Desde los suburbios empobrecidos de la península indochina hasta las barriadas obreras de Ciudad Juárez, capital del feminicidio y la maquila mundial, ¿qué experiencias comunes unen las vidas de las trabajadoras precarias a un lado y otro del mundo? ¿Qué rebeliones y resistencias dan forma a una nueva clase obrera global, feminizada y racializada, que produce para grandes emporios capitalistas?
La historia de Soy Sros me pareció tan increíble que necesité leerla varias veces y tuve que comprobar la información en distintas fuentes. La joven camboyana trabaja en la fábrica Superl, que confecciona carteras de lujo para marcas como Michael Kors, Jimmy Choo o Versace. El 31 de marzo, al conocerse el despido de un centenar de trabajadoras, Soy Sros cogió su teléfono y publicó el siguiente mensaje en Facebook: “Superl está incumpliendo las instrucciones de Hun Sen, el primer ministro del Gobierno camboyano. Ha rescindido los contratos de las trabajadoras de la fábrica, incluyendo una trabajadora embarazada, alegando la falta de materia prima debido a la covid-19”. El revuelo generado obligó a la empresa a dar marcha atrás con los despidos el mismo 1 de abril y a continuación Soy Sros borró el post de sus redes sociales. Pero la cosa no terminó allí. Dos días después, la trabajadora fue detenida por la policía, acusada por la empresa de “incitar disturbios sociales”, “difamar” y “difundir fake news”. Estuvo 55 días en una celda de 10x20 metros, hacinada con otras 70 prisioneras, sin condiciones de higiene, en medio de la pandemia. Eran tantas mujeres amontonadas allí, que no podían recostarse al mismo tiempo para descansar, debían hacerlo por turnos. Soy Sros tuvo febrícula varias veces, pero no recibió asistencia sanitaria. Dice que la ayudaron otras presas, que compartieron medicinas con ella.
Madre soltera de dos hijos, Soy Sros es referente del Sindicato Colectivo del Movimiento de Trabajadores (CUMW) de Camboya e intenta organizar a sus compañeras contra un sistema laboral basado en la precariedad y los abusos patronales. Superl Leatherware Manufacturing es un emporio textil creado en 2012, que emplea a 18.000 trabajadores y trabajadoras en sus plantas de China, Filipinas y Camboya, para la exportación a Europa y Estados Unidos. A unos metros de la Gran Vía de Madrid, en una tienda de Michael Kors, se puede comprar un pequeño bolso de piel con logotipo de la marca y tiras decorativas por 365 euros. Es más que lo que cobran mensualmente las compañeras de Soy Sros.
Se calcula que hay entre 40 y 60 millones de trabajadoras y trabajadores en la industria textil de exportación a nivel global. Son empresas especializadas en subcontratar grandes talleres con mano de obra barata en países pobres que fabrican ropa para marcas conocidas. La mayoría de las ocupadas en la industria textil son mujeres –esto es algo que se mantiene desde los orígenes del capitalismo–, y, en muchos casos, son ellas la principal fuente de ingresos en sus hogares. Largas jornadas laborales, bajos salarios y escasa mecanización; es la despiadada extracción de plusvalía absoluta, el verdadero secreto detrás de los grandes emporios de la moda.
La pandemia hizo colapsar en pocos días las cadenas internacionales de suministros, descargando la crisis con especial virulencia sobre las trabajadoras del sur global. De un lado, el freno de las exportaciones chinas impidió la llegada de materias primas a numerosos países. A su vez, grandes marcas europeas y norteamericanas suspendieron las órdenes de compra, dejando muy tocadas a las empresas proveedoras, cuando no al borde de la quiebra. Como resultado, cientos de miles de trabajadoras fueron despedidas o perdieron sus jornales en las maquilas de Bangladesh, Vietnam, Camboya, México o Centroamérica.
“No somos esclavas”
En medio de esta catástrofe, se está desarrollando una dura lucha de clases: las empresas aprovechan la excusa de la covid para barrer las nuevas organizaciones sindicales, y las trabajadoras están respondiendo con huelgas, concentraciones y protestas.
En mayo, 300 trabajadoras de la fábrica Rui-Ning de Myanmar fueron despedidas, poco después de haber registrado un sindicato. Un caso similar se vivió en la fábrica Huabo Times, donde 100 trabajadoras y trabajadores fueron enviados a la calle después de formar una organización sindical. Estas fábricas birmanas producen ropa para marcas como Zara y Primark. Las trabajadoras escribieron una carta al dueño de Inditex, exigiendo la readmisión y denunciando las condiciones laborales: “Cuando comenzó la pandemia, muchos trabajadores como nosotros continuaron fabricando su ropa, incluso cuando la dirección de la fábrica inicialmente no nos concedió medidas de seguridad como mascarillas y distanciamiento social para protegernos a nosotros y a nuestras familias de la covid-19. Ahora, la dirección ha aprovechado la crisis mundial como una oportunidad para destruir nuestros sindicatos, despidiendo masivamente a los afiliados”.
