Fuente: http://elpais.com/elpais/2012/07/19/opinion/1342710838_352755.html
Hace poco más de un decenio, el llamado milagro español nos exaltaba y provocaba la admiración del mundo entero. Nuestro presidente del Gobierno, el héroe de la reconquista del islote de Perejil y miembro del famoso trío de las Azores que emprendió la noble y fructuosa (¡cifras cantan!) cruzada de liberación de Irak y la neutralización de sus armas mortíferas, aseguraba a quien quisiera oírle que España se había zafado de la funesta influencia francesa y había recuperado la grandeza perdida desde la época del emperador Carlos V. Los hechos o, por mejor decir, la información de los hechos, le daban la razón. España era la octava potencia mundial en términos económicos, los mercados alentaban nuestro imparable crecimiento y la marca España no era solo, como hoy, la de Nadal, el Real y el Barça, sino la de todo un país que caminaba con paso firme y resuelto por la recta vía del progreso y de la prosperidad.
Eran los tiempos del ladrillo y del crédito fácil, de la feliz llegada del euro, de la culminación gloriosa de una transición democrática que servía de modelo urbi et orbi, de proyectos y obras faraónicas y de dinero derramado a espuertas.
Pero los milagros —con excepción de los científicamente demostrables por cámaras ultrasensibles en Lourdes y Fátima, según su Santidad Benedicto— no existen y en 2008, tras la quiebra de Lehman Brothers, inesperada para los accionistas crédulos, pero no para sus directores ni para las hoy célebres agencias de notación, aquellos apresuraron a privatizar los beneficios de la venta de sus activos tóxicos en favor de los responsables de la bancarrota y a “socializar” las ingentes pérdidas a costa de los estafados. Después de una sarta de noticias funestas a los largo de 2009 y 2010, abrimos finalmente los ojos y, como dicen en Cuba, “caímos del altarito”. El sueño se había desvanecido y el despertar fue amargo.
Lo de un país rico pero pueblo pobre es una constante de nuestra historia. En la época imperial evocada por José María Aznar, el oro de las Indias recalaba en España. No obstante, lo que no era invertido en la construcción de palacios e iglesias y en gastos suntuarios pasaba directamente a manos de los negociantes y banqueros de Génova y Ámsterdam. A diferencia del pragmatismo luterano, calvinista o anglicano forjador del moderno capitalismo según señaló Werner Sombart, el catolicismo hispano acumulaba sin medida fincas rústicas y heredades inmobiliarias y rechazaba por razones de hidalguía el comercio y la fabricación de bienes útiles. España, pese a los esfuerzos de los ilustrados y regeneracionistas y las actividades productivas de los llamados indianos, se descolgó del progreso europeo y quedó rezagada en su furgón de cola. A fines de los cincuenta y comienzos de los sesenta del pasado siglo, la conjunción de la salida masiva de emigrantes a una Europa a la que política y económicamente aun no pertenecíamos, con la entrada igualmente masiva de turistas procedentes del todo el Viejo Continente, y la llegada al Gobierno de los ministros tecnócratas del Opus Dei, cambiaron las cosas. Estos últimos fueron nuestros calvinistas: desculpabilizaron al catolicismo de sus siempre ambiguas relaciones con el sistema de producción y espíritu de empresa del capitalismo, y asumieron el lema de “por el dinero hacia Dios”. Como previmos algunos en fecha tan temprana como 1964, el régimen franquista se desplomaría a la muerte del Caudillo no por la acción de una izquierda aferrada al recuerdo de su lucha heroica durante la Guerra civil, sino por la transformación de una sociedad que nada tenía que ver con la que se había alzado a poder por la fuerza de las armas 25 antes.
Estamos al cabo de un ciclo histórico y una crisis de civilización. Habrá que exigir responsabilidades....Más información
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