domingo, 31 de enero de 2021

Atrapados en ‘The Wire’

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Una calle de Baltimore. MÓNICA G. PRIETO

Baltimore (Estados Unidos) es un icono de la criminalidad con más muertes per cápita que México, Honduras y El Salvador.

BALTIMORE (MARYLAND). En las calles de West Baltimore, desconchadas y desiertas salvo por algunos mendigos, traficantes y clientes del trapicheo, las bandas callejeras se pasean con una impunidad descarnada. Flamantes coches color crema con las ventanas bajas revelan a hombres con la cara tatuada que desafían el rojo de los semáforos, pendientes de sus teléfonos, de camino al siguiente encargo. En una esquina, una joven corre tras un hombre que se escabulle saltando por una valla. «¿Estás intentando colocarle droga a mi primo, hijo de puta? ¡Te vas a enterar! ¡Tú te metes con los míos, y yo me meto con los tuyos!» .

El ambiente en Baltimore es inquietante y desgarrado, pero eso no lo sabía el sirio Khaled Heeba cuando llegó con sus ancianos padres tres años atrás, pensando que dejaba atrás el infierno de la guerra y por fin hallaba la seguridad que le permitiría construir un futuro. Sobrevivió al conflicto en su Damasco natal durante tres largos años antes de huir a un lugar seguro. Cruzó la frontera hasta Egipto, donde trabajó 14 horas al día para mantener a su familia, a la espera de que el programa de reasentamiento de refugiados le asignase un destino.

El día en que le comunicaron que había sido admitido en Estados Unidos, pensó que su mala suerte había acabado: podría reunirse con su familia paterna, que regentaba un local de pizzas en la ciudad de Baltimore. «Venía con toda su ilusión», explica cabizbajo su primo Mansoor, de 19 años, en el interior de Vizzini’s Pizza, en una pausa del horneado. «Aprendió inglés desde cero, trabajaba incansablemente, todo el mundo le apreciaba».

El 7 de febrero, se quedó a cargo de tres últimos repartos antes de acudir a la mezquita, donde le esperaba su familia. «Cuando volvimos no estaba aquí. Sonó el teléfono y era el último cliente, enfadado porque su comida no había llegado». Al equipo de Vizzini’s, habituados al infierno de Baltimore, se les heló el corazón. El padre, el tío y la hermana de Khaled acudieron a buscarlo. Cuando vieron tres coches patrulla en torno al vehículo de reparto supieron que era demasiado tarde.

«Vieron su cuerpo tendido en un charco de sangre. Tres agentes tuvieron que sujetar a mi tío para impedir que corriera hacia él. Aún hoy se siguen atormentando con su destino, con la muerte de Khaled y con el error que cometieron instalándose en Baltimore«, articula el joven. 

A sus 31 años, la irónica muerte de Heeba no desafía las crueles estadísticas de Baltimore, un icono de la criminalidad –con más muertes per cápita que México, Honduras y El Salvador– consagrado por la magistral The Wire. El asesinato del refugiado solo fue uno más de los 335 registrados en la ciudad de 600.000 habitantes el pasado año, y, como el resto, la investigación resulta estéril.

«El inspector nos dijo que le sorprendió un incidente y que bajó del automóvil para auxiliar a alguien. Un hombre encapuchado le disparó al pecho», explica Mansoor. Murió por disparos como otras 296 víctimas de 2020, en medio de la calle y a plena luz del día. Sus familiares no tienen ninguna esperanza en la investigación. «Será cerrada próximamente, como la mayoría. No creemos que nunca se haga justicia», añade el primo de Heeba.

Las bandas se pasean con impunidad por West Baltimore. MÓNICA G. PRIETO

«Baltimore es la ciudad norteamericana más letal no sólo por el número de asesinatos per cápita, también porque cuando alguien es disparado allí, tiene más posibilidades de morir. Una de cada tres víctimas de disparos muere, no a manos de la policía, sino de las bandas. Hay una cultura armada distinta a la del resto de ciudades, mucho más despiadada, porque cuando alguien dispara allí usa un calibre mayor, a menor distancia y más veces», explica Sean Kennedy, investigador asociado del Maryland Public Policy Institute y autor de varios informes sobre criminalidad en la ciudad. 

