"Los verdugos disfrutaron
de su vejez sin el menor remordimiento, los torturadores fueron
condecorados como servidores de la libertad, los políticos del crimen y
la corrupción amadrinaron la democracia y nuestra memoria se convirtió
en vapor de agua que nunca cristalizó en lluvia purificadora"
El 26 de septiembre de 1975, cautivo y desarmado el ejército rojo y reducida la población consciente a casi la nada, el general Francisco Franco Bahamonde firmó en El Pardo las cinco últimas penas de muerte de su vida, muy a su pesar porque de haber vivido más tiempo a su mano jamás le habría temblado el pulso para salvar a España del materialismo ateo, la masonería y el comunismo, tal como afirmó en 1937 al periodista norteamericano Jay Allen cuando le preguntó si para ganar la guerra estaría dispuesto a fusilar a la mitad de los españoles. En los juicios sumarísimos celebrados en Madrid y Barcelona a mediados de septiembre habían condenado a once personas, pero la magnanimidad del Caudillo posibilitó –tal como decía la prensa del tiempo– que la pena de muerte fuese conmutada por la de cadena perpetua a seis de ellos. El 27 de septiembre, haciendo caso omiso a las peticiones de clemencia que llegaron de todo el mundo, incluso del Papa Pablo VI, Franco ordenó el fusilamiento de los cinco restantes: José Humberto Baena, José Luis Sánchez Bravo, Ramón García Sanz, Juan Paredes Manot y Angel Otaegui. A base de voluntarios de la Guardia Civil y la Policía Armada, se formaron varios pelotones de fusilamiento que fueron jaleados por muchos compañeros llegados en autobuses de distintas partes del Estado. Aunque lo permitía la ley, ningún familiar pudo estar presente en los asesinatos, tan sólo el párroco de Hoyo de Manzanares, quien dejó testimonio de la barbarie: “Además de los policías y guardias civiles que participaron en los piquetes, había otros que llegaron en autobuses para jalear las ejecuciones. Muchos estaban borrachos. Cuando fui a dar la extremaunción a uno de los fusilados, aún respiraba. Se acercó el teniente que mandaba el pelotón y le dio el tiro de gracia, sin darme tiempo a separarme del cuerpo caído. La sangre me salpicó”. Tres de los ejecutados José Luis Sánchez Bravo (33 años), Ramón García Sanz (27 años) y José Humberto Baena Alonso (24 años) fueron enterrados en la misma localidad en que fueron asesinados.
De nada sirvieron las protestas que recorrieron el mundo de norte a sur y de este a oeste. Franco y su régimen gozaban de la protección de Estados Unidos como aliado anticomunista que era y a nadie le estaba permitido tocar al vigía de Occidente. Olof Palme recorrió las calles de Estocolmo con una hucha pidiendo dinero para los familiares de las víctimas, las autoridades de la CEE hicieron saber al Gobierno de la dictadura que España nunca entraría en el Mercado Común, las embajadas de toda Europa fueron escenario de enormes manifestaciones de repulsa, incluso la de Lisboa –Portugal ya se había liberado de su tiranía– fue incendiada. En diversas ciudades vascas, Madrid y Barcelona se produjeron paros, huelgas y manifestaciones que fueron brutalmente reprimidas por la policía. Ajeno a la vida, Franco, que estaba en sus últimos días, convocó a todos los españoles a acudir a la Plaza de Oriente y demostrar su rechazo a las injerencias extranjeras. El primero de octubre de 1975, fiesta nacional que conmemoraba la exaltación del Caudillo a la Jefatura del Estado, Francisco Franco, acompañado del Príncipe heredero Juan Carlos de Borbón y Borbón, comparecía en el balcón principal del Palacio de Oriente ante una multitud enfervorizada que daba vivas a la muerte para decir: “Todo lo que en España y Europa se ha armado obedece a una conspiración masónico-izquierdista, en contubernio con la subversión comunista-terrorista en lo social, que si a nosotros nos honra, a ellos les envilece…”. Un mes y veinte días después, Francisco Franco moría como tuvo que morir ochenta años antes. Dos días después, Juan Carlos de Borbón y Borbón fue rey.
Jamás en la historia contemporánea de Europa hubo un régimen que naciera matando y muriera –o lo pareciese: sigue vivo… del mismo modo; jamás una dictadura criminal que durase cuatro décadas gracias a la protección de una democracia: Estados Unidos; jamás una tiranía asesina con cientos de miles de fusilados, torturados, exiliados, desaparecidos, sometidos, anulados que no fuese juzgada y condenada; jamás la ignominia, el desafuero y la bestialidad llegaron tan lejos para quedar impunes. Además de la coyuntura internacional que por la Guerra Fría inventada posibilitó que el amigo americano alargase la dictadura a costa del sufrimiento de millones de personas, para que todo eso fuese posible fue menester el terror contumaz, pero también la colaboración interesada de miles de personas, policías, funcionarios, tenderos, religiosos, militares, chivatos, abogados, carteros, ingenieros, negociantes, camareros y sirvientes de toda condición que hicieron posible que el olor a sangre fuese habitual entre nosotros, cotidiano.
Llegó la democracia y se hizo tabla rasa, aquí no había pasado nada. Los verdugos disfrutaron de su vejez sin el menor remordimiento, los torturadores fueron condecorados como servidores de la libertad, los políticos del crimen y la corrupción amadrinaron la democracia y nuestra memoria se convirtió en vapor de agua que nunca cristalizó en lluvia purificadora. Sin embargo, mañana día 27 de septiembre, se cumplirán treinta y nueve años del asesinato de cinco jóvenes por orden de Francisco Franco, Carlos Arias Navarro, todo el aparato administrativo franquista y los aprovechados y jaleadores del régimen más brutal que ha existido en cualquier país de nuestro entorno. Ni olvido ni perdón.
Fuente: http://www.nuevatribuna.es/opinion/pedro-luis-angosto/franco-muerte-venas-27-septiembre-1975/20140926142627107569.html
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