La científica Rosalind Franklin. Foto: Elliott & Fry/National Portrait Gallery. |
Este año 2020, Rosalind Franklin hubiera cumplido 100 años. Este artículo quiere recordar y reivindicar a esta mujer, crucial en el estudio de la estructura del ADN, como símbolo de tantas científicas protagonistas de los logros de las ciencias de la vida del siglo XX, pero tan injustamente apartadas a un segundo plano.
En esta pandemia de la covid-19, unas minúsculas partículas de virus compuestas de un ácido nucleico envuelto en proteínas arrasan con las vidas de mucha gente; invaden el espacio público y el privado mientras cautivan la imaginación y las políticas públicas de la biología. De entre las mujeres que han estudiado los virus, una de las primeras, Rosalind Franklin, lo hizo con rayos X en colaboración con Aaron Klug. Precedidos por experimentos en Estados Unidos y en Alemania, juntos participaron en unas investigaciones reconocidas muchos años después de la temprana muerte de Franklin por un cáncer del que apenas se quejó. Aquellos trabajos sobre estudios de rayos X de virus que atacaba las hojas de la planta del tabaco recibieron su premio Nobel, concedido a Klug, uno de sus más leales colaboradores. Pero no sería por sus investigaciones sobre virus por lo que se recordaría a esa mujer de ascendencia judía, culta y amante de los viajes, caminante incansable y escurridiza con la autoridad científica de su tiempo, mayoritariamente compuesta por hombres.
La fama de Rosalind Franklin se achaca a sus contribuciones a la estructura de un ácido de nombre tan impronunciable –ácido desoxirribonucleico– que solo se le conoce por sus iniciales: ADN. Antes, durante la segunda guerra mundial, había investigado con rayos X sobre la estructura del carbón para su tesis doctoral. Cuando acabó la guerra se trasladó al Laboratorio Central de Servicios Químicos del Estado, en París, donde parece haber pasado unos años felices, pese al racionamiento y las privaciones, rodeada de colegas y amistades que trabajaban sobre la estructura de carbones y grafitos y los procesos de transformación de unos en otros. Esos trabajos suyos siguen reconociéndose hoy como aportaciones pioneras al estudio de esos minerales orgánicos, fuente principal de energía de las primeras revoluciones industriales.
El origen de la fama de la cristalógrafa británica Rosalind Franklin surgió de unas palabras de desprecio por sus investigaciones, desdén que los estudios feministas han usado para la recuperación de sus logros. El centenario de Rosalind Franklin, celebrado el 25 de julio de este año 2020, ofrece una ocasión para recordar sus investigaciones como una parte –ya famosa– del trabajo de tantas mujeres en el desarrollo de las ciencias contemporáneas.
Este año 2020, Rosalind Franklin hubiera cumplido 100 años, reivindicada y recordada como una de tantas científicas protagonistas de los logros de las ciencias de la vida del siglo XX. Hábil con las manos y con las matemáticas, científica inteligente y con mucha destreza experimental, compartió experiencias investigadoras con mujeres y hombres de su generación y de otras anteriores. La manera sesgada y discriminatoria en la que la retrató James Watson en su particular reconstrucción de la historia del ADN, el tono burlesco que le ha hecho famoso, fue la espoleta del reconocimiento público a Franklin. Mintiendo sobre sus capacidades científicas y su aspecto físico, Watson ocultó en su autobiografía que fue una placa de rayos X de una molécula de ADN obtenida por Franklin lo que permitió a él y a Francis Crick proponer una estructura de espiral doble a la que hoy se llama, por razones que no sabemos explicar, hélice doble. La estructura del ADN recibió su Nobel en 1962, compartido por Francis Crick, James Watson y Maurice Wilkins, cuatro años después de que Franklin muriera, a los 37 años, y un poco antes de que esa molécula de estructura aparentemente sencilla se convirtiera en un icono de la biología en el último tercio del siglo XX.
Los objetos científicos que reciben reconocimiento mundial permiten hablar de investigaciones colectivas. Los que Franklin analizó, cuyas estructuras calculó en plena aparición de los programas de ordenador que tanto aportarían a la cristalografía de rayos X, se suman a los de las científicas que le precedieron en ese campo que emergió con la pasión de muchas mujeres, entre ellas Kathleen Londsdale, Helen Megaw, Dorothy Crowfoot-Hodgkin, y muchos hombres, los Bragg, padre e hijo, y John Desmond Bernal entre los más influyentes.
Tampoco la bióloga francesa Marianne Grunberg-Manago pudo compartir reconocimiento por una proteína que detectó y activó: fue Severo Ochoa, bajo cuya dirección trabajaba, quien recibió el reconocimiento de haberla descubierto y su premio Nobel en 1959. Al recordarlo, Grunberg-Manago decía estar contenta porque la PNPasa –así se conoce a tal enzima, proteína catalizadora de lo que se creyó era la síntesis de otro ácido nucleico, el ARN– le había dado muchas satisfacciones. La institución Nobel, con su contribución anual a la reconstrucción heroica de individuos –el masculino hace mayoritariamente al caso– distorsiona la historia de la ciencia por eso mismo, mientras llena de melancolía al número enorme y creciente de especialistas que no lo reciben y al reconocimiento de la actividad investigadora como una tarea colectiva de mujeres, hombres, instrumentos y subvenciones sobre todo públicas.
Solo en 2004, 46 años después de su muerte, Rosalind Franklin tuvo una entrada acorde a sus méritos en el Oxford Dictonary of National Biography. Su memoria alienta el relato historiográfico inclusivo del que estamos, sin embargo, aún lejos.
Fuente: https://elasombrario.com/rosalind-franklin-gran-cientifica-no-reconocida/
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