Lausanne (Suiza), Marzo 1969.- Juan de Borbón y Juan Carlos pasean por "Villa Fontaine", residencia de la reina Victoria Eugenia, que se encontraba enferma. |
De aquella época se atribuye al escritor Ramón María del Valle
Inclán la siguiente frase: “Los españoles han echado al último Borbón,
no por rey, sino por ladrón”.
Su padre, Alfonso XII, ya había accedido al trono a finales de 1874 proveniente del exilio al que recurrió su madre, la reina Isabel II, cuando estalló la Revolución Gloriosa de 1868 –que alumbró el Gobierno Provisional (1868-1871), la monarquía de Amadeo de Saboya (1871-1873) y la I República (1873-1874), liquidada por el golpe de estado del general Pavía–. Previamente, entre 1808 y 1814, otro Borbón, Fernando VII, abandonó España, en este caso a consecuencia de la invasión napoleónica.
Sin embargo, Alfonso XIII acabó sus últimos años de vida en Roma, donde su hijo Juan tuvo a Juan Carlos dos años después del inicio de la Guerra Civil española. Y fue así no sólo por la huida de Alfonso de una España que se había hecho republicana, sino porque Franco tampoco quiso la ayuda de los Borbones en la Guerra Civil: el 1 de agosto de 1936 el general Mola despachó a un Juan de Borbón, que había cruzado la frontera francesa con camisa azul para ponerse al servicio de los golpistas.
Pero no le querían: el futuro "caudillo de España por la gracia de Dios" no estaba dispuesto a compartir el poder con un linaje que llevaba ocupando la monarquía española desde la guerra de sucesión (1701-1713).
Alfonso XIII murió en Roma a principios de 1941, cuando su nieto
Juan Carlos tenía tres años, y fue el momento en el que Juan se
trasladó a Lausana, donde proclamó, después de que el final de la Guerra
Civil desembocara en una dictadura en la que Franco no había reservado
ningún papel para los Borbones, su aspiración de volver a España como
rey, algo que nunca ocurrió: Franco logró que saltara el orden dinástico
en favor el ahora huido Juan Carlos I. Las gestiones borbónicas con la
Alemania nazi y la Italia fascista habían resultado estériles.
En 1944, como recordaba La Vanguardia, Francisco Franco le decía lo siguiente a Juan de Borbón, instalado en Lausana: "a) La Monarquía abandonó en 1931 el poder a la República. b) Nosotros nos levantamos contra una situación republicana. c) Nuestro Movimiento no tuvo significación monárquica, sino española y católica, d) Mola dejó claramente establecido que el Movimiento no era monárquico (...) Por lo tanto, el Régimen no derrocó a la Monarquía ni está obligado a su restablecimiento". Cuatro años después, en 1948, Juan de Borbón pactaba con Franco que su hijo Juan Carlos se instalara en España.
Lausana, Suiza, un paraíso fiscal: allí fue donde Juan de Borbón, quien posteriormente renunciaría a a sus derechos dinásticos, abrió una cuenta que legó a su hijo Juan Carlos con 375 millones de pesetas. Según reveló el diario El Mundo, el conde de Barcelona dejó a sus hijos bienes y fondos por un valor de 1.100 millones de pesetas tras su muerte, el 1 de abril de 1993. La mayor parte de ese patrimonio se encontraba en tres cuentas en Suiza, dos en Lausanne y una en Ginebra. En ellas había fondos depositados por un valor de 728,75 millones de pesetas, que al cambio actual, y aplicando el IPC de estos últimos 20 años, serían unos 7,85 millones de euros. A esa cantidad se sumaría un patrimonio inmobiliario cercano a los 350 millones de pesetas, entre el que destacan el chalet familiar de Puerta de Hierro en Madrid, un edificio en la Gran Vía de la capital y un apartamento en la ciudad portuguesa de Estoril.
Tal y como afirmaba El Mundo, el grueso de las cantidades depositados en las cuentas suizas de Juan de Borbón acabó en manos del rey. En concreto, unos 375 millones de pesetas. Juan Carlos de Borbón los recibió a través de tres cheques que fueron ingresados el 21 de octubre de 1993, momento en el que se procedió al reparto de la herencia, en la cuenta 10.031 de Sogenal –Société Générale Alsacienne de Banque–, de Ginebra.
Buena parte de los fondos que recibió el rey procedían de una de las cuentas de Lausanne denominada en el testamento "cuenta de usufructo". Esta cuenta, de la Société de Banques Suisse, fue parcialmente vaciada, pero siguió abierta con un saldo de 24 millones de pesetas. Los albaceas recomendaron al rey y sus hermanas, que recibieron 172 y 131 millones cada una, que no repatriaran la fortuna para no levantar sospechas sobre el patrimonio del conde de Barcelona, de quien siempre se dijo que no contaba con importantes bienes.
Unos dineros opacos en cuentas secretas en lugares donde casi no se pagan impuestos que son los que han terminado de acorralar al emérito: el anuncio de su marcha se produce, precisamente, en plena investigación judicial de las finanzas de Juan Carlos.
Si algo aprende un rey en el exilio es que sólo tiene una misión
en la vida: conservar el trono. Juan de Borbón lo aprendió en Roma, en
Lausana y en Estoril, donde instaló la corte con la que empezó a
conspirar tras abandonar Lausana. Y, como lo aprendió, cedió los
derechos dinásticos a su hijo Juan Carlos, como lo había hecho Alfonso
con él meses antes de morir. Está en el ADN de quien aspira a monarca.
Ahora, Juan Carlos sigue los pasos de su padre y de su abuelo. Al contrario que su padre, parece que consiguió amasar una fortuna para sufragar varios exilios. Como su padre, está tomando una decisión que pretende despegar su caso de la corona de su hijo para, así, preservar la primera misión de un rey: preservar el trono. Y, durante un tiempo, la jugada salió bien: el 23F le dio a Juan Carlos una legitimidad que no tenía después de haber jurado los principios fundamentales del régimen franquista en 1969; España parecía más juancarlista que monárquica, y los principales partidos del régimen del 78, PSOE y PP, apuntalaban a un jefe del Estado hasta el punto de acordar su abdicación en el verano de 2014 cuando su situación ya era insostenible.
Juan de Borbón regresó a España en 1963, después de 32 años. La
huida de Juan Carlos seis años después de entregar la corona a su hijo
encadena tres generaciones seguidas de Borbones fuera de España, con la
incógnita de si, como su padre, volverá a pisar suelo español. O, como
su abuelo, no llegará a hacerlo.
Felipe saluda al dictador en el pazo de Meirás, aún propiedad de la Fundación Francisco Franco, en julio de 1975, dos meses antes de que Franco firmara las últimas sentencias de muerte antes de fallecer. |
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