sábado, 7 de noviembre de 2020

Innerarity: “No se trata de combatir a Trump, sino de abordar los problemas que lo explican”

Conversación con el escritor y catedrático de Filosofía Política

daniel innerarity
Daniel Innerarity. / EFE

 El filósofo Daniel Innerarity (Bilbao, 1959) atiende a cuartopoder para reflexionar acerca de los cambios a los que hoy se ven sometidos los sistemas democráticos. Por supuesto, las últimas elecciones estadounidenses y la previsión de que haya cambio de huésped en la Casa Blanca tienen lugar en una conversación en la que los efectos de la pandemia en la política y en las sociedades son los protagonistas. Por algo, este catedrático de Filosofía Política, profesor en la Universidad del País Vasco entre otras, publicaba este fatídico 2020 Una teoría de la democracia compleja: gobernar en el S.XXI y Pandemocracia: una filosofía de la crisis del coronavirus, ambas obras en Galaxia Gutemberg.

- ¿Hasta qué punto que sea Biden, y no Trump, dada la capacidad centrífuga estadounidense hacia el resto del mundo, puede influir en el avance o retroceso de los populismos en otros lugares?

-No es lo mismo una ratificación de las políticas de Trump que una debacle electoral a efectos de la ejemplaridad que tiene y el efecto imitación que pueda tener en otros países. Tampoco es lo mismo que gane Biden con una diferencia mayor o menor. El trumpismo, aunque esté tan vinculado a un personaje tan peculiar como él, tiene a millones de personas que lo apoyan a pesar de los datos negativos, su estilo de gobierno o la mala gestión de la pandemia.

La reflexión que deberíamos hacer es que, de acuerdo, no es la persona más oportuna para dirigir el país o satisfacer las demandas ni de aquellos que le han votado, pero deberíamos prestar atención a los motivos por los cuales millones le siguen votando a presidente del Gobierno. En lugar de despreciar el populismo, deberíamos tratarlo como síntoma de algo profundo. No se trata tanto de combatir a Trump como de abordar los problemas que explican su surgimiento y mantenimiento. Esto tiene que ver con el cambio de la cultura política, con la financiarización de la economía, con el miedo al otro que se produce en sociedades abiertas como las nuestras…

- “La democracia está para que cualquiera pueda gobernarnos, lo que implica que nuestro esfuerzo se dirija hacia los procedimientos y reglas a los que nuestros dirigentes tienen que atenerse, y no tanto al casting político”. Esto escribía en un artículo en El País cuando hace cuatro años Trump fue vencedor de las elecciones estadounidenses. ¿Qué esfuerzos estima oportunos hoy en las democracias liberales para garantizar la buena salud de estas?

-Incluso este pequeño lío del recuento de votos o que la última palabra la tenga el Tribunal Supremo nos dice de la importancia que tienen los procedimientos y las instituciones que equilibran la voluntad de los gobernantes. Si Trump no ha hecho durante cuatro años todo aquello que hubiera deseado hacer y no continua en el Gobierno, a pesar de haberse declarado vencedor de las elecciones, es porque hay un conjunto de instituciones que hacen su papel.

Para que la democracia funcione, ha de haber voluntad popular y, al mismo tiempo, unas instituciones que la protejan frente a liderazgos que no la respetan. Años de democracia nos han enseñado que es bueno que la vida política se desarrolle en un equilibrio de fuerzas y que nadie tenga una palabra definitiva y no haya espacio para comportamientos unilaterales. Lo que está pasando en Estados Unidos es buen ejemplo de esto.

Que Trump, en plena campaña electoral y contraviniendo una norma no escrita, nombre a una juez del Supremo tampoco le asegura nada. No va a actuar como una correa de transmisión de quien la nombró, seguramente tenga más en cuenta el juicio de sus pares y su prestigio profesional a la hora de decidir que la voluntad de quien la nombró. Esto es un buen ejemplo de cómo, a las instituciones, hay que hacerlas más resistentes de aquellos que las encarnan en un momento determinado.

-Durante estos meses, ha reflexionado sobre cómo la pandemia ha golpeado a los populismos, pero ha advertido de que las democracias tenían que responder en términos de salud e igualdad a la covid-19. Pasados unos meses, ¿qué valoración hace de la respuesta de las democracias a la pandemia?

