viernes, 27 de noviembre de 2020

Trabajar por la utopía, no por su plusvalía (I)

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Rameez Sadikot

 Las utopías han sido vilipendiadas durante décadas. Sin embargo, imaginar mundos nuevos y mejores es fundamental para hacer frente a la crisis ecosocial.

En la utopía que da nombre a las demás, propuesta por Tomás Moro en 1516, una de las características que asombran al visitante es lo poco que se trabaja: solo seis horas al día, repartidas en dos turnos de tres. El Marte al que viaja el protagonista de Estrella Roja, de Alexander Bogdanov, es también un planeta en el que se trabaja lo justo y siempre para servir al conjunto de la sociedad. Los ejemplos, como detalla la periodista Layla Martínez, son innumerables.

Además, la búsqueda de la ausencia de trabajo se muestra, en muchos casos, no como un absoluto, sino como una forma de obtener algo más básico aún: una cierta libertad, algo de control sobre cómo y por qué vivir. Es el caso de un tipo de narración que no suele encuadrarse como utopía, aunque en muchos aspectos lo sea: las historias de piratas. Nadie diría que los piratas no trabajan: al revés, el ocuparse de un barco, ya sea en tiempos de paz o de guerra, es una tarea ardua y, en muchos casos, letal. Navegar, carenar, cocinar y calafatear, abordar, degollar y conseguir botín no son trabajos ligeros. Pero parece sensiblemente mejor llevarlos a cabo para beneficio de uno mismo y sus compañeros que para la armada imperial española o un rico comerciante holandés. 

Pero no son los piratas ni los campesinos relativamente relajados y libres de Tomás Moro los que vienen a la mente cuando se habla de utopías. Hoy en día, la palabra utopía tiene una connotación negativa. La acusación de utopismo, de proponer soluciones que se salen del estrechísimo margen de lo aceptable, descalifica al rival en el campo del debate político. Si te sales del esto es lo que hay, estás políticamente muerto. Incluso para la ficción es más fácil presentar distopías diferentes de la que vivimos que mundos inequívocamente mejores.

Este rechazo generalizado a la utopía viene, en parte, de que ya vivimos en una. O, mejor dicho, en un mundo hecho de cachitos de utopías. Solo que, en palabras de China Miéville, no son las nuestras. Son la del que ha soñado con poder comprar tierra en cualquier parte del mundo en cualquier momento, la del que quiere vivir de alquilar pisos sin trabajar, la de quien sueña con almorzar una especie protegida cada día. Pronto: la del que quiere veranear en Marte, dejando atrás un planeta que percibe como agotado. Las utopías son, pues, posibles. 

Es evidente que el orden existente es injusto para la mayoría, y que el esto es lo que hay puede convertirse muy rápidamente en cenizas y devastación social ecológica a escalas, ahora sí, verdaderamente distópicas. La crisis ecosocial, de la que el cambio climático antropogénico era la cara más evidente hasta la llegada de la COVID-19, solo va a empeorar. El imaginario neoliberal no da más de sí, y solo ofrece iteraciones cada vez más desesperadas de las recetas que le han funcionado: extraer valor de las personas, animales y ecosistemas, cada vez más, cada vez más rápido. 

¿Qué hacer ante esto? ¿Se puede ser utópico en esta situación? ¿Tiene sentido? Pensamos que sí. Es más necesario que nunca trabajar para liberar nuestros imaginarios de la colonización que han sufrido en beneficio de los intereses particulares de unos pocos. Quizá nuestra tarea jamás haya sido tan difícil, pero lo que es seguro es que no va a volverse más fácil. Aunque la situación sea inédita en su gravedad, disponemos de un amplio canon del que coger ideas. Cientos, miles de personas pensaron mundos que aún no hemos sido capaces de convertir en realidad. Mundos sin pobreza, sin discriminación por razón de género o raza, sin esclavitud. Sociedades que existen en total equilibrio con su entorno. Hay para elegir

El problema, claro, es cómo pasar del mundo realmente existente, del mundo de la devastación ecológica, la desigualdad creciente y las respuestas a la pandemia basadas en el mercado a cualquiera de las sociedades más o menos ideales descritas arriba. ¿Cómo soñar con el replicador de alimentos de Star Trek si la realidad es una tos que no sabes si es o no un síntoma letal, acompañada de dos horas de transporte público, nueve de jornada laboral y veinticuatro de incertidumbre? 

Quizá podamos empezar por algo más cercano, algo que nos parezca factible y, a la vez, muy beneficioso: que las dos horas de transporte público tengan lugar solo cuatro y no cinco o seis días a la semana, que las nueve de jornada laboral sean siete. Desde luego, esto habría que acompañarlo con la garantía de que los sistemas públicos de salud siguen funcionando y con seguridad laboral y económica. Pero de eso hablaremos en otro momento. 

Por ahora, nuestra modesta propuesta, como la de los piratas antes, puede consistir en algo fácilmente imaginable. Un hilo que, en diferentes momentos y lugares, une a un grumete sevillano de quince años sin alfabetizar, una institutriz victoriana y un campesino kazajo: la idea de que, quizá, no es necesario pasar más de un tercio de nuestra vida adulta al servicio del enriquecimiento ajeno. Que es posible reducir la jornada laboral y a la vez transformar el trabajo. Convertir el tiempo que pasamos enriqueciendo a nuestros jefes en tiempo para nosotros y para los nuestros. Que el primer paso para cambiar de abajo arriba el mundo puede ser, sencillamente, recuperar el control de una mayor parte de nuestra vida. Que podemos trabajar menos para vivir mejor, que es algo política y materialmente factible. 

Y, a partir de aquí, empezar a trabajar por la utopía, no para su plusvalía.

 Fuente: https://www.climatica.lamarea.com/trabajar-por-la-utopia/

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