Anjelica Huston and Martin Landau in Crimes and Misdemeanors (1989) |
En Edipo Rey, el primero que viola la Ley no es el hijo, sino el padre. Layo pretende matar al hijo porque de lo contrario su destino sería morir asesinado a manos de su hijo. Esta es la matriz filicida del parricidio de Edipo. En primer plano no se encuentra la transmisión del sentimiento de vida de una generación a la siguiente, sino la inmovilidad, la petrificación de un sentimiento de muerte. Algo quiebra para siempre la entrega generativa de la herencia: el infanticidio del padre se invierte especularmente en el parricidio del hijo.
Sin embargo, el hijo Edipo no deja de creer en la Ley, porque su horrible transgresión (parricidio e incesto) lleva consigo la marca profunda del sentimiento de culpa. De hecho, si Edipo se saca los ojos, es solo porque reconoce la existencia de Ley al cobrar conciencia de haberla transgredido de forma culpable. Edipo es capaz de asumir responsablemente las consecuencias de sus actos. Sabe hacerse responsable, a través de la culpa, de su propio destino. En eso el hijo Edipo parece pertenecer a un tiempo completamente ajeno al nuestro. En este tiempo hipermoderno, en efecto, la trasngresión de la Ley ya no es suficiente para definir la relación del hijo con la Ley porque es la Ley misma la que parece haber extraviado su consistencia simbólica. En lugar del drama provocado por la presencia de la Ley, nuestros hijos viven el drama del vacío de la Ley. La laceración entre Ley y deseo -sobre la que Dostoievski ha escrito páginas insuperables- ha dado paso a una inconsistencia de la Ley que genera una nueva especie de extravío. Mientras que para el protagonista de Crimen y castigo el drama se consuma en el conflicto entre su propio acto transgresor - el crimen- y el retorno de la Ley en forma de sentimiento de culpa -el castigo-, para nuestros hijos el drama se consuma frente al debilitamiento, hasta el límite de la disolución de la Ley. El problema ya no es el de cómo sustraerse a la mirada severa y persecutorioa de la Ley, sino el de una Ley que ya no sabe ver nada.
Un ejemplo clínico quizá puede ayudarnos a captar esta transición histórica.* Un joven asesino se ve forzado, una vez capturado por las fuerzas del orden, a admitir que participó en el asesinato grupal de un anciano llevado a cabo por "motivo fútiles". En las palabras con las que, en la cárcel, se dirige al psicólogo no se percibe nada que pueda remitir a un sentimiento de culpa por la atrocidad del delito cometido. Ni tormento, ni lágrimas, ni vergüenza, ningún sentimiento de responsabilidad acompaña las horas que siguen al asesinato y al encarcelamiento. Su trauma -a diferencia del de Edipo- no es el de haber cruzado de forma culpable la barrera de la Ley. Su vida no está trágicamete dividida entre el horror de su propio acto y sus consecuencias. Somos testigos, más bien, de la verificación de un trauma nuevo e inaudito: el chico le cuenta al psicólogo que, en las horas que siguieron al crimen, tuvo la impresión de que todo era idéntico a antes, de que todo seguía pareciéndole absolutamente normal. El bistró donde desayunaba, su propia casa, el recorrido que debía cubrir todas las mañanas para ir al colegio. En resumen, ese acto atroz no había cambiado nada de su vida, ni en el exterior ni en el interior: ningún tormento, ningún desgarro ético. Todo le parecía indiferentemente igual que antes. Y eso fue precisamente lo que acabó por provocar su angustia. No tanto la transgresión de la Ley, sino su encuentro con su absoluta inconsistencia. No la existencia persecutoria de la Ley -la imposibilidad de sustraerse a su mirada implacable-, sino su ceguera absoluta.** Lo que provoca la angustia del chico no es el haber podido ser visto por la Ley, sino el no ser ya visto por la Ley. Su vida y la de su mundo no han quedado afectadas en absoluto por el horror de su acto. El verdadero trauma no es, por lo tanto, la voz de la Ley que se astilla en su vida ("¡No matarás!"), sino el de que matar ya no genera ningún sentimiento de culpa, ningún sentimiento de responsabilidad. El verdadero trauma no es la transgresión de la Ley, sino la conciencia de que la propia Ley ya no tiene peso simbólico alguno, de que carece absolutamente de valor....
*F. Ansermet
**Ese es el tema que aborda con gran sensibilidad una de las películas más redondas de Woody Allen, Delitos y faltas (1989), que cuenta la historia de un ocultista de origen judío que se deshace de su amante, que se ha convertido en una carga, contratando a un asesino a sueldo. Sus sentimientos de culpa iniciales por el acto cometido se extinguirán más fácilmente de lo esperado sin causar ninguna alteración en su vida.
El secreto del hijo
Massimo Recalcati
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