Amancio Ortega acumula una fortuna personal de 62 mil millones de euros y se encuentra en el podio de los 10 hombres más ricos del mundo. Pero poco se dice acerca de las bases de su fortuna, ese trabajo en condiciones semi esclavas. La buena noticia es que, después de varias semanas de concentrarse en las puertas de la fábrica y apoyadas por una campaña internacional de solidaridad, las trabajadoras de Rui-Ning lograron que las reincorporaran a sus puestos de trabajo.
En otra fábrica, que confecciona bolsos para los ordenadores Dell, las trabajadoras mantuvieron un piquete de huelga durante varios días. En sus redes sociales, compartieron un mensaje muy claro: “Nosotras hacemos vuestros bolsos en Myanmar. Hemos tratado de organizar un sindicato para pedir protección ante la covid-19 y hemos sido inmediatamente despedidas. No somos esclavas”.
Andrew Tillett-Saks es organizador sindical y vive en Myanmar. Conversamos sobre este proceso, tras intercambiar algunas opiniones en las redes sociales. Para él estas protestas han empezado a lograr algunos frutos: “Las trabajadoras de la fábrica de Rui-Ning ganaron la reincorporación y derrotaron al consorcio patronal con dos armas: acciones directas del sindicato dentro de la fábrica, y la solidaridad de otras organizaciones de trabajadores a nivel internacional”. El internacionalismo en este caso es algo muy concreto: “Dado que la producción y los mercados capitalistas son tan globales ahora, los trabajadores y sus luchas deben serlo también si quieren tener alguna oportunidad. En la industria de la confección, por ejemplo, los trabajadores producen en un país, el propietario de la fábrica suele tener su sede en un segundo país, y las marcas y los consumidores suelen tener su sede en un tercer país. Sin solidaridad y coordinación internacional se hace muy difícil ganar las luchas de los trabajadores”.
Los nudos que enlazan patriarcado, racismo y explotación laboral son el entramado del modelo capitalista en la industria maquiladora. “El capital utiliza el racismo tanto para facilitar la sobreexplotación de ciertos segmentos de la clase trabajadora, como políticamente para dividir a los trabajadores entre sí, y vemos ambas cosas en la industria de la confección”, asegura Tillett-Saks.
Lo novedoso es que todo indica que estamos ante una importante ola de conflictividad laboral, protagonizada por miles de trabajadoras en condiciones muy duras. Luchas que nos recuerdan a aquellas de principios del siglo XX, cuando las obreras organizaban huelgas salvajes en los centros del capitalismo mundial. Desde el terreno, Tillett-Saks nos confirma esta intuición:
“En los últimos dos años, el sector manufacturero de Myanmar ha experimentado una enorme oleada de huelgas. Casi el 90% de las trabajadoras son mujeres jóvenes, de entre 18 y 25 años, y casi todas las huelgas son autoorganizadas por las trabajadoras. A menudo son trabajadoras no sindicalizadas que se declaran en huelga por cientos de miles, y forman sindicatos mientras están en huelga. Se concentran en gran medida en la industria de la confección, pero también en otras manufacturas ligeras. En Myanmar, cada semana durante los últimos dos años, hubo nuevas y grandes huelgas. La prensa apenas lo cubre, pero es una lucha enorme que francamente empequeñece las luchas sindicales que están lanzando los sindicatos en cualquier otro país que yo haya visto. Las mujeres, por supuesto, siempre han trabajado y siempre han participado en la organización de sindicatos, pero las jóvenes que encabezan esta oleada de huelgas demuestran que las trabajadoras serán fundamentales para dirigir la lucha del siglo XXI por un movimiento obrero más fuerte y un mundo mejor”.
Paraíso capitalista, infierno de precarización laboral
Más de 15.000 kilómetros separan la capital birmana de Ciudad de Juárez, México, en el desierto de Chihuahua. Pero la experiencia vital de una trabajadora de las maquilas, a un lado y otro del mundo, se encuentra mucho más próxima.
“Paraíso capitalista, infierno de precarización laboral, emergente protesta obrera”. Así describe Pablo Oprinari, sociólogo de la Universidad Nacional Autónoma de México, la situación de la industria maquiladora en este país en medio de la pandemia. El control estatal de las fronteras, abiertas para la circulación de materias primas y mercancías, pero cerradas para las personas, permite a las multinacionales aprovechar las desiguales condiciones a un lado y otro del muro, utilizando una mano de obra cada vez más feminizada y racializada. En las últimas décadas, industrias norteamericanas se han deslocalizado al otro lado de la frontera, creando nuevas ciudadelas obreras en medio del desierto, un desarrollo combinado de tecnología avanzada y mano de obra sobreexplotada.
