viernes, 26 de abril de 2019

Olor a guerra y miedo a lo invisible: las escalofriantes voces de Chernóbil

En 2015, la periodista y escritora bielorrusa Svetlana Aleksiévich se convertía en la primera periodista ganadora del Premio Nobel de Literatura. Uno de sus libros más reconocidos es Voces de Chernóbil, que refleja los testimonios de decenas de afectados recogidos durante veinte años de trabajo. Este es un viaje por sus páginas cuando se cumplen tres décadas de la tragedia nuclear.

<p>María Semenyuk jugaba con un gato cerca de su casa en el pueblo desierto de Patryshev, a 25 km de la central nuclear de Chernóbil, Ucrania, en 2011. Más de 330 residentes se negaron a ser reubicados después del accidente nuclear de 1986 y se quedaron a vivir dentro de la zona de exclusión de 30 kilómetros alrededor de la planta contaminada. / Imagen: EPA / SERGUÉI Dolzhenko</p>
María Semenyuk jugaba con un gato cerca de su casa en el pueblo desierto de Patryshev, a 25 km de la central nuclear de Chernóbil, Ucrania, en 2011. Más de 330 residentes se negaron a ser reubicados después del accidente nuclear de 1986 y se quedaron a vivir dentro de la zona de exclusión de 30 kilómetros alrededor de la planta contaminada. / Imagen: EPA / SERGUÉI Dolzhenko
 El 26 de abril de 1986, en mitad de la noche, Liudmila Ignatenko oyó un ruido y despertó. Al mirar por la ventana vio a su marido salir de la casa y le oyó decir:
Cierra las ventanillas y acuéstate. Hay un incendio en la central. Volveré pronto.
La central era la central nuclear de Chernóbil, y esa noche se produjo la explosión en su cuarto reactor. Su marido, bombero, le dijo algo cierto: había un incendio y él iba a ser de los primeros en acudir a sofocarlo. A la vez también mintió, porque ya nunca regresó.

Al día siguiente, junto con el resto de compañeros que sobrevivieron, fue trasladado a un hospital de Moscú. Liudmila averigua el nombre del hospital y viaja hasta allí para estar con él, pero los supervivientes ‘arden’ de radiactividad y los médicos desaconsejan las visitas, más aún si son mujeres jóvenes y pueden estar o quedarse embarazadas.

Ella oculta su embarazo, soborna a algunas empleadas y pasa todo el tiempo que puede con él. Aun así le dicen:
No debe usted olvidar que lo que tiene delante ya no es un marido, un ser querido, sino un elemento radiactivo con un gran poder de contaminación. No sea usted suicida. Recupere la sensatez.
Pero les ignora. Aunque lo colocan en una cámara hiperbárica, aunque usan instrumentos a distancia para evitar acercarse, ella duerme con él.

A los pocos días el marido muere. Dos meses más tarde ella da a luz a una niña con cirrosis y un defecto en el corazón. Apenas sobrevive cuatro horas. Cuenta que en su hígado había 28 roentgen de radiactividad y que los médicos no se la quieren dar. Reacciona así:
¿Cómo que no me la vais a dar? ¡Soy yo quien no os la voy a dar a vosotros! ¡La queréis para vuestra ciencia, pues yo odio vuestra ciencia! ¡La odio! Vuestra ciencia fue la que se lo llevó y ahora aún quiere más. ¡No os la daré!
*
Lo anterior es un resumen del primer capítulo de Voces de Chernóbil, el libro de testimonios sobre la tragedia escrito por Svetlana Alexiévich, premio Nobel de Literatura en 2015.

Con la ciencia de fondo borroso, los (en muchas ocasiones brutales) testimonios humanos, la falta de información, la psicología rusa, los entresijos del comunismo y, sobre todo, la amenaza invisible y latente de la radiactividad, pululan por un libro que funciona como una grabadora polifónica.

Si Truman Capote presumía de recordar “el 96% de sus conversaciones”, Aleksiévich no duda en calificarse como un “oído humano”. Un oído que más que datos parece registrar tonos. Los de las mujeres, los soldados, los científicos, algún político, los miembros de las distintas asociaciones, los evacuados, los pocos que retornaron, los niños.

