miércoles, 5 de agosto de 2020

Disparando dólares: cuando la paz no sale a cuenta

En 2001, después de descubrir la corrupción en la compraventa de armas en Sudáfrica, Andrew Feinstein dimitió. Ahora vive en el Reino Unido. Autor de 'The Shadow World', donde entrevista a varias traficantes de armas, este ex político se ha dedicado a seguir el rastro de los señores de la guerra y los estados que les cobijan.

“Está prohibido matar; por lo tanto, todos los asesinos son castigados, a no ser que maten en grandes cantidades y al sonido de las trompetas”. Voltaire

Andrew Feinstein
Andrew Feinstein. Foto: Mogens Engelund
“Los políticos son como prostitutas, solo que más caros”, dice Riccardo Privitera mientras fuma y escudriña a su interlocutor. “Esta industria solo va de sexo y dinero”, añade más tarde. Son las reflexiones de un hombre en el tramo final de su carrera: aspira, fuma, sopla, mira a la cámara, sonríe. Se gusta. Al otro lado está Andrew Feinstein, quien graba la entrevista que más tarde saldrá en dos documentales de Johan Grimonprez: Blue Orchids y The Shadow World, basado en el libro homónimo (The Shadow World. Inside the global arms trade) que Feinstein publicó en 2011. Riccardo se adorna y cuenta mentiras sobre su biografía, pero ha tenido toda una vida para demostrar que su primera afirmación es impecablemente real.

Andrew Feinstein tuvo que tomar una gran decisión con 30 años. Miembro del African National Congress (ANC), el partido que había combatido el apartheid en Sudáfrica durante décadas, empezó a trabajar para el nuevo gobierno liderado por Nelson Mandela a mediados de los 90. La investigación de un caso de corrupción vinculado a la compra de material militar, que implicaba a hombres importantes del partido, le llevó a una encrucijada: olvidar el caso y prosperar, o seguir hasta el final y acabar fuera de la política. Viendo qué hace ahora, su elección queda más que clara: no forma parte de ningún partido y ni siquiera vive en Sudáfrica, y desde entonces investiga y divulga la realidad de la industria armamentística. Feinstein y su reducidísimo equipo siguen el rastro de los señores de la guerra y los estados que les cobijan. Con él, el análisis de los conflictos toma una dimensión económica que permite conocer cómo funciona realmente la política más allá de los titulares.

“Tu misión es la nuestra”. La web de Lockheed and Martin es pulcra: gente sonriendo, noticias para dar la bienvenida al nuevo CEO —que sustituye a Marillyn Hewson, la primera mujer en dirigir la compañía—, banderas estadounidenses, una chica negra mirando al futuro, pensante. Helicópteros y barcos, en abstracto. Ni rastro de suciedad, conflicto, la nada. Podrían ser una empresa de toldos o muebles de madera de caoba. Nadie sospecharía que Lockheed and Martin es la empresa que vende más armas del mundo, que lo es desde 2009 y que desde entonces ha ampliado su cuota de mercado. En 2018, las ventas de armas superaron los 440.000 millones de dólares, y el 11% fueron de Lockheed and Martin. Es un mercado extremadamente concentrado y con pocos cambios: 7 de las 10 empresas que más armas venden ya estaban en el top 10 en 2002.

Entre estas 10 empresas —con sus webs, sus empleados, sus sonrisas y sus misiones— representan el 50% de las armas vendidas en el mundo en 2018. Son las que, al menos, lo dejan registrado en algún lugar. La legalidad es, según Feinstein, pura convención social: “Hay ilegalidades en todos los contratos, incluso en los considerados 'limpios' porque se hacen entre estados. Durante años, si había problemas para venderle armas a alguien, podías ir a Gambia —entonces un país pacífico— y comprar certificados de usuario final a un precio muy bajo. De esa manera podrías hacer parecer que las armas estaban destinadas a ese país, aunque ni siquiera hubieran pasado por Gambia, pero nadie lo comprobaría. Así es como llevaban las armas a países o milicias que podían crear problemas en la opinión pública”.