En el pico de la pandemia, entre el 60% y el 80% de la industria maquiladora mexicana se mantuvo produciendo, sin tomar medidas de protección para las trabajadoras y trabajadores. El norte de México se transformó así en un foco del virus, tal como había ocurrido en el norte industrial italiano. En este contexto, en el mes de abril se multiplicaron las huelgas en la maquila, con la consigna: “¡Queremos vivir!”.
Por vía telefónica, conversamos con Yessica Tzunalli Morales, quien responde nuestras preguntas desde Ciudad Juárez. Ella tiene 27 años y trabajó un tiempo en la maquila, forma parte del colectivo de mujeres Pan y Rosas.
“Los trabajadores y las trabajadoras se empezaron a contagiar de covid dentro de las fábricas. Por eso hubo protestas, “paros locos” [huelgas salvajes], porque querían que las mandaran a cuarentena. Hay un video muy famoso de una obrera que dice que ella no quiere contagiar a su hija, que es un bebé. Entonces, las mujeres fueron las que más pelearon para que la industria parara y las primeras en salir a manifestarse a decir: ‘¡Respeta mi vida!’”.
Como en otras partes del mundo, las grandes empresas maquiladoras se basan en una mano de obra muy feminizada: “Hay más de 350.000 obreras y obreros laborando en la maquila, y la mayoría son mujeres. Y de esas mujeres, muchas, la mayoría, son madres solteras. Hay una desigualdad social muy profunda, que la pandemia vino a develar aún más. Estas mujeres también cargan con el trabajo doméstico”. Ahora, con la “nueva normalidad”, muchas empresas han reorganizado los horarios: “Todo el día haciendo trabajos repetitivos, producción, producción. Doce horas dentro de la fábrica, con sueldos raquíticos. Es una explotación muy tremenda”, explica.
La maquila destroza los cuerpos. En Ciudad Juárez los cuerpos de las mujeres envejecen más rápido, hay cuerpos doloridos, cuerpos que desaparecen y cuerpos de mujeres asesinadas. Yessica Tzunalli Morales y otras activistas de Ciudad Juárez lo vienen denunciando: “Durante la pandemia el feminicidio no ha parado. Las trabajadoras salen de sus casas a las 4 de la mañana para tomar el camión de transporte de personal, pero estos no entran a las colonias, y en muchas ocasiones las obreras tienen que caminar largas distancias, atravesar parques a oscuras, solas. En ese tramo que ellas caminan, se han cometido feminicidios y han desaparecido mujeres. Por eso nosotras sostenemos que la industria maquiladora en Ciudad Juárez es caldo de cultivo para el feminicidio, por estas condiciones estructurales”.
La maquila devora cuerpos de mujeres, pero también genera nuevas olas de protestas y resistencia. “¡No somos esclavas!”, “¡Queremos vivir!”, son los gritos de insubordinación de una nueva clase obrera global, cuya mitad son mujeres. Ellas retoman los hilos rojos y morados de quienes mucho antes ya lucharon.
En 1912, las trabajadoras textiles de Lawrence, en Estados Unidos, protagonizaron la huelga de “pan y rosas”. La mayoría no estaba sindicalizada, pero comenzaron a hacerlo, apoyadas por la IWW (Trabajadores Industriales del Mundo). Miles de mujeres pararon las fábricas contra las condiciones laborales de superexplotación, largas jornadas y bajos salarios, sabiendo que podían caer presas. Crearon un comité de huelga donde se hablaba 25 idiomas, incorporando a las trabajadoras inmigrantes. Las huelguistas también organizaron de forma colectiva los cuidados, con comedores sociales, guarderías y enviando a sus hijos a otras ciudades, donde serían acogidos temporalmente por familias obreras. Después de dos meses de piquetes, enfrentamientos con la policía y enormes muestras de solidaridad (por ejemplo, los estudiantes de Harvard organizaron cajas de resistencia), la huelga logró su objetivo. Se redujo la jornada laboral y se consiguió un aumento de salario.
Desde entonces, el poema de James Oppenheim se identificó con la lucha de aquellas mujeres. Hoy lo seguimos cantando:
Mientras vamos marchando, marchando, gran cantidad de mujeres muertas / van gritando a través de nuestro canto su antiguo reclamo de pan; / sus espíritus fatigados no conocieron el pequeño arte y el amor y la belleza / ¡Sí, es por el pan que peleamos, pero también peleamos por rosas!
Mientras vamos marchando, marchando, a través del hermoso día/ un millón de cocinas oscuras y miles de grises hilanderías / son tocados por un radiante sol que asoma repentinamente / ya que el pueblo nos oye cantar: Pan y rosas! ¡Pan y rosas!
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