: Isabel Da Silva Azevedo |
De pronto, mientras camino por el centro de la ciudad, me obliga a detenerme, me roba el pensamiento, volviéndome del derecho o del revés según me pille con las tormentas por dentro o el corazón por fuera, esa propiedad acústica del aire que en todas las edades obra su prodigio.
De espaldas a la luna de un escaparate, un hombre ajeno al vaivén de la muchedumbre, las mejillas hinchadas, sopla seriamente un saxo. No lo puedo no escuchar. Me ahogaría si no inhalase ahora este oxígeno sonoro. Y, como yo, otros transeúntes, remedando la quietud de los maniquíes del escaparate, se paran ante el artista, atraídos por el encanto irresistible de la fluencia musical.
Noto cómo dicha fluencia se expande a la manera de una onda líquida a través de mis órganos y comunica al pecho un ritmo gozoso de latido. Y noto, con perdón, que me corre por dentro un río de ternura, un río sin orillas, cuando compruebo humildemente emocionado que la misma especie que ataca y destruye, que se desangra y agoniza, es capaz de suscitar la belleza.
Ya está la música colmándome con su bálsamo melódico. Ycierro los ojos para mejor abandonarme a los efectos de la delicada melodía y cruzo así, sin necesidad de proponérmelo, la linde que separa nuestro mundo diario de ruidos infernales y silencios opresivos, de esa dimensión que conforma por sí sola, en cualquiera de sus variantes, la música, añadida al universo por el diminuto hombre creativo.
Miro las caras a mi lado, ensimismadas y soñadoras las unas, sonrientes en el deleite las otras, abiertamente regocijadas aquellas de quienes no pueden abstenerse de seguir el ritmo con el cuello o la punta del zapato. No menos que la pericia del saxofonista callejero disfruto en este instante de la paz fraterna entre desconocidos. Mis monedas en la escudilla no agradecen menos lo uno que lo otro. Aprieto a continuación los tres minutos de agua feliz que he recogido en la palma de la mano y reanudo mi camino.
Fernando Aramburu
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