No siempre fue así. Tras un breve renacimiento de la seguridad en la ciudad entre 2000 y 2009, el crimen violento se disparó, hasta aumentar un 65% desde 2014. En 2019 alcanzó el terrible récord de 348 muertes violentas tras pasar 27 años batiendo marcas, una cifra muy similar a la de 1993, cuando se registró la peor estadística de su historia con 353 asesinatos, pero en aquel entonces contaba con 130.000 residentes más que en la actualidad. Porque la población de la localidad –a la que no queda nada del encanto con el que se conocía a la ciudad en los años 70– se encoge a fuerza de desesperación y violencia. Kennedy calcula que 130.000 residentes –todo aquel que se lo puede permitir– ha buscado un hogar fuera de sus límites desde 1993 esperando encontrar seguridad.

«Nuestra tasa de criminalidad armada se sale de los gráficos»

«En 2016, cuando Chicago tuvo un año asombrosamente sangriento con 762 homicidios, su tasa de homicidios per cápita seguía siendo la mitad de Baltimore. En 2018, las cifras de Chicago cayeron a una cuarta parte de las de Baltimore», incide Kennedy desde la cafetería de Washington donde hablamos. La criminalidad llegó a ser endémica en las urbes estadounidenses, pero fue frenada en todas, excepto en Baltimore.

Hoy en día, se produce una terrible ironía: la llegada de un nuevo jefe del Departamento de Policía en 2019, Michael Harrison, frenó la tendencia, aunque las cifras siguen siendo trágicas. «A nivel nacional, en las principales 50 ciudades del país se ha incrementado el número de homicidios per cápita en números de dos dígitos, salvo en la ciudad de Baltimore, donde ha habido un leve descenso del 3%», explica por teléfono Willy Moore, analista y miembro de la junta de asesores de Safe Streets, una de las organizaciones que lucha contra la criminalidad mediante la mediación pacífica. «Aún así, nuestra tasa de criminalidad armada se sale de los gráficos. Suele imprimirse una lista anual de las ciudades del mundo más violentas, con más homicidios, por cada 100.000 habitantes, y Baltimore está desde hace años entre los 25 primeros puestos. Es algo atroz», señala Moore.

A diferencia del resto, la violencia en Baltimore es más descarnada y cruel. En 2020, 212 de las víctimas recibieron disparos en la cabeza, signo de que habían sido sentenciados; en 2018, la cifra ascendía a 309, según la Unidad de Homicidios del Departamento de Policía. El 38% de los fallecidos y criminales había cometido previamente crímenes armados, pero seguían en las calles porque la confianza en el sistema ahuyenta las denuncias y espanta a los testigos. De las víctimas de 2020, siete tenían menos de 10 años y, sin embargo, el número de arrestos disminuyó en todo el año. ¿Qué está pasando con Baltimore?

Hace años que Baltimore está entre los 25 primeros puestos de la lista anual de las ciudades más violentas del mundo. MÓNICA G. PRIETO

El origen de la criminalidad, como ocurre con la del resto del país, remite a finales de los años 80 y principios de los 90, cuando la heroína y el crack –producto de la escandalosa política de la Administración Reagan Irán-Contra– inundó las calles de Estados Unidos criando una generación de drogodependientes alimentados por bandas callejeras que manejaban tanto dinero como influencias e impunidad, hechos que inspiraron la popular The Wire. Una imagen perpetuada por la realidad, porque Baltimore se ha quedado atrapada en el tiempo.

«Cuanta más droga, más crimen, y el crimen atrae más droga. La esperanza de vida de esos jóvenes afroamericanos es menor que la del resto lo cual les lleva a maximizar su placer lo más rápido posible», explica en su despacho de Baltimore Robert Embry, presidente de la Fundación Abell y con una larga trayectoria en cargos políticos locales. «A eso se añade el enorme desempleo, y crecer en comunidades pobres con muy pocos padres presentes. El índice de familias monoparentales en la comunidad afroamericana de Baltimore es del 82%, y sus madres tienen que trabajar, lo que se traduce en que los niños se crían en el barrio», añade.

