ni por falta de formación académica si Jomo Kenyatta, estudiante de la London School of Economics y más tarde presidente de Kenia, defendía la ablación como rito esencial para las mujeres de su país. No es por falta de lecturas que los imames saudíes o egipcios proclaman el velo como obligación para toda mujer nacida musulmana (de hecho, las campesinas, al no saber leer sus eruditas fetuas, no se han enterado y no lo llevan). No era exactamente una analfabeta quien inventó el burkini sino una avispada empresaria australiana.
A una ideología no se le confronta aceptándola. El significado sexista del velo —ocultar el atractivo físico de la mujer para no excitar al hombre, evitando así el riesgo de violación— no se combate llevando el velo a todas partes como algo normal, proclamando que es respetable. Si declaramos normal el velo en clase para niñas adolescentes aceptamos como normal que se les agredería sexualmente en el caso de que no lo llevasen. Declaramos normal que unos padres pueden imponerle a sus hijas —o unos telepredicadores a su grey— una segregación de sexos justificada en el derecho del hombre a violar a la mujer si ella no toma la precaución de mostrarse decentemente tapada. Y no, esto no es normal. Ni es tradición. Ni se olvida poco a poco: se expande. Y no se expande por ignorancia ni por falta de lecturas, sino por exceso de escritos, exceso de programas de televisión salafistas, exceso de influencers muy buenas conocedoras del márketing en las redes sociales, muy buenos profesionales de la redacción de solicitudes de subvención muncipales y de patrocinio de los bancos.
Ya lo decíamos una vez: el fascismo no se cura leyendo. Ni tampoco se cura proclamando que hay libertad para todos: eso es libertad para que los fascistas opriman a los demás a su antojo.
Sí: hacen falta leyes. Hacen falta normas que prohíban la imposición de normas incompatibles con la dignidad humana. Y aunque las campañas de educación sí hacen falta, y mucha, el diálogo no. No hace falta dialogar sobre si es justificado o no cortarle el clítoris a una niña, ni hace falta encontrar un compromiso de cortar solo la mitad. Hace falta prohibirlo. Tampoco hace falta dialogar sobre si una familia puede obligar a su hija, bajo amenaza de muerte, ser virgen hasta el matrimonio, con exhibición de sangre incluida. Tampoco hace falta encontrar un compromiso de vender sangre falsa. Hace falta prohibir los certificados de virginidad y las sábanas manchadas y toda, absolutamente toda medida que intente verificar el estado de decencia de una mujer. Hace falta prohibir en los colegios el hiyab y toda norma, tenga pretexto religioso o no, que atribuya a los hombres el derecho de agredir a las mujeres y que atribuya a las mujeres la obligación de ocultarse, segregarse, apartarse.
No, no hace falta el diálogo, no hace falta encontrar compromiso por el que pueda haber profesoras con hiyab dando clase, siempre que se comprometan a no explicar a sus alumnos el significado sexista de lo que llevan en la cabeza. Hace falta una ley que prohíba exponer a los niños en clase a símbolos sexistas. Hace falta una ley que prohíba segregar desde su infancia a niños y niñas, a creyentes y no creyentes, a puras e impuras, a colectivos separados que no pueden tener contacto entre ellos. Frente a las ideologías segregacionistas, sexistas y patriarcales, ni respeto, ni diálogo, ni comprensión, ni aceptación. Menos tolerancia y más follar.
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