Aquella Rusia de 1848 era una especie de Atenas bajo Pericles, un vergel de cultura. Nikolái Gógol, tras un periplo relativamente largo por Europa, decide volver al país eslavo. Es difícil encontrar tanto talento condensado en la historia universal de la literatura, y sólo el Madrid de principios del siglo XVII se acerca. El gran referente de Gógol, el padre de la literatura moderna rusa, Aleksandr Pushkin, había muerto pocos años antes de un balazo en el pecho en un duelo por amor. Se hallan entonces los círculos culturales de Rusia en pleno debate sobre la libertad: los ensayos de Aksákov, las tesis del recientemente fallecido Baratynski, la ciencia histórica de Granovski, el discurso narrativo de Turguéniev… Gógol, ucraniano, por cierto, se decanta, en su ultraconservadurismo, por las bondades del zarismo. Belinski le reprocha en una famosa carta a Gógol que se pliegue ante el autoritarismo Romanov. El debate es encarnizado, tanto que un joven autor decidirá leer la carta de Belinski ensalzando el liberalismo en público. Ese joven autor es Fiodor Dostoievski, y por esa lectura y su interpretación de la libertad será condenado a muerte. Estando Dostoievski amarrado al poste sobre el que habría de ser fusilado, se le conmutó la pena. Sin el debate que, a mediados de los cincuenta, se llevó a cabo entre los escritores rusos en torno a la libertad no se habrían sustentado los posteriores discursos, desde Tolstói hasta Lenin.
Tras la invasión de Ucrania por parte de los rusos, una parte de la sociedad occidental ha decidido apartar a los autores eslavos de las estanterías, de las carteleras, de las plataformas, de los colegios. Una vez más, la sociedad moderna es incapaz de separar el arte y la cultura de la realidad. Y en esta ocasión tiene aún menos sentido, pues las letras eslavas, junto a las hispánicas las más preciadas de toda la literatura universal, están plagadas de ejemplos como los narrados en el primer párrafo, es decir, de mentes brillantes que dialogan entre sí a propósito de la susodicha libertad, de la guerra, del imperialismo y de tantos otros conceptos que, como siempre, el adanista contemporáneo cree suyos en exclusividad. Pero no. Están en ellos. A menudo nacen con ellos. ¿Tiene sentido prohibirlos? ¿Tiene sentido desconocerlos deliberadamente?
Obviar las tragedias de la historia es el primer paso para repetirlas. Obviar a Turguéniev, a Gógol, a Pushkin, a Dostoievski, a Tólstoi, a Gorki o a Lenin es no sólo una muestra de profundo aldeanismo, sino una irresponsabilidad para todo aquel que pretenda comprender la base de un conflicto. Creer que, mirando para otro lado, creer que callando a este o a aquel autor en lengua rusa se soluciona algo es un ejemplo más de la inocencia de Occidente, que se apaga irremediablemente al calor de su propia ignorancia. Como en el famoso cuento de Gógol, El capote, donde el protagonista se resigna a su triste destino envuelto en una manta raída, Europa se resigna al declinar de su viejo reinado cultural envuelto en su wokismo absurdo. «Es mejor ser infeliz conociendo la tragedia que ser feliz en el país de los ignorantes», dejó dicho Dostoievski. Pues eso.
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