«Cada año he perdido, de media, a entre 10 y 15 conocidos y vecinos por muertes violentas»

La práctica totalidad de Baltimore, con la excepción de una estrecha franja de terreno donde habitan los blancos, donde tiene su oficina Abell, tiene apariencia de gueto. Hay barrios mejores y peores, como el Distrito Oeste, al noroeste de la ciudad. Apodado el Salvaje Oeste por sus ciudadanos, las calles abandonadas y destartaladas, revelan su condición marginal mediante las planchas de madera llenas de grafitis que ciegan puertas y ventanas, los traficantes que vocean su mercancía a gritos en las esquinas y atienden a sus clientes encorvándose en las ventanas de los coches que se aproximan, dejando entrever fajos de dólares envueltos por gomas elásticas, y la ausencia de mujeres, niños o ancianos en las aceras. Los pocos que llegan lo hacen en coche y apenas recorren unos metros antes de meterse en sus casas

Marvin Cheatham vive en el corazón del barrio, cerca de la avenida West North Avenue, donde a cada pocos metros un ramo de flores o unas guirnaldas recuerdan a la víctima de un homicidio. En una de las casas tapiadas, un cartel destrozado reza: «Dejemos de matarnos entre nosotros». «Cada año he perdido, de media, a entre 10 y 15 conocidos y vecinos por muertes violentas. En los últimos años solíamos tener ocho homicidios por año en el barrio, pero hace tres años la cifra se disparó a 18 y desde entonces tenemos 50 asesinatos al año«, estima Marvin, apodado Doc, presidente de la Matthew A. Henson Neighborhood Association y responsable comunitario. «De los nueve distritos de Baltimore, hay tres especialmente malos y en los últimos 10 años el Distrito Oeste se ha consagrado como el peor. Al menos hemos detectado 50 establecimientos que venden alcohol en nuestro distrito, y medio centenar de puntos de distribución de drogas», continúa.

«En general, Baltimore ha sido muy violenta a través de los años, pero las cosas se pusieron un poco mejor en los 2000, aunque imagino que para los estándares europeos suena a locura. La muerte de Freddy Gray volvió a disparar la violencia. Podemos discutir por qué ocurrió, pero no cuándo ocurrió. En cualquier otro lugar del mundo han mejorado las estadísticas de violencia en relación a décadas anteriores, incluso en Chicago, mientras en Baltimore seguimos con cifras propias de El Salvador», explica Alec MacGillis, reportero de ProPublico, en una de las escasas cafeterías de Baltimore abiertas durante la pandemia. 

MacGillis se refiere a Gray, el particular George Floyd de Baltimore, un joven de 25 años arrestado en West Baltimore por posesión de arma blanca (una navaja) totalmente legal en 2015. A Freddy le metieron en una camioneta de la Policía de Baltimore: pese a que la comisaría estaba a cuatro calles de distancia, el traslado se demoró 45 minutos tras los cuales el joven estaba inconsciente, no respiraba y su espina dorsal estaba dañada de forma irreversible a causa de una conducción agresiva empleada por los agentes.

Tras siete días en coma, falleció. Un video ciudadano mostraba a Grey en el momento de su detención gritando de dolor ante la indiferencia de los agentes, a quienes pedía a gritos su inhalador para el asma. Como escribía MacGillis en The Atlantic: «Las protestas estallaron con disturbios y saqueos. Poco después, el fiscal jefe anunció cargos penales contra los oficiales involucrados en el arresto. Sus colegas respondieron descuidando su trabajo, haciendo solo lo mínimo en las siguientes semanas. Con ese vacío de poder, las bandas tomaron nuevas esquinas para vender drogas y ajustaron viejas cuentas. Los homicidios aumentaron a niveles récord y el cierre de casos se desplomó. «La policía dejó de hacer su trabajo y dejó que la gente jodiera a otras personas», dijo Carl Stokes, ex concejal demócrata de la ciudad de Baltimore, el año pasado. ‘Punto. Fin de la historia'». 

