La marcha del Ejército Rojo terminó con cerca de cinco décadas de relación ambivalente entre Rusia y Alemania
La Alemania reunificada no se convirtió en una potencia neutral, como muchos esperaban, sino que entró en la Alianza Atlántica
El 31 de agosto se terminaba el viejo orden mundial basado en el equilibrio simétrico bipolar y comenzaba el nuevo (des)orden mundial
La Alemania reunificada no se convirtió en una potencia neutral, como muchos esperaban, sino que entró en la Alianza Atlántica
El 31 de agosto se terminaba el viejo orden mundial basado en el equilibrio simétrico bipolar y comenzaba el nuevo (des)orden mundial
Soldados soviéticos en Berlín, 1988. |
El 31 de agosto de 1994 se despedía de Berlín el Westgruppe der russischen Streitkräfte
(Grupo occidental de las fuerzas armadas rusas). Tres años antes se
había disuelto la URSS y el espacio post-soviético comenzaba a hundirse
lentamente en una década de caos y violencia. Con el descenso de la bandera roja
del Kremlin, la noche del 26 de diciembre de 1991 terminaba
simbólicamente el orden internacional surgido de las cenizas de la
Segunda Guerra Mundial.
El Ejército Rojo, que había
entrado victorioso en Berlín el mes de abril de 1945 para poner fin al
fascismo hitleriano, abandonaba la capital alemana 49 años después
discretamente, dejando atrás casi cinco décadas de relación ambivalente
con Alemania, como siempre han sido las relaciones germano-rusas.
El vecino incómodo
A pesar de haber sufrido con diferencia el mayor número de bajas en el
conflicto, los soldados soviéticos no fueron recibidos por los alemanes
como libertadores. Según una encuesta de las potencias ocupantes
realizada en 1948, el 71% de la población alemana consideraba la
presencia de las tropas soviéticas como muy desagradable (en comparación: Francia, 30%; EE.UU., 17%; Reino Unido, 11%), un 24% como desagradable, un 4% respondía que le era indiferente y sólo un 1% la calificaba de agradable.
Los motivos de este rechazo eran diversos: desde la supervivencia de la
propaganda nazi y sus estereotipos en muchos alemanes hasta la
experiencia traumática de la guerra y la prisión, pasando por la
deportación de los alemanes de los territorios de la antigua Prusia
oriental. La mayoría de alemanes eran incapaces de interpretar el
comportamiento de muchos soldados soviéticos como una respuesta a la
brutalidad de sus tropas en el frente oriental durante la Segunda Guerra
Mundial.
En
marzo de 1954, tras la declaración de soberanía de la República
Democrática Alemana, las tropas de ocupación soviéticas estacionadas en
el país redujeron su contingente a 500.000 soldados (en 1945 había un
millón) y cambiaron su nombre por el de Gruppe der sowjetischen Streitkräfte in Deutschland (Grupo
de las fuerzas armadas soviéticas en Alemania) y, más tarde, en 1989,
por el de Grupo occidental de las fuerzas armadas rusas.
La sensación de falta de autonomía del gobierno de la RDA, unida a la
prohibición a los soldados de confraternizar con la población local,
contribuyó a la alienación mutua. Incluso durante los años de máxima
actividad de organizaciones de masas como la Asociación de Amistad
Germano-soviética (Gesellschaft für deutsch-sowjetische Freundschaft),
que llegó a movilizar alrededor de un 15% de la población, la
percepción negativa de los soldados soviéticos persistió de una forma u
otra. En la década de los cuarenta, los alemanes evitaban los "cuarteles
de los rusos" y cambiaban de acera para mantenerse lejos y evitar que
recayera sobre ellos cualquier sospecha. Cuando el Ministerio para la
Seguridad del Estado de la RDA –más conocido por su acrónimo, Stasi–
asumió su vigilancia en 1962, aún se añadió otra razón para mantenerse
bien lejos.
Ciudades secretas
Otro de los motivos para mantener a los soldados soviéticos apartados
de la población local eran las diferencias de salario y condiciones de
vida con los habitantes de Alemania oriental. Mientras un soldado raso
del Ejército Rojo recibía un salario mensual de 8 rublos (1970) y 3,80
rublos (1980), uno del Ejército Popular Nacional (NVA) de la RDA cobraba
5 marcos orientales (1960) y 15 marcos orientales (1980).
Los comandantes militares pronto vieron que el contraste entre las
condiciones de vida en la URSS y Alemania podía alimentar un trauma
psicológico adicional, ya que, aunque los soviéticos habían ganado la
guerra y los alemanes la habían perdido, las condiciones de vida de unos
y otros no parecían reflejarlo. Este resentimiento se canalizó, a falta
de otros cauces, en el comportamiento individual de los soldados fuera
de servicio, que visitaban cabarets, se emborrachaban y cometían
delitos, convenientemente exagerados por parte de los medios de
comunicación occidentales.
Todo ello llevó a la
decisión, en junio de 1947, de construir las primeras bases militares
donde vivían soldados, oficiales y trabajadores civiles con sus
respectivas familias. Lo hacían en condiciones muy modestas: los
soldados rasos estaban acuartelados en dormitorios de hasta 120 hombres y
recibían unas pocas pertenencias, los suboficiales disponían de una
sola habitación (dos si tenían niños) y los oficiales de una vivienda de
tres habitaciones si tenían familia.
