La respuesta habitual señala a la nueva ley electoral aprobada por un Parlamento dominado por el partido de Orbán, que ha convertido en prácticamente imposible una victoria de la oposición. Esto es cierto, pero no lo explica todo. Otro factor a tener en cuenta es que las fuerzas políticas de la oposición se han profesado un odio mutuo mayor que el que sienten por el Fidesz, y, hasta ahora, se niegan a unirse. Pero esta respuesta tampoco es satisfactoria del todo; habría bastado con que tres candidatos de la oposición se hubiesen apartado y dejado paso a un cuarto para que el Fidesz no hubiese conseguido dos tercios de los escaños en 2018. Esto sigue sin explicar por qué los más pobres, los perdedores —como, por ejemplo, la mayoría de los gitanos—, votaron a Orbán.
En el siglo pasado, muchas sociedades europeas continentales vivieron procesos similares. Algunos periodistas, sociólogos y politólogos han calificado la “democracia no liberal” de Orbán de “fascismo”, “autocracia”, “Estado mafioso” e incluso de “nacionalsocialismo”, pero yo creo que en Hungría nos encontramos ante un fenómeno nuevo. Por eso he utilizado el término políticamente neutro de “tiranía”. A pesar de ser resultado de numerosas contingencias y aunque se pueda entender en el contexto del pasado nacional, el caso húngaro no es único. La calificación de fascista aplicada al régimen de Orbán es fácil de rebatir. En Hungría hay partidos de la oposición y no existe la pena capital. De hecho, el régimen no es totalitario. Cuando recibe el calificativo de autocrático también es fácil objetar que las autocracias, incluidas las dictaduras militares, suelen sustentarse en una clase social que las respalda. “Populismo”, el término empleado con más frecuencia para describir el actual régimen húngaro, es igualmente poco preciso. Los partidos populistas no crean oligarquías, aunque bajo su dirección la corrupción y el robo puedan alcanzar grandes proporciones.
La nueva modalidad de tiranía aún no tiene nombre, pero es posible caracterizarla. La Hungría de Orbán puede servir de modelo para ello. De hecho, los sistemas de los mejores amigos del primer ministro húngaro, como Putin y Erdogán, guardan similitudes con ella. Las diferencias obedecen a las diferentes tradiciones históricas y al hecho de que Hungría es miembro de la Unión Europea, mientras que Turquía y Rusia no lo son. Aun así, la importancia de analizar el imperio de Orbán como modelo no reside en su similitud con otras democracias no liberales “realmente existentes”, sino en la atracción que este ejerce sobre otros países gobernados hasta ahora por democracias liberales.
Hannah Arendt, en su obra Los orígenes del totalitarismo, fue una de las primeras en analizar la transformación de las sociedades de clases en sociedades de masas. En el territorio bajo dominio soviético, esta transformación sucedió de forma repentina y violenta, y concluyó rápidamente. En otras partes de Europa ocurrió de forma más lenta, pero también se produjo. También en otros lugares las sociedades de clases se convirtieron en sociedades de masas. En las democracias liberales el voto cambió. Italia o Francia pueden servir de ejemplo. Allí, a lo largo de muchas décadas, los mismos partidos compitieron por el apoyo del electorado. La pertenencia a una clase social y la tradición familiar eran los factores más decisivos para los electores, y así los partidos desarrollaban sus campañas en consecuencia (sus programas abordaban salarios, impuestos, empleo, etcétera). Pero de repente ningún partido tradicional puede continuar haciendo estas propuestas; ni siquiera la promesa de renovar el Estado de bienestar consigue atraer a los votantes. Los viejos eslóganes ahora suenan vacíos. Los pobres no son una clase, no tienen intereses de clase. Las formaciones políticas convencionales, y otras organizaciones políticas, surgen de la nada. Se ha perdido la estabilidad del sistema; todo se vuelve fluido, maleable. Las ideologías sustituyen a los intereses del electorado.
La victoria en las elecciones gracias al apoyo de la mayoría en las urnas legitimaba a un Gobierno, justificadamente. Pero hoy, en muchos lugares del mundo, los mismos tiranos son elegidos y reelegidos por la mayoría. Estos regímenes no son democracias, sino tiranías. Hoy, solo las democracias liberales, es decir, los Estados con división de poderes y un sistema de controles y equilibrios, en los que se respetan y se practican las libertades civiles, pueden ser calificados de democracias. La “democracia iliberal” no es democracia.
Si los viejos partidos se derrumban y nuevas formaciones sin tradición surgen de la nada; si los tiranos pueden ser elegidos una y otra vez por la mayoría; si la riqueza se redistribuye a la inversa, ¿qué es lo que mueve a la gente? La respuesta es simple: la ideología combinada con las políticas de la identidad. Francis Fukuyama, en Identidad, su último libro, apunta a la abrumadora influencia de las políticas de identidad, y no solo en las tiranías. Estas políticas (en plural) difieren mucho unas de otras, dependiendo de la clase de “identidad” en la que se fundamenten. Puesto que me estoy refiriendo al caso húngaro, tengo en mente las políticas de identidad europeas más características y tradicionales. Desde la I Guerra Mundial, la identidad dominante en Europa es el Estado-nación, la “identidad nacional”, que puede fundamentarse en la nacionalidad, aunque en el caso húngaro (y en la mayoría de los países europeos) su base es la etnia.