Las calles están desiertas en West Baltimore. MÓNICA G. PRIETO

Impunidad, estigma y desconfianza en el sistema

Eso explica que menos del 35% de los asesinatos derive en arrestos en Baltimore. La impunidad es espeluznante. En su libro Guettoside –traducido en España como Muerte en el Gueto y publicado por la editorial Capitán Swing–, Jill Leovy lo explica así: «Allí donde el sistema de justicia penal no reacciona con firmeza ante los heridos y los muertos por violencia, el homicidio se hace endémico. Los afroamericanos han padecido precisamente esa falta de una justicia penal eficaz, que es la principal causa de la duradera peste de homicidios de negros en el país. Específicamente, […] no se han beneficiado de lo que Max Weber llamó el monopolio estatal de la violencia, el derecho exclusivo del Gobierno a usar la fuerza con legitimidad. Tal monopolio proporciona a los ciudadanos autonomía legal, el conocimiento liberado de que el gobierno perseguirá a todo el que viole su seguridad personal. Pero la esclavitud, el sistema Jim Crow [que legalizó la segregación racial] y las condiciones de la población negra en casi todos el territorio de EEUU durante varias generaciones han impedido la formación del monopolio. Y teniendo en cuenta que la violencia personal estalla irremisiblemente donde falta el monopolio estatal, el resultado son las muertes de miles de estadounidenses al año». 

En el fondo subyacen problemas endémicos como la crisis económica permanente y persistente, la desesperanza y el factor racial: el 62% es comunidad negra, lo cual implica peores sueldos, peor educación, peores oportunidades, mayor estigma y muchísima más indiferencia ante sus crímenes, algo extensible al resto del país. «En Washington, el año pasado hubo 200 muertes violentas: solo tres víctimas fueron blancas«, pone de relieve MacGillis. «Aquí ocurre lo mismo, la muerte de un blanco atrae escándalo y titulares, mientras que la de un afroamericano pasa inadvertida. Prácticamente todas las víctimas son afroamericanas. La criminalidad en Estados Unidos se cobra vidas negras de forma desproporcionada», añade, incidiendo en que solo un 13% de la población norteamericana es afroamericana, pese a ser víctimas de todo tipo de desamparo.

«El factor racial es uno de ellos, aunque hay otros y la situación es mucho más compleja. En Baltimore, el 25% de sus habitantes vive oficialmente por debajo del límite de la pobreza, y según los expertos la cifra real es más cercana al 30% o el 40%, pero muy pocos matan a nadie o trafican con drogas, y la mayoría de la violencia está relacionada con las drogas. Quizás traten de hacerse ricos más rápido, porque en las bandas no tienen que ir al colegio o trabajar para hacerse ricos. Quien se gradúa tampoco vende drogas, pero no es un problema de acceso a la educación porque sí existe, aunque la calidad puede llegar a ser terrible y buena parte de la población no sabe leer o escribir, ni hacer simples cálculos matemáticos, a pesar de que son nativos en inglés», explica Kennedy. 

«El problema está más relacionado con la confianza. Alguien dispara a alguien a plena luz del día y quienes le ven hacerlo no creen que la policía le vaya a atrapar o consideran que, si lo hacen, le soltarán muy pronto. No confían en que el fiscal le meta en prisión, ni que el alcalde devuelva la seguridad a las calles y cree trabajos. No creen en el sistema«. Esa pescadilla se completa con otros factores: policías desmotivados y sin recursos –hay 500 agentes menos que hace una década y los arrestos han caído un 48% en los últimos cinco años– que no confían en los testigos; fiscales que no se atreven a cuestionar la dudosa honradez de los agentes –la corrupción policial está extendida en Baltimore– ni protegen a los testigos y eso crea lo que Kennedy define como «un círculo vicioso».

«Lo contrario es un círculo virtuoso, cuando tienes fe en el sistema y confías en las instituciones. Quieres ser un buen ciudadano y denuncias los malos comportamientos a la policía confiando en que te protejan apartando de las calles a quien los comete y, a cambio, cumples el deber de testificar en un juicio contra el asesino, a cara descubierta porque lo exige la legislación, porque confío en que el sistema me proteja y meta al criminal en prisión. Y eso, además, implicaría que el menor que presenció el asesinato piense: ‘yo no quiero acabar en prisión, ni quiero morir vendiendo drogas’. Pues bien, eso no ocurre en Baltimore. Allí no hay consecuencias y cuando la gente hace lo correcto, no es recompensada por ello«, añade Kennedy.