Es un negocio lucrativo. A finales de enero del 2000, una acción de Lockheed and Martin valía 18 dólares y 94 centavos. En enero de 2020, 428. Pocos negocios pueden multiplicar la inversión inicial —sea cual sea— por 23. Cada año, Lockheed da mayores dividendos anuales; el precio se disparó después del inicio de las primaveras árabes y los conflictos que de ellas derivaron. Tres fondos de inversión (State Street, Vanguard y Blackrock) controlan el 30% de las acciones; bancos como Bank of America, Wells Fargo, Goldman Sachs o Morgan Stanley cuentan con participaciones más humildes. Entre los accionistas también está el fondo de pensiones de los empleados públicos de California: almas bellas, cuántos de esos profesores de instituto hablarán apasionadamente contras las guerras y sus daños.

Todos ellos cobrarán, si se mantiene la tendencia, 9 dólares por acción a final de año. 10 millones de dólares para los empleados públicos. 380 millones para State Street. 209 millones para Vanguard. 165 para Blackrock. Solamente con los beneficios, podrían comprar miles y miles y miles de acciones y ganar todavía más dinero. Solamente es necesaria una cosa: de la misma forma que las casas necesitan un proveedor de cemento, Lockheed necesita que haya algún lugar donde vender sus helicópteros, sus balas, sus aviones de combate y sus misiles. Es aquí donde los estados y los intermediarios se ponen a trabajar.

“La verdadera habilidad de los intermediarios es pagar sobornos y esconderlos depositándolos en múltiples paraísos fiscales”, dice Feinstein, que sonríe cuando le preguntan por el origen del dinero que los saudíes —presuntamente— le pagaron al rey emérito español Juan Carlos de Borbón: “Ningún negocio con los saudíes se hace sin corrupción”. En The Shadow World habla de una cifra que ronda el 50% de comisión: “Los saudíes no son los únicos que se benefician de ese dinero. Se considera como una especie de impuesto que también beneficia a los vendedores, ya sean británicos, españoles o rusos”, añade.

Como en cualquier comercio, las relaciones personales son importantes. “Gaddafi tenía una gran amistad con Tony Blair, ya que el Reino Unido quería entrar en el mercado libio para venderle armas. El contacto que unió a Blair y Gaddafi fue, desafortunadamente, mi antiguo jefe, Nelson Mandela. Gaddafi estaba dando mucho dinero al partido, y Mandela se encargó de ayudarlo a limpiar su imagen. Así es como se las arregló para rehabilitarse y comprar armas de Francia y el Reino Unido, que luego contribuyeron a su caída en 2011”.

Las relaciones, claro, tienen altibajos e imprevistos. Después de haberle vendido armamento, uno de los primeros objetivos en la invasión de Libia fue destruir los misiles antiaéreos que Gaddafi había comprado a sus clientes europeos: “¡No querían tener ninguna baja!”, señala Feinstein. Los europeos, primero, seguidos por los americanos y finalmente los rusos, vendieron equipo militar a Gaddafi. “Él los compraba aunque no tuviera soldados o gente entrenada para usar esas armas. Esto también sucedía con los saudíes. En algunos casos, antes ni siquiera usaban el material y lo dejaban oxidarse en el desierto. La compra de armas es una especie de moneda de cambio”. El experto sudafricano zanja que, ahora, los saudíes sí que están utilizando el armamento del que disponen para bombardear a Yemen.

Vender armas a países en conflicto es problemático para las relaciones públicas, por eso Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos —que forman parte de la coalición que bombardea Yemen— buscan su propia línea de proveedores. Para ello, es importante contar con hombres experimentados: “El CEO de RheinMetall, una compañía alemana, fichó para SAMI, la compañía saudí de armamento. Algún material en Yemen se está fabricando en Cerdeña, en Italia”. Es ahí donde empiezan las confusiones. Italia no puede hacer nada, porque la compañía que lo hace es alemana. Alemania no puede hacer nada, porque la fábrica está en Italia. Feinstein añade que hay una ley alemana que permitiría a Berlín intervenir, ya que hay propiedad intelectual alemana de por medio; pero no lo hacen. “Los controles de exportaciones de armas son solo para las relaciones públicas”. Hay viajes más largos: RheinMetall puede utilizar su filial sudafricana para marcar la venta como si fuera un producto sudafricano: “La única cosa que producen en Sudáfrica probablemente es la caja”, ironiza Feinstein. Los saudíes ya han establecido, al menos, una fábrica en el norte de África.

