El pueblecito de Aguinaga, que se encuentra a orillas del río y a pocos kilómetros de la costa, no cuenta con más de seiscientos habitantes, pero alberga hasta cinco empresas distintas que pescan y venden angulas. Hablamos de unos conocimientos muy antiguos y transmitidos de generación en generación. Las angulas llegan al río con la marea alta en noches de frío intenso, de luna llena o nueva, y preferiblemente cuando el cielo está muy nublado. Se deslizan cerca de la superficie del agua en bancos enormes, como inmensas colonias de algas plateadas, y los pescadores se aproximan despacio en sus lanchas; llevan en la proa faroles cuya luz se refleja en la masa viva de peces. Capturan las angulas manualmente, con mangas circulares fijadas a una vara larga.
La angula es una exquisitez local en el País Vasco, y en la actualidad es casi el único lugar donde lo sigue siendo. Sin embargo, la tradición de consumir la anguila en ese estadio tan inicial y transparente ha estado bastante extendida a lo largo de la historia. En Gran Bretaña se pescaba antiguamente mucha angula en el río Severn. La freían entera y aún viva con un poco de beicon, o con huevo batido en una especie de tortilla, lo que llaman elver cake. En Italia la pescaban en abundancia en el río Arno, en el oeste, y también en la zona de Comacchio, en el este. Allí preferían comerla cocida con salsa de tomate y un poco de parmesano espolvoreado por encima. Otro tanto ocurría en ciertas zonas de Francia. En todo caso, hoy es una tradición llamada a desaparecer. Al haberse reducido drásticamente el número de angulas que migran cada año a los ríos de Europa, su pesca también ha desapercido casi por completo en la mayoría de los países. Uno de los pocos lugares donde aún se sigue pescando es en el País Vasco.
Y, naturalmente, tienen sus razones. En primer lugar, las económicas. La pesca de la angula se ha practicado allí desde tiempos antiguos. Dicen que antes era tal la cantidad de angulas que llegaban al río Oria que los campesinos las capturaban en la orilla y alimentaban con ellas a los cerdos. Pero solo desde que la anguila se ha visto amenazada como especie, la angula ha empezado a considerarse una exquisitez cada vez más codiciada y exclusiva, según una lógica propia únicamente del ser humano. En el País Vasco la comen salteada con un buen aceite de oliva y un poco de ajo y guindilla. Se sirve ardiendo en un cuenco de cerámica y se come con un tenedor de madera especial para no qumarse los labios. En temporada alta, una ración de unos doscientos cincuenta gramos puede costar en cualquiera de los mejores restaurantes de San Sebastián entre sesenta y setenta euros.
Pero los pescadores de angula del Aguinaga y de las riberas del Oria tienen otras razones para seguir faenando según su costumbre. Sencillamente, no quieren dejarlo. Porque consideran que están en su derecho. Porque era lo que hacían sus antepasados y porque precisamente esa forma de pescar angulas, además de una ocupación lucrativa, también los convierte en lo que son. Conforma su identidad.
Allí mantiene su vigencia la idea de un estado vasco independiente. Allí están acostumbrados a valerse por sí solos. Allí se han visto relegados y oprimidos durante los cuarenta años del régimen fascista de Franco, y por eso se muestran en guardia ante cualquier intento de ejercicio de poder de los burócratas de Madrid o de Bruselas. Allí seguirán yendo al río con la manga y la linterna, digan lo que digan los políticos y los científicos. Hasta que muera el último pescador de anguilas. O la última anguila...
El evangelio de las anguilas
Patrik Svensson
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