«Existe cierta frustración, la sensación de que Baltimore no tiene solución»

En definitiva, es la impunidad que pesa en el ambiente como una fuga de gas tóxico que lo envuelve todo. Los barrios están impregnados de violencia. Los destrozos, las cintas amarillas de la policía, las puertas y ventanas tapiadas, ocasionales manchas de sangre en las aceras, coches vandalizados y restos de lunas y carrocería omnipresentes y, sobre todo, los grupos de adolescentes que trapichean a plena luz del día. Un domingo a las 11:00 hora local, frente al Mercado de Lexington –el más emblemático de la localidad–, un coche con dos ocupantes baja la velocidad al paso de uno de estos jóvenes, que no sobrepasa los 20 años. «Hey, yo… ¿Tienes un poco?», le pregunta el copiloto mientras saca por la ventanilla un billete de 20 dólares, que el chaval intercambia por una pequeña bolsa de droga. Al otro lado de la acera, una patrulla de la policía observa el tráfico de armas sin intervenir: da la impresión de que pretenden disuadir los tiroteos, no impedir que la droga envenene las calles de Baltimore. Las escenas son escalofriantemente corrientes, como lo son las sirenas de las ambulancias que ponen su particular banda sonora a la ciudad. 

Las puertas y ventanas están tapiadas. MÓNICA G. PRIETO

«Baltimore no está del todo desesperada, está falta de esperanza. Hay un sentimiento de futilidad, de nihilismo, y no me refiero a los ciudadanos sino a los políticos. Existe cierta frustración, la sensación de que Baltimore no tiene solución. Cuando aparecieron los primeros casos de Covid en EE. UU., surgió un chiste muy representativo: «14:00 horas. El coronavirus hace su aparición en Baltimore. 14:01. Abatido a tiros el coronavirus en Baltimore». Hay un meme que reaparece cada año, antes de Navidad, que muestra a Santa Claus poniéndose el chaleco antibalas para entrar en Baltimore.

«La verdadera tragedia de Baltimore es que la gente atrapada, las madres, abuelas, los padres y los tíos de quienes matan están atrapados, no sólo por las armas y las drogas sino también por la situación económica. No tienen escapatoria», aduce Kennedy. 

En el desangelado Distrito Oeste, el septuagenario Marvin Cheathman coincide en que la desesperanza es clave a la hora de comprender las exorbitantes tasas de criminalidad. «El sistema ha colapsado. Hace 20 años, estas casas estaban llenas de vida, había trabajo, teníamos industrias y siderurgia y los niños estaban escolarizados. Había violencia pero nunca fue así. Creo que en general a nadie le importa la situación, ni siquiera a nosotros mismos, hemos aceptado que no podemos cambiarla. No hay bastante gente que se preocupe por el resto, ni políticos que lo hagan, no hay bastante fe para cambiar las cosas. En esta comunidad hay ocho parroquias y no hacen lo suficiente, como tampoco lo hacen las asociaciones comunitarias. Tenemos demasiado por hacer y demasiada poca voluntad». 

Su asociación se dedica a promover los servicios públicos e identificar problemas e irregularidades, pero una vez que llegan a las autoridades, las sugerencias mueren en un cajón. La pandemia solo empeora a medio y largo plazo las expectativas de una ciudad condenada por su normalización del crimen, un infierno en la tierra, como decía una de las compañeras de Khaled, sobrecogida por la idea de que escapara de la guerra para terminar en otra clase de conflicto igualmente letal.

Los colegios cerrados dejan a los niños sin educación ni alternativas a la calle. «Aquí en el distrito Oeste no tenemos supermercados, así que la alimentación de la mayoría de las familias que no tienen coche es terrible, no es sana. Las autoridades han cerrado tres escuelas, tenemos la mayor tasa de ex convictos residiendo en el barrio y varios centros de rehabilitación de drogas, más que en cualquier otro distrito», explica Marvin Cheatham. «La salud mental, que ya era mala, se está resintiendo enormemente, y eso lleva a más violencia», dice.

La pandemia podría agravar la criminalidad en Estados Unidos

«A corto plazo, no se ha visto un incremento dramático de los crímenes desde la pandemia pero a largo plazo cabe pensar que aumentará, porque a menor educación, menos posibilidades de conseguir un empleo y más de sentirse atraídos por actividades ilegales que les permitan obtener ingresos», añade Embry, en un argumento en el que coincide Willy Moore. «El COVID no va a cambiar los problemas inmediatos de la criminalidad, pero los va a perpetuar a largo plazo».