En algunos lugares, lo que deben cambiar son los intermediarios. Según Feinstein, los perfiles en el continente africano son muy diversos: desde serbios hasta israelíes, pasando por sudafricanos partidarios del apartheid. Donde hay un conflicto, desde Sudán del Sur hasta Somalia, pasando por el Congo, allí están ellos. Hombres que han formado parte de un ejército y se han tenido que retirar antes de tiempo, pero cuya única experiencia laboral está vinculada a la guerra. Feinstein destaca el caso israelí: los miembros del Israeli Defence Force (IDF) debían retirarse a los 45 años, pero tenían la oportunidad de conseguir permisos para vender armas estadounidenses e israelíes con facilidad.

Con todo, sigue siendo un juego entre estados. Si China ha entrado en África con infraestructuras y armas, Estados Unidos responde con misiones de paz —asociadas a la venta de material militar— y ayuda internacional. Desde 2016 es mucho más fácil: la venta de material militar se puede computar como ayuda al desarrollo en el presupuesto anual. Feinstein pone ejemplos claros: Mubarak, en Egipto, recibió 24.800 millones de dólares en armamento. “Enormes cantidades de esto fueron sobornos al Presidente y su séquito: es la forma de mantener a los militares leales a ti”. afirma. Más tarde, fue necesario empezar de nuevo con Al Sisi: “Este es el hombre que expulsará a los islamistas, que es corruptible, con el que podremos hacer exactamente lo que hicimos con Mubarak”, concluye Feinstein. El resultado: 29.000 millones de dólares en equipamiento militar, previo paso por caja: los egipcios, por suerte, son más baratos que los saudíes. Feinstein sitúa la cifra de los sobornos entre el 15 y el 25%.

Los hijos de buena familia nunca quieren perderse una fiesta. Hablar de conflictos africanos en los años 90 es imposible sin mencionar el nombre de Jean-Christophe Mitterrand, encargado de vender armas a distintos países africanos, desde Angola hasta el gobierno de Ruanda que más tarde cometería el genocidio contra los tutsi en 1994. La privatización de la guerra, acelerada desde los 80, ha permitido que el comercio esté aún más protegido, gracias a una particular mezcla de desregulación y secretismo amparado en la defensa de información en nombre de la seguridad nacional.

La guerra civil de Sierra Leona (1991-2002) sirve como ejemplo a Feinstein para certificar que se pueden cometer crímenes con total impunidad: “Margaret Thatcher apoyó el embargo de armas a Sierra Leona en el Consejo de Seguridad de la ONU; al mismo tiempo, permitió al Coronel Tim Spicer que pudiera vender cualquier tipo de equipo militar británico en el conflicto. También utilizó mercenarios para luchar y pudo reclutar soldados para el conflicto. El gobierno básicamente le dijo: 'Mira, todo esto tiene que mantenerse en secreto porque acabamos de aprobar un embargo; pero tienes nuestro apoyo para romperlo'”. Spicer, más tarde, fundaría la compañía privada de seguridad Aegis. “Es una forma definitiva de capitalismo, porque no tienes ningún tipo de responsabilidad por lo que haces”, comenta Feinstein. Los embargos de armas crean monopolios ficticios, un mercado cautivo: los vendedores “freelance” se convierten en los únicos proveedores, hacen negocios más suculentos y ganan mucho más dinero.

La vida útil de un arma va más allá de los regímenes políticos. El muro de Berlín cayó hace 30 años, pero las armas producidas en Europa oriental siguen circulando por África. La caída del precio facilita su longevidad. Feinstein constata que Sudáfrica —conocida por su rol en negociaciones de paz en el continente— se ha convertido en el país donde las armas “se reciclan”. Vienen de Angola y acaban en Sudán del Sur. Así, Sudáfrica es el gran exportador africano de armas, ya sea por canales oficiales o no oficiales. El otro centro está en Dubai. La desregulación de su sistema financiero contribuye a “esconder los sobornos”, y su feria de armamento ya es la segunda más importante del mundo.


