Si el sueño de futuro de las mentes que dirigieron la tecnología en los 80 hubiera sido sostenible, en estos momentos la humanidad no tendría que enfrentarse al desastre climático, la crisis energética y el colapso ecosistémico
Si el sueño de futuro de las mentes que dirigieron la tecnología en los 80 hubiera sido sostenible, en estos momentos la humanidad no tendría que enfrentarse al desastre climático, la crisis energética y el colapso ecosistémico
La comunicación es una necesidad básica, a veces tan importante como la alimentación, por eso, cuando un canal se establece como referencia, se convierte en un monopolio de facto. Si la tecnología 5G llega a convertirse en el estándar de comunicaciones, nadie podrá quedarse atrás.
En las pasadas décadas hemos vivido varias oleadas de obsolescencia programada y renovación forzada de los equipos informáticos. Pero es difícil no darse cuenta de que las épocas de despreocupado consumismo del siglo XX se han acabado. La crisis de la covid nos ha mostrado con claridad que las cosas más esenciales para nuestra vida (el sistema sanitario, la alimentación, los cuidados, la educación, las relaciones sociales) no están en absoluto aseguradas. ¿Es este el mejor momento para una nueva obsolescencia masiva? Las administraciones públicas, por ejemplo, deberán elegir en los próximos años entre renovar sus equipos de comunicaciones o contratar personal para la sanidad, el transporte público o la enseñanza. ¿No se nos ocurre otra cosa mejor en que invertir miles de millones de dólares que en conectar nuestra televisión, nuestra nevera y nuestro robot aspirador al internet de las cosas justo cuando estamos al borde de la catástrofe climática?
Se nos suele presentar la evolución de la tecnología como el curso natural de la historia, como si ésta avanzara por un gradiente natural hacia la satisfacción de las necesidades de los compradores de la forma más eficiente y barata. Pero dudo de que las cosas sean así. Existen instituciones en todos los países que subvencionan la investigación en las universidades públicas y eligen, cada año, los sectores que se consideran prioritarios a la hora de dirigir los proyectos. En EE.UU., por ejemplo, la institución que más subvenciona la investigación en las universidades es el ejército, quien, en algunos años, ha aportado más del 50% de los fondos.
En 1998, cuando yo era una estudiante de doctorado, tuve una curiosa conversación con unos investigadores norteamericanos que conocí en un congreso de robótica. Estos ingenieros afirmaban que la línea prioritaria de sus departamentos en aquellos años era investigar en vehículos autoguiados, aunque tenían la impresión de que no servían para nada. Tanto ellos mismos como el resto de los participantes en la conversación pensábamos que había miles de cosas más útiles que estudiar y nos reíamos al pensar quién quería ser el voluntario a subirse el primero a uno de esos coches. Pero los investigadores norteamericanos aseguraban que prácticamente todos los fondos de I+D de su sector en aquellos años iban a dos cosas: vehículos autoguiados y nanotecnología.
Hace 30 años ya había alguien en alguna institución norteamericana dirigiendo la investigación hacia sistemas de comunicaciones similares a lo que ahora llamamos 5G, porque son la base que permite los vehículos autónomos. Es evidente que la tecnología de los vehículos autónomos no surgió en aquella época guiada por las necesidades de los consumidores que, ni entonces ni ahora, sentimos que tener un coche que se conduzca solo sea una de nuestras necesidades más acuciantes.
Hay sueños de futuro que dirigen el devenir de la tecnología y de la sociedad sin que sepamos muy bien de quién proceden. Estas ideas, disparatadas en ocasiones, tienen a veces una extraña tozudez y son capaces de drenar el dinero público hacia ellas, incluso cuando todas las evidencias muestran que son sueños insensatos. En España hemos tenido buena muestra de ello. Hemos visto lo difícil que ha sido cambiar el sueño de “progreso y modernidad” del AVE, que se ha llevado inversiones millonarias, incluso décadas después de que los datos confirmaran que era una inversión ruinosa.
Si, en lugar de los anónimos personajes que apostaron por los vehículos autoguiados, las directrices de investigación hubieran estado en manos de personas como Dana Meadows y Masanobu Fukuoka, a estas alturas nuestra tecnología sería completamente diferente. En lugar de vendernos el internet de las cosas la industria nos estaría vendiendo el último modelo de vivienda de cero emisiones, la más avanzada gestión permacultural de los suelos agrícolas y productos industriales con un porcentaje de reciclado cercano al 100%. Si el sueño de futuro de las mentes que dirigieron la tecnología en los años 80 hubiera sido una tecnología sostenible, en estos momentos la humanidad no tendría que enfrentarse al terrible problema del desastre climático, la crisis energética y el colapso ecosistémico que amenazan el futuro de nuestros hijos.
Pero la verdad es que habría sido difícil que estas destacadas figuras del ecologismo hubiesen dirigido el devenir tecnológico dentro de la economía capitalista, porque las tecnologías sostenibles tienen un gran “defecto”: no venden muchas cosas.
La agroecología, por ejemplo, aúna un conocimiento científico sobre los suelos y los ecosistemas muy avanzado (más que el de la agricultura de insumo químicos) pero es una tecnología que se basa en dejar que la naturaleza haga las cosas. Por ello no necesita muchos tractores, ni insumos, ni drones, ni invernaderos verticales, ni ingeniería genética. Lo que necesita es algo muy diferente: agricultores bien formados. Tampoco la arquitectura bioclimática ni la movilidad sostenible venden demasiado, porque lo que necesitan son arquitectos y albañiles que sepan trabajar de otra manera y urbanistas que sepan diseñar ciudades donde el coche no sea necesario. Por otro lado, la transición energética requiere tecnologías de captación y almacenamiento de energía renovable, pero, sobre todo, necesita personas que sepan vivir, producir y ofrecer servicios utilizando poca energía. Y no debemos olvidar de que la “tecnología” que más necesitamos en estos momentos es el cuidado de las personas y la gestión de las relaciones humanas, labores completamente imprescindibles para que no caigamos en dinámicas de caos y/o autoritarismo en esta difícil transición.
Las tecnologías que realmente necesita la transición energética, las que realmente combaten el cambio climático, las únicas que nos pueden permitir enfrentarnos con éxito al colapso ecosocial, no necesitan muchos aparatos y, desde luego, no necesitan 5G. Lo que realmente necesitan son buenos profesionales, es decir: personas bien formadas, bien remuneradas y capaces de enfrentarse con creatividad a los enormes retos de este siglo. Pero la inercia insensata del capitalismo dirige el desarrollo tecnológico muy lejos de estas tecnologías sencillas en lo material y sofisticadas en lo humano y sólo nos vende aparatos cada vez más sofisticados, menos útiles, y cada vez menos y menos sostenibles.
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