Los primeros informes apuntan a que la pandemia podría agravar la criminalidad en el resto del país. «Los confinamientos, George Floyd y todas sus derivaciones con la anarquía, así como el sentimiento de impunidad que alimentó, y el hecho de que no se rindan cuentas es la clave del actual repunte de la criminalidad, algo que se está extendiendo a otras ciudades», alega MacGillis.

«En Filadelfia, por ejemplo, hubo una disminución espectacular de la violencia en la última década o dos, solía ser como un Baltimore de mayor tamaño pero en el último año, los resultados fueron terribles, no tan malos como aquí pero espectacularmente negativos», añade el periodista. «Hace unos tres años pensé en escribir un libro llamado Disparo de Advertencia, sobre cómo Baltimore puede convertirse en la vía que sigue el resto. Pero la ciudad es diferente al resto en muchos sentidos, como la demografía, dado que es la segunda ciudad con más población negra de EE. UU. por detrás de Detroit, y la realidad del racismo, de la desigualdad, de la discriminación es diferente al resto«.

La sensación de derrota es generalizada. Quien no se involucra en la violencia –la ingente mayoría– parece haberse rendido. Apenas hay viandantes en los barrios pobres, y la pandemia ha llevado al cierre de los pocos negocios que salpican las calles. Los residentes viven virtualmente encerrados por miedo a las bandas y al virus, e incluso las iglesias –antes, el único reducto de vida comunitaria, muchas de ellas implicadas en la disminución de la violencia– han cerrado para minimizar contagios entre los feligreses. No hay protección, ni servicios sociales, ni sanidad, ni una educación decente ni nada que se parezca a los servicios que un gobierno da a su comunidad. El sentimiento de abandono es total.

Apenas hay viandantes y la pandemia ha obligado a los pocos comercios a cerrar. MÓNICA G. PRIETO

¿Y la sociedad civil? La desesperanza no doblega el espíritu de lucha de una comunidad harta de crímenes y de condenar a sus hijos a la violencia, aunque hay episodios que les parten en dos. Ocurrió el pasado 17 de enero, cuando uno de los más valientes y destacados activistas fue abatido en plena calle, una vez más a plena luz del día, de un disparo inequívoco en la cabeza. Dante Barksdale, uno de los fundadores de Safe Streets –la organización de ex reclusos reformados, dedicada a patrullar las calles para detectar incidentes y mediar pacíficamente con los concernidos para desactivar tensiones– era un icono para la ciudad desesperada por su propia redención.

Era el sobrino de Nathan Barksdale, el traficante de opio conocido que inspiraba el personaje de Avon Barksdale en The Wire, y el propio Dante había cumplido ocho años de condena por tráfico de crack antes de sufrir una transformación radical e inspiradora. Su vida en el lado oscuro y su conocimiento del mundo criminal fue su mejor baza cuando se reconvirtió, en 2008, como agente civil del orden ante la pasividad del sistema, con la esperanza de limpiar su pasado dejando un legado positivo para su comunidad y al grito de «resolución de conflictos y mediación».

«Aunque estoy devastado por la pérdida de mi hermano en la lucha por salvar vidas en Baltimore, no permitiré que quienes le mataron violentamente apaguen la luz de su trabajo», dijo el alcalde Brandon Scott. «El trabajo de Dante salvó vidas. Su muerte es un recordatorio aleccionador de lo peligroso que es trabajar en primera línea«, sentenció.

Uno de los fundadores de la organización Safe Streets fue abatido en plena calle el 17 de enero. MÓNICA G. PRIETO

«No creo que su muerte afecte de forma distinta al resto. La posibilidad de que se arreste a su asesino es mucho menor aquí que en cualquier otra ciudad de Estados Unidos porque tenemos menos detectives y menos posibilidades de que los testigos testifiquen porque no funciona bien el sistema de protección de testigos», apostilla Embry. «Eso no lo voy a ver yo», rechista Marvin desde el Distrito Oeste. «Fue un buen hombre, que desafió una vida terrible para ayudar a los demás pero no sabremos nunca quién lo mató», remata el anciano antes de desaparecer en su destartalada vivienda de West Baltimore. «Si alguien lo vio, nunca se atreverá a denunciarlo por miedo a ser el siguiente».

 Fuente: https://www.lamarea.com/2021/01/29/atrapados-en-the-wire/

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