A pesar de
esta vida espartana, a la que todavía había que añadir la larga duración
del servicio militar obligatorio (tres años hasta 1968 y dos a partir
de entonces), Alemania oriental no se consideraba un mal destino para
hacer el servicio militar, especialmente en comparación con otros climas
más fríos, como el de algunas zonas de la propia URSS.
Y no todos los alemanes guardaban un mal recuerdo de los soldados
soviéticos: en los setenta y ochenta, muchos se sumaron a las tareas de
ayuda en catástrofes naturales (como inundaciones) y eran considerados
en general mucho más simpáticos, generosos y dispuestos a ayudar a los
civiles que los propios soldados alemanes de la NVA. Muchos alemanes
conocían las condiciones del servicio militar soviético y se
solidarizaban con los soldados rasos. Las poblaciones cercanas a las
instalaciones del Ejército Rojo contaban también con tiendas mejor
abastecidas que los Konsum de la RDA.
Estas bases –como la de Vogelsang,
a escasos kilómetros de Berlín, que llegó a alojar misiles nucleares y
de la que partieron los tanques que sofocaron la insurrección de Berlín
en 1953 y la primavera de Praga en 1968– están hoy completamente
abandonadas. La nueva Alemania no supo darle ningún uso, ni quiso
conservarlas como un recuerdo de la presencia soviética en el país, que
tras la Reunificación pasó a considerarse como una humillación.
Desprovistas de mantenimiento, la naturaleza ha conquistado el terreno,
la vegetación cubre el suelo y escala por los muros, y los animales
salvajes duermen en los antiguos garajes para vehículos militares.
En los ladrillos de los muros que aún se conservan en pie todavía
pueden leerse las inscripciones que grabaron a navaja los soldados hace
más de dos décadas. Las instrucciones en cirílico pintadas en las
paredes van perdiendo su color rojo y blanco originales, el óxido devora
las cañerías y fusibles que han sobrevivido a la rapiña de los
visitantes que se atreven a desoír la prohibición de entrar en la zona.
Cada año que pasa, las instalaciones se parecen cada vez más a los
restos de otra civilización, cuyas últimas ruinas sobreviven a las
inclemencias del tiempo bajo la mirada atenta y severa de Lenin.
El nuevo (des)orden mundial
La retirada definitiva de las tropas rusas estaba prevista en el
llamado “Tratado 2+4”, firmado por las dos Alemanias y las antiguas
potencias aliadas. En 1991 quedaban en Alemania oriental 338.000
militares, 207.400 familiares y personal civil, 4.100 tanques, 8.000
vehículos blindados, 705 helicópteros, 615 aviones y miles de piezas de
artillería, todo ello repartido en 777 cuarteles, 3.422 centros de
instrucción y 47 aeropuertos militares. Se calcula que entre 1945 y 1991
pasaron por Alemania más de diez millones de soldados soviéticos: un
60% eran rusos, un 20% ucranianos, un 6% bielorrusos y el resto de otras
nacionalidades de la URSS.
De todo aquello hoy no
queda ni rastro, si no fuera por las miles de estelas funerarias en los
cementerios soviéticos repartidos por toda la geografía de Alemania
oriental. El derribo de estas instalaciones se lleva a cabo,
simbólicamente, con fondos de la Unión Europea.
La
salida de las tropas rusas por la puerta trasera de la nueva Alemania
comenzó con el entonces presidente de la Federación Rusa, Boris Yeltsin,
visiblemente bebido y robándole la batuta
al director de una orquesta militar alemana para dirigirla. La escena,
que fue capturada por los equipos de televisión, fue vivida por la
mayoría de rusos como una humillación que se añadía a su condición de
superpotencia hundida.
A pesar de haber contribuido a
la unificación de Alemania, Rusia tuvo que ver cómo la OTAN aprovechó
su debilidad momentánea y ocupó el vacío dejado para extenderse por toda
Europa oriental con el fin de “contener” las aspiraciones rusas a
recuperar algún día su influencia y, al mismo tiempo, garantizar la
hegemonía estadounidense. Occidente hacía así oídos sordos a la
propuesta de Mijaíl Gorbachov de crear una casa común europea desde
Lisboa hasta Vladivostok. La Alemania reunificada no se convirtió, como
muchos esperaban, en una potencia neutral –una nueva Suiza, como se
decía en la época–, sino que entró en la Alianza Atlántica.
La ampliación oriental de la OTAN significó en la práctica la ruptura
de la promesa que hizo el Secretario de Estado de EE.UU. James Baker a
Gorbachov. El error de este último fue no haber hecho que los
estadounidenses la consignasen por escrito. Y como dice el refrán: de
aquellos polvos, estos lodos.
El 31 de agosto se terminaba el viejo orden mundial basado en el equilibrio simétrico bipolar y comenzaba el nuevo (des)orden mundial.
La primera señal de importancia para una Rusia que comenzaba a sufrir
los primeros reveses, producto de la terapia de choque neoliberal, no
tardaría en llegar: el 11 de diciembre comenzaba la primera guerra de
Chechenia.
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