-Sigue siendo válida la primera intuición de que a los líderes populistas esta crisis les pillaba con el pie cambiado. Y es que esta crisis revalorizaba tres cosas que para el populismo son despreciables: el valor de la ciencia y los expertos, la idea de un liderazgo compartido y no vertical y la idea de comunidad global. Estos tres elementos han hecho que el populismo sufra un gran golpe. Lo hemos visto en las elecciones norteamericanas, las habría ganado Trump de calle con su plan inicial antes de esta crisis: la economía crecía, había un repliegue sobre los intereses del propio país, una desatención hacia la posición de Estados Unidos en el nuevo orden global…

Esa idea inicial debería complementarse con una pequeña reserva: si los sistemas democráticos no resuelven esto con eficacia, se puede generar un malestar, una rabia, de la que viven muchos fenómenos reactivos de este estilo. Fenómenos que no buscan una solución para un determinado problema, sino que expresan el malestar general sobre la falta de soluciones. Dependerá mucho de cómo los sistemas políticos democráticos sean capaces de solventar esto.

Hay una paradoja que me llama mucho la atención de estos últimos meses, y es que a los gobiernos democráticos se les está acusando de algo en una doble dirección contradictoria, una acusación dirigida por boca del mismo líder. Una acusación es que no son demasiado poderosos y la otra, que son demasiado poderosos. La primera: que no son un sistema de gobierno con capacidad de resolución ejecutiva y poner el poder y la autoridad para resolver esta crisis. La segunda, todo lo contrario: pensar que los sistemas democráticos están utilizando esta excepcionalidad para conseguir estas prerrogativas a las que luego no van a querer renunciar. Esta es una de las grandes paradojas que estamos viendo.

-En concreto, centrándonos en la respuesta que está dando el Estado español a esta crisis, ¿existen grandes diferencias con cómo se está tratando el problema en el entorno?

-Cualquier gobierno, sea del Estado o de las comunidades autónomas, se está fijando en las prácticas de éxito de los demás. En términos generales, hay una imitación de buenas prácticas no demasiado ideologizada y se hacen cosas muy parecidas. Con alguna excepción, como el caso de la Comunidad de Madrid, que pasará a los anales de la historia como algo que analizar en un dossier especial. En general, y teniendo en cuenta las particularidades de cada sitio, hay menos diferencias entre las medidas de unos y otros que lo que los propios agentes políticos tienen a dramatizar y exagerar.

-Resalta, como un elemento de gran relevancia para este momento, el saber de los expertos. Pero, ¿esta crisis no nos ha puesto sobre la mesa que, al fin y al cabo, no sabemos tanto?

-Claro. En primer lugar, en una crisis de este estilo, necesitamos una gran movilización de conocimiento para dar solución a la mayor parte de los problemas graves que tiene la humanidad por delante, tales como generar una economía que no esté sometida a tantos riesgos y que no destruya el medioambiente y no provoque tanta desigualdad, cómo combatir el cambio climático, cuáles son las consecuencias de la robotización en el mundo del trabajo o la inteligencia artificial en la toma de decisiones públicas… Seríamos estúpidos si no pusiéramos en un lugar destacado en nuestro sistema de gobierno el saber de los expertos.

Por otro lado, cuando hablamos de expertos, hemos de hablar en plural. Hay distintas ciencias que tienen distintas perspectivas sobre la realidad. Incluso sin salir de la medicina, no piensan igual los epidemiólogos, que ahora mismo tienen una posición preponderante, que los psiquiatras, que seguramente tendrán mucha importancia después. Por otro lado, los que nos dedicamos a las ciencias humanas o sociales también tenemos que tener voz en esta cacofonía.

En tercer lugar, hay errores propios de los expertos y hemos de ser conscientes de ello. Cada experto ha de ser consciente de qué aspectos de la realidad tiende a exagerar o a desconocer. Cuarta idea, la política es una actividad que por mucho que se apoye en saberes expertos, cosa que tiene que hacer, ha de ponderar al mismo tiempo muchos intereses en conflicto, muchos bienes comunes que a veces no son compatibles o no se compatibilizan con un algoritmo neutro. Esto son decisiones ideológicas, qué se prioriza en una situación u otra.

