Misa de acción de gracias tras la toma de Liébana por la tropas franquistas. | DESMEMORIADOS |
Es una muestra de la
vinculación de la jerarquía de la Iglesia con el golpe militar contra la
República. El foco de la imagen reside en el altar al que se dirigen
todas las miradas. La Guardia Civil en traje de gala custodia la
ceremonia, el sacristán y los monaguillos son testigos privilegiados del
acto, mientras a su vera dos eclesiásticos siguen atentos el proceder
de los oficiantes. La población civil aparece en la esquina superior de
la foto, y en la otra ondea una bandera.
La Historia de España, desde
la época de los Reyes Católicos hasta la actualidad, está trufada de
ejemplos de la lucha encarnizada que la jerarquía de la Iglesia española
ha mantenido contra cualquier enemigo que pretendiera hacer tambalear
su predominio religioso y social. La llamada Reconquista de la Península
y la posterior expulsión de moriscos y judíos, la conquista y
evangelización de América y la pugna contra el protestantismo en el
corazón de Europa Central o la aplastante sombra de la Inquisición, son
hitos evidentes de dicha afirmación.
No es extraño pues, que a
partir del siglo XIX, con el avance de la Ilustración, la Iglesia
española, que había vivido de espaldas al pueblo, inmersa en su
tradicional mentalidad de que todo aquello que no es católico no es
español, y temerosa, sobre todo, de que tal avance provocase una pérdida
de sus privilegios, no supo adaptarse a la realidad de los nuevos
tiempos. Asistió impasible, sino con hostilidad, al desarrollo de las
reivindicaciones proletarias y utilizó su poder para combatir contra las
oleadas de anticlericalismo rampante, que se encarnaban en los “nuevos
fantasmas que entonces recorrían Europa” (liberalismo, racionalismo y
socialismo en todas sus manifestaciones) y acabó convirtiéndose en el
arma moral de los intereses de la oligarquía.
Con el advenimiento de la II
República los temores de una rápida pérdida de influencia en favor de
las tesis anticlericales se hicieron realidad. Paso a paso los gobiernos
republicanos fueron legislando en ese sentido a partir de la separación
entre Iglesia y Estado. Y así fueron sucediéndose normas que recalcaban
la inicial: proclamación de la libertad de cultos, prohibición de la
dedicación a la enseñanza de las órdenes religiosas, retirada del
crucifijo en las escuelas o la secularización de los cementerios.
En Cantabria, que
tradicionalmente había sido una región muy religiosa, con los nuevos
aires, también se percibió, al igual que en el resto de España, una
relajación en las costumbres y en los valores religiosos, que empezando
por las zonas más industrializadas de la provincia se fue extendiendo
lentamente a otras comarcas de carácter más rural.
Con el estallido de la
Guerra Civil casi la totalidad de la jerarquía eclesiástica se puso de
parte de los militares rebeldes, en una clara confluencia de intereses,
más allá de lo meramente religioso. Hubo, sí, un panorama de simpatías y
aversiones en un clero resentido por lo que entendía como un ataque
radical a su naturaleza, representado inicialmente por el grado de
secularización y el abandono del culto por parte de la población, pero
también a consecuencia de la competencia por la clientela que percibía
en los maestros racionalistas, los militantes obreros o los republicanos
laicos.
Para amplias esferas de la
sociedad, sin una especial capacidad crítica, supuso esto un factor
determinante en su inclinación hacia la causa del bando autodenominado
“nacional”. Así mismo se produjo una participación activa, tanto en el
frente como en retaguardia de numerosos sacerdotes, y desde los púlpitos
se manifestaban en contra de los enemigos de la religión y de Dios.
A través de un lenguaje
maniqueo condenaron a la República como una “horda roja” y ensalzaron
las acciones del ejército franquista, transformando así una evidente
guerra de clases en una “Cruzada de Salvación”.
Durante el tiempo que duró
la contienda los rencores no hicieron sino acrecentarse. En las zonas
controladas por cada uno de los bandos se ejerció la represión, aunque
mientras en la zona rebelde los asesinatos y las ejecuciones obedecieron
a decisiones por lo general muy calculadas por parte de los mandos
militares y sus aliados civiles (falangistas, carlistas, monárquicos,
católicos…) como un fin en sí mismo para construir el modelo de Estado
que tenían en mente, en la zona republicana las acciones punitivas
fueron debidas a la desaparición del Estado y, con él, a la ausencia de
normas, y a una revolución obrera deslavazada sin apenas jerarquías y
objetivos precisos.
Aunque bien es cierto que la
Iglesia católica sufrió una desmedida persecución y violencia (en
Cantabria, por ejemplo, se saldó con 77 sacerdotes, 84 religiosos y 13
seminaristas muertos, además de la destrucción de 42 iglesias), también
lo es que, por su lado, esa misma Iglesia tomó parte de forma categórica
en la guerra y en la represión organizada por la dictadura franquista,
no sólo porque la sangre de sus mártires clamara venganza, sino también,
y sobre todo, porque el triunfo franquista cortaba el avance del
laicismo anterior al golpe militar y otorgaba a la Iglesia una hegemonía
y un monopolio, materializados en enormes ventajas económicas y
jurídicas, amén de un estrecho control sobre la vida social y cultural
del país.
Al tiempo, y en
correspondencia, esta alianza de intereses daba carta de naturaleza y de
algún modo legitimaba un régimen antidemocrático que nació sustentado
en la fuerza de las armas y el apoyo del nazismo alemán y el fascismo
italiano.
La Iglesia justificó su toma
de posición alegando que se había desencadenado una brutal persecución
contra ella y afirmando que el pueblo español era católico en su inmensa
mayoría, por lo que la respuesta bélica era obligada, justa y
necesaria.
Con el final de la guerra y
la instauración definitiva de la dictadura, la Ley de Responsabilidades
Políticas de febrero de 1939, dio la oportunidad a la Iglesia, por medio
de sus párrocos, de convertirse en un organismo de investigación cuasi
policial, al mismo nivel que los ayuntamientos o los dirigentes locales
de Falange. En este sentido, durante la posguerra, los curas redactaron
informes, denunciaron y delataron a todo sospechoso de deslealtad al
nuevo régimen, renunciando de este modo a la posibilidad de
transformarse en un instrumento de reconciliación nacional.
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