Imagen relacionadaAl hojear el libro, compuesto por capítulos de coros y monólogos, uno se pregunta cómo transcribir todos esos testimonios si la autora solo usa su propia voz en un breve segundo capítulo. Cómo habrá sido su proceso para filtrar, ordenar, para componer desde su teórica invisibilidad. Seguramente, en ese collage de entrevistas hay una voz por encima de cada voz, pero apenas se hace evidente; cada testimonio adopta la misma altura.

Coros de voces horizontales y semianónimas recogidas durante 20 años describen lo que allí vivieron (y muchos siguen viviendo), y de ellas sobresalen las comparaciones con la guerra, el miedo y la temeridad ante un enemigo invisible; el tema del héroe y la víctima; la historia de un pueblo que busca en el pasado explicaciones a lo que Aleksiévich llama “una crónica del futuro”.

Un accidente civil teñido de guerra
Ya habían ocurrido Hiroshima y Nagasaki, pero cómo compararlos con Chernóbil. La explosión del reactor provocó niveles de radiactividad cientos de veces superiores a los de las bombas atómicas. Aquellas habían sido lanzadas deliberadamente, con devastadores efectos inmediatos. Esto era distinto, lo llamaban “el átomo para la paz”.

Sin embargo, ante la ausencia de referencias para explicarlo, casi todos los testimonios hablan de “una guerra”. Los rusos tiran de su pasado reciente (la II Guerra Mundial, las constantes revueltas entre las repúblicas de la entonces Unión Soviética) y no encuentran sino paralelismos: a pesar de tratarse de un accidente civil, es el ejército, armado incluso con tanques, quien acude a ocupar la zona; miles de personas son evacuadas, convirtiéndose así en refugiadas; empiezan, poco a poco, a acumularse las bajas; hay un vacío de información y el Gobierno minimiza la catástrofe.
En plena guerra fría, acusan a los países capitalistas de inventar una tragedia y entre medias desatienden consejos básicos, como repartir pastillas de yodo para prevenir el cáncer de tiroides, uno de los más relacionados con la radiación. No es de extrañar el paralelismo: aun sin enemigo, Chernóbil desprendía olor bélico.
Imagen relacionada
Los liquidadores, trabajando en el tejado del reactor - YouTube
 A pesar de ello, según Aleksiévich, “para aquellos que estuvieron allí, Chernóbil no terminaba en Chernóbil. Y estos hombres no regresaron de una guerra, sino se diría que de otro planeta”. Un planeta del futuro.

Pero por entonces no se veía así. Para el exdirector del Instituto de Energía Nuclear de Bielorrusia: “Se debía hablar de física. Y, en cambio, se hablaba de enemigos. Se buscaba al enemigo”.

El riesgo invisible
A menos que se sobrevolara o se entrase en la central, la radiación no dejaba marcas físicas, no quemaba, era invisible.

Una residente de la zona preguntaba a Aleksiévich: ¿Y cómo es? Puede que se la hayan enseñado en el cine. ¿Usted la ha visto? ¿Es blanca o cómo? ¿De qué color?
Algunos vivían con el miedo de la amenaza constante: la dosis recibida, los posibles efectos acumulándose pero aún por aparecer. Pero para muchos otros la invisibilidad minimizaba o anulaba el riesgo. Algunos se resistieron a abandonar sus casas y volvieron a ellas tras ser evacuados. El Gobierno acabó permitiendo a más de 300 de ellos, todos mayores de 50 años, residir en la zona de exclusión.

Uno de ellos, consciente del riesgo, decía: Por envenenada que esté, con toda esta radiación, es mi tierra. Ya no hacemos falta en ninguna otra parte. Hasta los pájaros prefieren sus nidos.
Otra desplaza la atención hacia una amenaza distinta, constante en su memoria: Este miedo [a la radiación] no lo conozco. A quien temo es a los hombres. A la gente armada. 

Los liquidadores: héroes o víctimas
Hasta 600.000 personas llegaron a colaborar en las labores de descontaminación de la zona de Chernóbil. Eran los llamados ‘liquidadores’. Una mayoría procedían del ejército, pero en última instancia terminaron siendo una amalgama de militares, militantes (y no militantes) comunistas obligados por el partido, y voluntarios en general muy bien pagados.