Por último, la democracia, por definición, es un sistema político en el que los no expertos están por encima de los expertos. Seríamos estúpidos si no pusiéramos a los expertos en un lugar muy destacados en los procesos de decisión pública, pero aquí funciona el una persona un voto y así tenemos la última palabra. No mandan los expertos, no deberíamos ir a una tecnocracia, pues plantea muchos más problemas de diverso tipo.

-Esta crisis también ha puesto en valor, o en duda, a las propias instituciones.

-Si comparamos esta crisis con la crisis anterior financiera de 2008, siendo también muy grave, aquella crisis no sometió a prueba tantas cosas. Esta crisis pone a prueba desde el ámbito más privado, la intimidad, la prueba psicológica a la tensión que implica el confinamiento, hasta la gobernanza global. No hay plano de la realidad en la que vivimos, una institución, espacio, un lugar común, la familia, los amigos, las relaciones sociales, la economía, Europa… que no haya sido sometido a una prueba durísima de resistencia. Con lo cual, evidentemente, este tipo de esfuerzo va a revelar qué cosas estaban bien, mal o regular.

Quizás, la primera lección que podríamos obtener de esto es que tenemos unos sistemas políticos, en sentido amplio, que tenían muy poca capacidad de prevención. Uno de los puntos más débiles de nuestros sistemas políticos es que prestan poca atención a los riesgos de futuro, están muy afanados en la pequeña batallita del día a día. Son muy ciegos ante problemas latentes, los cisnes negros, las crisis del futuro. Esto ya no nos lo podemos permitir, venimos encadenando una serie de crisis que nos vienen a decir que más vale que invirtamos en medidas profilácticas y anticipación a los riesgos que en reparación de daños, que suele ser más caro, costoso, menos eficaz y que generan pérdidas irreparables.

Lo más interesante ahora de la medicina tiene que ver con la prevención. Siempre que hay un enfermo, ya hay un fracaso, deberíamos procurar que no se produzca el error. Eso es más rentable, útil y justo que dedicarse a reparar o a curar. En eso se han convertido nuestros sistemas políticos, en sistemas que reparan daños pero que tienen poca capacidad de anticipación al futuro.

-¿Hasta qué punto esta incapacidad de los sistemas políticos de anticiparse a problemas futuros está generando un descrédito en la política? ¿Está aumentando esta desafección?

-Lo pondría en un marco más general. Está ocurriendo que está aumentando peligrosamente no solo la curva de contagios sino la curva de desconfianza en la sociedad. Hemos pasado un umbral en el que la desconfianza empieza a ser disfuncional. Me refiero a una triple desconfianza: de la gente a los representantes, de los representantes a la gente y de los agentes políticos entre sí.

Esta triple desconfianza es mortal. La desconfianza de la gente a los representantes lleva como consecuencia el que no sabemos si son competentes, si están haciendo todo lo que deberían hacer, si lo que hacen es oportuno, todo eso lleva a no darles ese crédito que necesitarían para ejercer sus tareas. En la otra dirección, cuando hay confianza en la responsabilidad en las personas no hay ese despliegue de detalles, de qué es lo que debemos y no hacer en una situación como la actual, seguramente los confinamientos podrían ser menos estrictos…

La desconfianza entre líderes políticos lleva a que no son capaces de resistir la tentación de utilizar la crisis sanitaria en su beneficio partidista, hay muy poca estrategia de cooperación entre los líderes políticos. Eso lo hemos visto con ocasión de la cogobernanza territorial y, sobre todo, en la polarización ideológica entre gobiernos y oposiciones. Esa triple desconfianza es más grave y difícil de resolver que la simple desafección de los ciudadanos hacia sus gobernantes.

-¿Qué valoración hace de esas manifestaciones y disturbios callejeros que vimos hace unos días. de esas confluencias en las calles de ultras, negacionistas, indignados, neonazis…?