¿Cómo consigue las armas al Shabab?

Feinstein cita tres formas: a través de agentes, gracias a estados que simpaticen con la causa, y en los mercados secundarios: “Arabia Saudí vende material a grupos yihadistas de todo tipo. Wikileaks publicó un cable en el que Hillary Clinton admitía que los saudíes vendían material a los enemigos de Washington. Los recursos naturales pueden actuar como moneda de cambio: Al Shabab consiguió acceder a diamantes en bruto angoleños y los intercambiaron por armas, aprovechándose de un poder corrupto: “La familia Dos Santos sería capaz de vender a su abuela si alguien les pagara por hacerlo. Las licencias de exportación están controladas por burócratas sin poder que harán aquello que les pidan”, lamenta.

El petróleo, los diamantes y las materias primas son ideales para intercambiar armas eludiendo los controles. La República Democrática del Congo es un país conocido por disponer de todos esos elementos dentro de su territorio. Feinstein recuerda que diversos agentes israelíes vinculados al tráfico de armas trabajan allí.

Recientemente, Tesla anunció un acuerdo con Glencore, la multinacional de materias primas más importante del mundo, para comprar toneladas de cobalto. El cobalto es necesario para hacer las baterías de los coches eléctricos. Glencore difícilmente habría conseguido sus contratos sin la ayuda de Dan Gertler, un hombre de negocios israelí próximo al expresidente Joseph Kabila. Gertler cobrará millones por ese cobalto, según Bloomberg. Todos los involucrados son, después de todo, hombres de familia: no importa en qué punto del mundo esté Gertler, “cada viernes está en casa para la comida del Sabbath”. Otro intermediario, Arcadi Gaydamak, aprovechó que tenía nacionalidad rusa y angoleña para mediar entre ambos cuando el país africano anunció que quería pagar su deuda a los rusos. Según la investigación de Shadow World Investigations, su misión fue poner “millones de dólares” en los bolsillos de políticos y hombres de negocios. El dinero acabó en Chipre, Luxemburgo y Suiza.

Feinstein no lo tuvo difícil para contactar con los vendedores de armas. Pese a saber que su libro sería crítico con ellos, algunos no dudaron en colaborar. Uno de ellos, Joseph der Hovsepian, vio el libro como una forma de documentar su legado. La forma de encontrarlo no pudo ser más banal: a través de su página de Facebook. Der Hovsepian incluso le mandó un mail a Feinstein cuando el libro fue traducido a otro idioma. Estaba contento. Los vendedores se ven a ellos mismos como intelectuales, con vidas llenas de aventuras por todo el mundo. Algunos se ponen creativos cuando hablan de sus vidas vidas: Riccardo Privitera, el italiano, se inventó que había estado en el ejército sudafricano del apartheid, o que odiaba a los negros porque un miembro del ANC mató a su padre. Nunca había estado en el ejército de ningún país, y su padre había muerto en un accidente de coche en Italia.

Gracias a su trabajo, millones de personas en todo el mundo han sido asesinadas, consideradas “daños colaterales” en países lejanos. Las armas, sin embargo, tienen mucho que ver con el mundo rico: el 44% del material de defensa que Estados Unidos ha vendido desde 2011 ha acabado en manos de dictaduras en Oriente Medio y el Norte de África. En el caso de la UE, la cifra supera el 30%. A partir de ahí, el material circula por todo el continente africano: las armas de Libia cruzaron el desierto y alimentaron el conflicto en Mali. Uno puede llegar a trazar la procedencia de las armas, pero a partir de ahí pierde el rastro. El mercado hace el resto: un traficante hará el trabajo que, a veces, los estados externalizan. Sin su papel, muchas armas difícilmente llegarían a las zonas de conflicto. Ellos lo facilitan, lo hacen posible, dan el último paso. Son piezas de un engranaje cuyo éxito definitivo es que alguien con ganas de matar a otro goce del instrumento que le permite completar su deseo.

¿Por qué tenía Facebook der Hovsepian? Al ser un hombre que viajaba por todo el mundo, la red social le servía para mantener el contacto con sus nietos. Después de todo, nada impide que Joseph der Hovsepian sea, también, un entrañable abuelo que quiere mucho a su familia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario