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GEOFFROY VAN DER HASSELTAFP via Getty Images |
LIUBLIANA – Tras el ataque ruso a Ucrania, el gobierno esloveno proclamó
de inmediato que estaba dispuesto a recibir a miles de refugiados
ucranianos. Como ciudadano de Eslovenia, sentí orgullo, pero también
vergüenza.
Cuando hace seis meses Afganistán cayó ante los talibanes, este mismo gobierno se negó
a aceptar refugiados afganos, con el argumento de que debían quedarse
en su país y luchar. Y hace un par de meses, cuando miles de refugiados
(en su mayoría kurdos iraquíes) trataron de entrar a Polonia desde
Bielorrusia, el gobierno esloveno aseguró que Europa estaba siendo
atacada y ofreció ayuda militar para colaborar con el vil intento de Polonia de rechazarlos. En la región han aparecido dos clases de refugiados. Un tuit
del gobierno esloveno publicado el 25 de febrero puso en claro la
distinción: «Los refugiados de Ucrania proceden de un entorno que en
sentido cultural, religioso e histórico es algo totalmente diferente del
entorno del que proceden los refugiados de Afganistán». Tras el
escándalo que siguió el gobierno se apresuró a borrar el tuit, pero la
verdad obscena ya estaba a la vista de todos: Europa debe defenderse de
lo no europeo. Esta idea será catastrófica para Europa en la
competencia mundial que se está librando por la influencia geopolítica.
Nuestros medios y élites la presentan como un conflicto entre una esfera
«liberal» occidental y una esfera «eurasiática» rusa, pasando por alto
el conjunto mucho más grande de países (en América Latina, Medio
Oriente, África y el sudeste de Asia) que están mirándonos con mucha
atención. Ni siquiera China está dispuesta a dar apoyo total a Rusia, pero tiene planes propios. En un mensaje
al líder norcoreano Kim Jong‑un, un día después del inicio de la
invasión rusa a Ucrania, el presidente chino Xi Jinping dijo que China
está lista para colaborar en el desarrollo de una relación de amistad y
cooperación con la RPDC «conforme a una nueva situación». Hay temor a
que China use la «nueva situación» para «liberar» a Taiwán. Lo que
debería preocuparnos ahora es que la radicalización que vemos (más
evidente en el caso del presidente ruso Vladímir Putin) no es sólo
retórica. Muchos integrantes de la izquierda liberal, convencidos de que
ambos lados sabían que no podían permitirse una guerra total, pensaron
que cuando Putin acumulaba tropas en la frontera con Ucrania se estaba
echando un farol. Incluso cuando describió
al gobierno del presidente ucraniano Volodímir Zelenski como una «banda
de drogadictos y neonazis», la mayoría esperó que Rusia sólo ocuparía
las dos «repúblicas populares» escindidas,
controladas por separatistas rusos con respaldo del Kremlin, o a lo
sumo que extendería la ocupación a toda la región del Donbás en Ucrania
oriental.
Y ahora algunos que se dicen izquierdistas (yo no los llamaría así)
culpan a Occidente por el hecho de que el presidente estadounidense Joe
Biden haya tenido razón respecto de las intenciones de Putin. El
argumento es bien sabido: que la OTAN fue
rodeando lentamente a Rusia, fomentó
revoluciones de colores en su vecindario e ignoró los temores razonables de un país que durante el último siglo recibió ataques desde Occidente. Por supuesto que aquí hay un elemento de verdad. Pero decir
solamente
eso es equivalente a justificar a Hitler echándole la culpa al injusto
Tratado de Versalles. Peor aún, implica otorgar que las grandes
potencias tienen derecho a esferas de influencia, a las que todos deben
someterse por el bien de la estabilidad global. El supuesto de Putin de
que las relaciones internacionales son una competencia entre grandes
potencias se ve reflejado en su repetida afirmación de que
no tuvo más alternativa que intervenir por la fuerza militar en Ucrania.
¿Es verdad eso? ¿Se trata en realidad de un problema de fascismo
ucraniano? Esa pregunta hay que dirigirla a la Rusia de Putin. El autor
de cabecera de Putin es Iván Ilyín, cuyas
obras se están reimprimiendo y se distribuyen entre
apparatchiks estatales y conscriptos. Tras su expulsión de la Unión Soviética a principios de los años veinte, Ilyín
propugnó
una versión rusa del fascismo, donde el Estado es una comunidad
orgánica guiada por un monarca paternal y la libertad consiste en
conocer el lugar que a cada cual le corresponde. Para Ilyín (y para
Putin), se vota para
expresar apoyo colectivo al líder, no para legitimarlo ni elegirlo. Aleksandr Dugin, el filósofo de la corte de Putin, sigue muy de cerca los pasos de Ilyín,
añadiéndole un complemento posmoderno de relativismo historicista:
«(…) las así llamadas verdades son cuestión de creencia. Creemos en lo
que hacemos, creemos en lo que decimos. Y ese es el único modo de
definir la verdad. Nosotros tenemos nuestra verdad especial rusa, y
ustedes tienen que aceptarla. Si Estados Unidos no quiere iniciar una
guerra, tienen que reconocer que Estados Unidos ya no es más el único
amo. Y [con] la situación en Siria y Ucrania, Rusia está diciendo
“ustedes ya no son el que manda”. Es la cuestión de quién domina el
mundo. En realidad, sólo la puede decidir una guerra». Pero ¿qué hay de
la gente en Siria y Ucrania? ¿Pueden también decidir su propia verdad o
son sólo un campo de batalla para aspirantes a dueños del mundo? La
idea de que cada «modo de vida» tiene una verdad propia es lo que vuelve
a Putin atractivo para populistas de derecha como el expresidente de
los Estados Unidos Donald Trump, que dijo que la invasión rusa de
Ucrania era obra de un «
genio».
Y el sentimiento es mutuo: Putin habla de «desnazificar» Ucrania, pero
no hay que olvidar que apoya a la Agrupación Nacional de Marine le Pen
en Francia, a la Liga de Matteo Salvini en Italia y a otros movimientos
neofascistas
reales. La «verdad rusa» es sólo un mito
conveniente para justificar la visión imperial de Putin, y el mejor modo
que tiene Europa para contrarrestarla es tender puentes con los países
en desarrollo y emergentes, muchos de los cuales tienen una larga lista
de quejas justificadas contra la colonización y la explotación por parte
de Occidente. No basta «defender a Europa». La verdadera tarea es
persuadir a otros países de que Occidente puede ofrecerles mejores
opciones que Rusia o China. Y el único modo de lograrlo es cambiarnos
a nosotros mismos, mediante una erradicación implacable del neocolonialismo, incluso cuando se presenta en la forma de ayuda humanitaria.
¿Estamos listos para demostrar que al defender a Europa luchamos por la
libertad en todas partes? Nuestra vergonzosa negativa a
dar trato igualitario a todos los refugiados envía al mundo un mensaje muy diferente.
Fuente: https://www.project-syndicate.org/commentary/europe-unequal-treatment-of-refugees-exposed-by-ukraine-by-slavoj-zizek-2022-03/spanish
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