-Se pone en duda la vieja lógica de la protesta a la que estábamos acostumbrados: protesta quien tiene una posición desfavorable y no tiene otro instrumento para hacerse oír, y eso ahora está siendo sustituido por una protesta llevada a cabo por aquellos a los que el nuevo reparto de oportunidades les va a quitar sus tradicionales ventajas. Esto está uniendo a una amalgama a la que no estábamos acostumbrados, coincide gente muy diversa, es una buena metáfora de este mundo caótico en el que es fácil unir a gente en contra de algo, pero gente que no tienen nada en común entre ellos. Por tanto, ejercen una especie de soberanía negativa, protestan sin ningún plan o propuesta alternativa.

Hay otra cosa que me viene preocupando desde hace tiempo, desde aquellas manifestaciones de Núñez de Balboa, algo que había tenido precedentes en otros lugares del mundo, como los grupos armados que entraron en el capitolio de Michigan o manifestaciones que ha habido en Austria o Inglaterra, gente que protesta por entender que los gobiernos, cuando restringen nuestras libertades para combatir la crisis sanitaria, están haciendo algo completamente injustificado.

Ante esto, primero, no tiene nada que ver el estado de alarma que puede haber en Francia o España con el de Hungría. No tiene nada que ver la dotación al ejecutivo de unos poderes especiales temporalmente y con unos objetivos determinados con que un gobierno iliberal aproveche la pandemia para dotarse de unas prerrogativas a las que luego no va a renunciar y que, desde luego, no están condicionadas ni temporalmente ni a los objetivos de combatir la pandemia.

Hay aquí una especie de reivindicación del derecho a contagiar, como no haber entendido que el ejercicio de mi propia libertad puede poner en peligro la vida de los demás. Probablemente porque ciertas clases pudientes tienen menos riesgos de contraer o superar la enfermedad que las clases populares. Eso se ve en Estados Unidos, donde hay tal desigualdad y no una seguridad social universal, contraer una enfermedad en esas condiciones no es lo mismo, tampoco el tipo de residencia en el que uno viva, el cuidado a la propia salud anterior… Hay una suerte rebelión de los sanos frente a los deberes que se imponen, teniendo en cuenta que buena parte de la población no goza de esa resistencia.

-Ha hecho, en alguna ocasión, referencia a la falta de tradición liberal en la derecha española. Ahora, los analistas políticos dicen que el PP ha roto con Vox.

-Ha habido muchas derechas en España de diverso tipo, pero no ha habido una derecha anarquista, una insumisión de derechas, conectando con la pregunta de antes. Lo que estamos viendo ahora es una nueva derecha libertarianista un poco importada de esa lógica norteamericana, igual que se han importado estilos de vida tanto como comida, hábitat, urbanismo… Del mismo modo, en el aspecto ideológico, hay una cierta derecha que importa un modelo americano muy individualista, reactiva al poder del estado, con una retórica novedosa.

Con motivo de esas manifestaciones, aquí apareció una retórica que apelaba a los valores individuales, algo que no estaba muy presente en la derecha española, que era más una derecha tradicionalista, nacionalista, colectivista, tecnocrática… Se está dando un valor supremo a la libertad individual, sin contexto o responsabilidad social, con la excepción del tema nacional. Ahí, la nueva derecha no admite una voluntariedad sin contexto social, con la excepción del tema nacional, esta derecha no admite ninguna voluntariedad en la relación con la nación.

En este contexto, aparece la estrategia del PP de competir con un socio tan inquietante para ellos como Vox. Creo que la estrategia más correcta es la de diferenciar entre un conservadurismo sistémico liberal y un elemento populista, divisivo, antisistema, de confrontación, de poca competencia en la gestión porque, hoy por hoy, no se les conoce ninguna capacidad para el ejercicio de gobierno… Creo que el PP haría muy bien si confronta directamente con Vox en este sentido. Una cosa es un partido de ideal conservador con experiencia y voluntad de gobierno y otra, un partido antisistema que vive de la confrontación y participa de ello. O el PP entiende esto o será absorbido por una lógica que no le corresponde.

Fuente: https://www.cuartopoder.es/ideas/2020/11/06/innerarity-no-se-trata-de-combatir-a-trump-sino-de-abordar-los-problemas-que-lo-explican/

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