“Primero quiso nuestro dinero, ahora la unidad de Europa está en juego”. F. LENOIR REUTERS |
En las elecciones de 2014, la campaña ideológica giró en torno a la defensa de los húngaros frente al aumento del precio del gas y de la electricidad, que reporta “beneficios adicionales” a los intereses extranjeros. Fidesz estableció un precio fijo y los húngaros podían ver en sus facturas cuánto les había ahorrado el Gobierno. El subtexto era obvio: los húngaros tenemos un padre, Orbán, que nos defiende a nosotros, sus hijos, así que obedezcámosle.
La crisis de los refugiados fue una fantástica oportunidad para el Gobierno del Fidesz. Orbán nunca hablaba de refugiados, ni siquiera de inmigrantes, sino de las hordas de inmigrantes. Prometió que defendería nuestro país, la cristiandad y la cultura europea de los invasores musulmanes ilegales, que violarían a nuestras mujeres, que eran terroristas, nos quitarían el trabajo y destruirían nuestra tradición. Nada de esto tenía que ver con el verdadero problema de la inmigración. En Hungría no hay “inmigrantes” ilegales. Pero Orbán y sus “mamelucos” consiguieron persuadir a una parte enorme de la población de que millones de individuos de color, hambrientos y peligrosos, estaban a punto de invadirnos. De modo que los húngaros empezaron a odiar a esos “inmigrantes”. A personas muy pobres —quienes más perdieron con el régimen de Orbán— se les preguntó por qué le votaban, y todas respondieron que porque nos protege de la invasión de inmigrantes. No habían visto ni uno solo.
Los tiranos también aprenden unos de otros. En Turquía, Erdogán eligió un rostro para utilizarlo como blanco del odio. Orbán también lo buscó y lo encontró en George Soros, un multimillonario judío de origen húngaro. Se convirtió en la personificación perfecta del diablo. Soros ha escrito sobre la emigración y es un conocido activista político. Los carteles del demonio Soros desempeñaron un papel importante en la campaña electoral de Fidesz de 2018. Muchos han señalado que esta vivificación tenía una motivación antisemita, pero no es así. Orbán no es antisemita, no tiene ninguna convicción firme, ni positiva, ni negativa. Lo único que le interesa es acrecentar al máximo su poder, y por eso utilizará cualquier ideología (incluido el antisemitismo) que le sirva para fortalecer su autoridad y satisfacer su ansia de acumular cada vez más.
La “ideología negativa” también es llamada nihilista por Nietzsche. Es la ideología del “último hombre”. Tras las elecciones de 2018, el Fidesz lanzó un Kulturkampf, una batalla cultural que nada tiene que ver con la cultura, sino con el poder.
La batalla cultural llegó a la Academia Húngara de Ciencias. Esta vieja y hasta ahora autónoma institución no solo reúne a la comunidad de los científicos punteros, sino que sus miembros forman los eslabones de la cadena de organismos de investigación científica. El Gobierno decidió que esto no puede seguir así. La investigación científica tiene que estar controlada por el Estado, porque si no, los científicos no sabrán cuáles deben ser las prioridades ni qué es más útil. (...) La ideología no puede producir resultados científicos, ni escribir poemas ni novelas. El reconocimiento no llega bajo demanda. Rákosi [primer ministro de 1945 a 1956] no pudo, Kádár [de 1956 a 1958 y de 1961 a 1965] no pudo, y Orbán tampoco podrá.
La batalla cultural se ha librado en distintos campos, en universidades y escuelas, es decir, contra las escuelas y las universidades. Se espera que las escuelas produzcan individuos buenos y obedientes, y con la excusa de que los libros de texto que reciben los alumnos son gratuitos, su contenido está determinado por la propaganda del Fidesz, sobre todo en las asignaturas de historia y literatura húngara. En lo que respecta a las universidades, el Estado nombra al denominado canciller, situado por encima del rector elegido, para que se ocupe de lo relacionado con la enseñanza. Aunque no todos los cancilleres obedecen órdenes, y entre ellos hay personas cultas y bienintencionadas, la autonomía de las universidades públicas está limitada. Los padres que se lo pueden permitir mandan a sus hijos a universidades privadas o al extranjero. Cuando acaban el bachillerato, muchos estudiantes se marchan a Londres, Viena, Estados Unidos o alguna ciudad alemana. Esto entra dentro de lo normal, pero si las circunstancias no cambian, estos estudiantes nunca volverán. Y aunque no forme parte directamente de la batalla cultural, vale la pena señalar que alrededor de medio millón de húngaros viven y trabajan en el extranjero. Dado que son, sobre todo, estudiantes e intelectuales altamente cualificados, el país sufre una grave escasez de médicos, enfermeros y otros profesionales, incluidos trabajadores especializados.
Las tiranías siempre acaban cayendo, pero aún está por ver si los húngaros saldrán de esta con la suficiente cordura, al menos, para poder empezar de nuevo. La Unión Europea es la última oportunidad que tiene la Europa continental de seguir siendo un actor política y culturalmente decisivo en la escena mundial. Si la Unión fracasa, Europa tendrá un pasado, pero no un presente y menos aún un futuro. Se transformará en un museo.
Fuente: https://elpais.com/elpais/2019/04/18/ideas/1555585620_542476.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario