Madame de Pompadour junto a un pupitre lleno de libros. óleo por M. Q. de la Tour. Museo del Louvre. |
Antes de la industrialización de la imprenta en el siglo XIX, los costes de impresión eran muy elevados, no sólo a causa de la mano de obra, casi artesanal, sino también por los impuestos y trabas burocráticas. A principios del siglo XIX, en Francia, una novela recién publicada podía valer un tercio del salario mensual de un jornalero. Las librerías eran de tamaño modesto, poco más que una recámara junto al taller de impresión. Se publicaban relativamente pocos libros; apenas un millar hacia 1700 en Francia, uno de los países más avanzados.
A lo largo del siglo XVIII, sin embargo, el gusto por la lectura se extendió y la producción de libros se incrementó notablemente. Hacia 1775 se publicaban al año en Francia 4.000 títulos, entre legales y clandestinos. La mayoría tenían tiradas modestas, pero algunos se convirtieron en grandes éxitos; de ciertos textos de Voltaire se hicieron más de 40 ediciones, La nueva Eloísa de Rousseau superó las 70, y de la Enciclopedia de Diderot y D’Alembert, en 36 volúmenes, se vendieron en Europa un total de 24.000 ejemplares, lo que supuso un pingüe negocio para los editores.
Para atender la demanda de los lectores surgieron en las principales ciudades grandes bibliotecas públicas, abiertas no sólo a los estudiosos sino también a los «curiosos», los amantes de la literatura. El fondo de Magliabechi, por ejemplo, formó el núcleo de la Biblioteca Nacional Florentina, que abriría sus puertas en 1747. En 1712 se inauguró la Biblioteca Real en Madrid, en 1753 la Biblioteca Británica y en 1786 la Biblioteca Braidense de Milán. También se abrieron al gran público muchas bibliotecas de colegios, conventos y universidades, como las de Yale (1701), el College de Nueva Jersey (1750), o la Biblioteca Joanina de Coimbra (1755).
Poco antes del estallido de la Revolución Francesa, sólo en París se contaban hasta 18 bibliotecas públicas. Entre ellas estaba la Biblioteca Real, antecedente de la actual Biblioteca Nacional de Francia. En 1720 se estableció que estaría abierta al público general «un día a la semana, de 11 de la mañana a 1 de la tarde»; en ese tiempo los bibliotecarios debían «estar en las salas, gabinetes y galerías de la Biblioteca para satisfacer la curiosidad de todos aquellos que acudieran por deseo de instruirse». A finales de siglo los horarios se habían ampliado y cada día acudían a la biblioteca en torno a un centenar de personas.
El gusto por los debates y las tertulias intelectuales sobre temas científicos, literarios y políticos hizo que nacieran espacios de lectura compartida. Por ejemplo, en 1731 Benjamin Franklin fundó en Filadelfia la Library Company siguiendo una novedosa fórmula para financiar la adquisición de fondos bibliográficos: la suscripción. Con otras cincuenta personas, Franklin creó un fondo para adquirir volúmenes en las librerías de Londres y formar con ellos una biblioteca para todos. La aportación inicial fue de 40 chelines, y la cuota anual, de 10. Una década más tarde la biblioteca tenía 400 libros, que eran más de 2.000 en 1770. Según el propio Franklin, la biblioteca abría los sábados por la tarde, de 4 a 8. Los miembros podían tomar prestados libros gratuitamente, mientras que los demás debían depositar una fianza y abonar una pequeña tarifa por la lectura.
Una fórmula parecida fue la de las bibliotecas de préstamo, llamadas en Inglaterra circulating libraries. Eran una iniciativa privada, impulsada por los mismos libreros, que ofrecían a sus clientes la posibilidad de tomar prestadas las últimas novedades del mercado editorial a cambio de una cuota –mensual, trimestral o anual– más módica de lo que les costaría comprar los libros......
Para rentabilizar los préstamos, los editores impusieron la fórmula de las novelas divididas en tres volúmenes, que se prestaban sucesivamente. Esto hacía que muchos lectores, tras leer el primero, se impacientaran por los siguientes. A principios del siglo XIX existía un millar de estas librerías en Gran Bretaña, que funcionaban también como lugares de encuentro y lectura de la prensa. Una de ellas, la de la Señora Wright e Hijo, en Londres, se anunciaba así: «Este establecimiento está situado en North Street, en la esquina con New Road, y contiene entre 7.000 y 8.000 volúmenes de historia, biografía, novelas y las mejores publicaciones modernas. La Sala de Lectura es frecuentada por damas y caballeros, y recibe diariamente una profusión de periódicos ingleses y franceses, así como semanarios y revistas». En Francia estos clubes se llamaban «cámaras de lectura» y estaban presentes en todas las ciudades comerciales. Un viajero inglés explicaba que tenían «tres salas: una para la lectura, otra para la conversación y una tercera para la biblioteca; en invierno se hace buen fuego y hay velas».
Un caballero inglés lee las Odas de Horacio, en latín, en el sofá de su casa. Óleo por François Vispré. Museo Ashmolean, Universidad de Oxford. |
Quienes no podían permitirse una suscripción individual tenían la alternativa de leer la prensa en las mencionadas bibliotecas de préstamo, o bien en los cafés, bares y tabernas, cuyos dueños vieron en la oferta de periódicos una oportunidad para atraer clientela. Había también lectores «profesionales», que formaban corrillos o que iban de casa en casa para leer las noticias del día. De esta forma podían mantenerse informadas las personas analfabetas, los ancianos o, como sucedía en Cuba en el siglo XIX, los obreros de las fábricas de cigarros a los que un compañero les leía novelas populares.
Aparte de los libros propiamente dichos, en el siglo XVIII circularon impresos de carácter más popular, de baja calidad y de consumo instantáneo, como pliegos sueltos, cartillas, estampas, catecismos, relaciones de comedias, almanaques, calendarios y breves relaciones de sucesos.
Los impresos llamados "gacetas de los pobres" eran muy rentables para los talleres de impresores, y daban sustento a humildes vendedores ambulantes, como los ciegos, que desde 1727 disfrutaron en España del derecho exclusivo de vender por las calles gacetas e impresos parecidos. En París se contabilizaban 120 vendedores callejeros (colporteurs) de almanaques y pregones, distinguidos con una insignia de cuero que probaba su pertenencia al gremio. Gran parte de esta literatura se dirigía al mundo rural, lo que ayudó a que las tasas de analfabetismo fueran reduciéndose sensiblemente.
Al mismo tiempo, a lo largo de la centuria se desarrolló mucho la edición clandestina, de obras satíricas, pornográficas, antirreligiosas o políticamente radicales que allanaron el camino para el estallido revolucionario en Francia, en 1789, o en la América española, a partir de 1808. A veces se trataba de ediciones piratas con una finalidad puramente económica. Muchos impresores de Suiza y Holanda, por ejemplo, se especializaron en producir libros para el mercado francés a mitad de precio, según denunciaban los editores franceses.
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