Apenas fueron informados de los riesgos, no tenían protección adecuada y las mediciones de radiactividad que se les practicaban en muchas ocasiones se trucaban o directamente se les ocultaban. Las estadísticas fluctúan inconcebiblemente según los estudios, pero la principal organización de liquidadores estima que 60.000 han fallecido y más de 150.000 se encuentran discapacitados. Tras el desastre, les llovieron las condecoraciones.

¿Fueron héroes o víctimas? ¿Se puede hacer una clara distinción?
Un liquidador: Yo no vi héroes allí. Locos sí que vi, gente a la que le importaba un rábano su vida.
Un soldado: ¿Y si nos llevan a Chernóbil? Y sonó la orden: ¡A callar! Las expresiones de pánico serán juzgadas por un tribunal militar como en tiempo de guerra.

El vicepresidente de la asociación Escudo para Chernóbil habla de los liquidadores, gente anónima que vio en aquel momento la oportunidad de trascender:
Un día discutí con uno. El hombre me quería demostrar que una actitud como aquella se explicaba por el poco valor que le damos a la vida. Que era cosa de nuestro fatalismo asiático. (...) Es la añoranza de un papel. Hasta entonces era una persona sin texto; un figurante. Y aquí de pronto se convierte en el personaje principal. ¿Qué es nuestra propaganda? Le proponen a uno morir para dar un sentido a su vida. 

Aleksiévich parece en un momento deslizarse hacia la protesta y la identificación de los culpables políticos, pero inmediatamente amplía el foco. Muestra la historia como una sucesión de hechos de desidia, de traslado de responsabilidades.

El exdirector del Instituto de Energía Nuclear: No, no eran una pandilla de criminales. Más bien nos encontramos ante una combinación letal de ignorancia y corporativismo.
Pero, ante todo, siguen planeando el futuro.

Un soldado: Regreso a casa. Voy al baile. Me gusta una chica. Me presento. Soy tal. ¿Cómo te llamas?
-Para qué. Si ahora eres de los de Chernóbil. ¡Cualquiera se casa contigo!
Y los niños, la encarnación de ese futuro. Los más sensibles a la radiación.
Una pediatra: ¿Y sus juegos? Corren por las salas del hospital uno tras otros y gritan: ¡Soy la radiación! ¡Soy la radiación! Cuando mueren, ponen unas caras de tanto asombro. Parecen tan perplejos.

El futuro presente
Aleksiévich trata de permanecer ajena al baile de cifras que diversos estudios ofrecen sobre las víctimas. Prefiere la visión de la gente y su realidad. En el único capítulo en que alza su voz dice: Este libro no trata sobre el mundo de Chernóbil. Sobre el suceso mismo se han escrito ya miles de páginas y se han sacado centenares de miles de metros de película. Yo, en cambio, me dedico a lo que denominado la historia omitida. 

Esa historia llega hasta hoy. En una página de internet se ofrecen excursiones a Chernóbil, asegurando que “durante dos días en la zona, el cuerpo humano recibe dosis de radiación equivalentes a una radiografía en el hospital o un vuelo intercontinental”.

En el epílogo del libro, Aleksiévich recoge recortes similares de periódicos bielorrusos. Dicen: “La experiencia no tiene punto de comparación con un viaje a las islas Canarias o a Miami. (…) El turismo nuclear goza de gran demanda, sobre todo entre los turistas occidentales. La gente viaja al lugar en busca de nuevas y poderosas impresiones. Sensaciones que es difícil encontrar en el resto del mundo, ya tan excesivamente acondicionado y accesible al hombre. La vida se vuelve aburrida. Y la gente quiere algo eterno”.

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Una turista en un viaje organizado a Chernóbil, 2011. / D. Markosian
 No es difícil imaginar a Aleksiévich, resignada, pensando que el futuro ha encontrado su tiempo.

Fuente: https://www.agenciasinc.es/Reportajes/Olor-a-guerra-y-miedo-a-lo-invisible-las-escalofriantes-voces-de-Chernobil

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