Gracias a la tecnología, en el año 2007, un equipo científico internacional se propuso describir en detalle el largo viaje del pequeño charrán [1]. Y para ello utilizaron novedosos geolocalizadores, miniaturas sensibles a la luz de apenas 1,4 gramos, lo bastante ligeras para poder ser portadas por aves que pesan poco más de 100. Estos rastreadores son capaces de recopilar información sobre los cambios de luminosidad a lo largo del día durante años (la hora en que amanece y anochece), permitiendo así inferir, a los investigadores, el camino seguido por las aves.
Pero, para ello, era necesario colocar un sensor en la pata de los charranes y esto no es tan sencillo como podría parecer. Los charranes árticos son célebres, en primer lugar, por realizar la mayor migración conocida del reino animal. En segundo lugar, por su gran agresividad defendiendo el nido. Cada verano, los charránes viajan a sus colonias de apareamiento en el Ártico. Allí forman parejas monógamas que suelen durar toda la vida y ponen sus huevos directamente en el suelo, escasamente protegidos de no ser por el posible camuflaje y la atenta vigilancia de los progenitores. Probablemente por ello, ante cualquier amenaza, el charrán se lanza en picado sobre el presunto agresor, veloz cual obús emplumado y dispuesto a herir fieramente las coronillas de los pobres investigadores árticos, que no rara vez vuelven con menos pelo del que llevaron, a sus casas.
Pese al clima extremo y la dolorosa lluvia de charranes, en junio de 2007, Carsten Egevang y su equipo consiguieron colocar hasta 70 trampas en dos colonias de apareamiento de Groenlandia e Islandia, si bien sólo 11 sensores pudieron ser recuperados al verano siguiente (localizar al mismo charrán dos años seguidos, puede ser una tarea no apta para miopes). Con todo, la información fue suficiente para arrojar nuevos datos sobre la migración del charrán y trazar un mapa detallado ( aquí el archivo de Google Earth). A finales de agosto, los miembros de las colonias emprenden su viaje hacia el sur, en grupos pequeños (menos de 15 aves) y siguiendo rutas diferentes sobre el Océano Atlántico: unas más cercanas a la costa africana y otras a la de Suramérica. Los caminos de estas aves sólo parecen coincidir en determinados puntos de especial interés, zonas ricas en alimentos como el Norte del Atlántico (donde las aves “repostan” durante casi un mes en Septiembre), o su destino final en el Mar de Weddell, una zona rica en krill donde los charranes descansan hasta emprender su rápido regreso en Abril. El camino de vuelta sí parece más homogéneo: los charranes surcan el Atlántico fomando una amplia “S” alejada de la costa, que podría tener su explicación en los vientos favorables para un viaje más rápido (de hecho, los charranes completan este recorrido en apenas 40 días).
Después de todo un año, algunos de los charranes árticos estudiados habían llegado a recorrer hasta 80.000 Km en su migración. Una distancia que, sumada a lo largo de 30 años de vida, les permitiría viajar 3 veces a la Luna y volver. Un viaje incansable a través de todo el planeta y sus distintas regiones climáticas, para contentarse, únicamente, con el peculiar verano polar y el incesante brillo del sol de medianoche (de hecho, es el animal que recibe más luz solar a lo largo de su vida). Resulta difícil imaginar cómo este peculiar modo de vida ha llegado a ser “rentable” para estas aves. Me divierte imaginar que quizás, como enormes polillas, los charranes viven persiguiendo la mayor bombilla que ilumina nuestro planeta. O quizás, como tantos trabajadores en estas fechas, se niegan rotundamente a que se les acabe el verano.
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