La expresión «sociedad del espectáculo»
fue puesta en circulación en 1967 por Guy Debord, jefe de la
Internacional Situacionista (un grupúsculo de extrema izquierda
revolucionaria que actuó en Francia e Italia hasta finales de los años
setenta) y es la hipótesis artística más radical (o quizá la más
funeraria) del fin de siglo. Debord se suicidó el primer día de
diciembre de 1994, y me ha parecido que sus ocurrencias debían figurar
en este diccionario, ya que es uno de los filósofos del acabamiento de
la modernidad con más probabilidades de seguir siendo leído en los
próximos diez años, sobre todo porque escribiendo era clasicista y su
modelo era Boileau. Sus tesis, de otra parte, ya no pueden variar
demasiado.
En su primer y famosísimo ensayo de 1967, titulado La sociedad del espectáculo describía
Guy Debord a las naciones postindustriales como obras de arte totales
en su nivel más bajo, es decir, como obras de entretenimiento y
diversión de la calidad más baja y degenerada. El «espectáculo» que
exhiben es,
el reino autocrático
de la economía de mercado, una vez ha accedido al estatuto de soberanía
irresponsable, junto con las nuevas técnicas de gobierno que acompañan a
su reinado. [1]
La «irresponsabilidad» se refiere, claro
está, a que no hay ya mecanismos capaces de exigir responsabilidad
ninguna a los dominadores del mercado, los cuales, por otra parte, no lo
controlan en absoluto, sino que tan sólo se enriquecen (o arruinan)
tratando de adivinar sus variaciones. En su estadio último, este
totalitarismo de mercado carece de negaciones (ni internas ni externas,
pues el islam no puede considerarse una negación), por lo que procede a
exponerse a sí misino sin limitación y espectacularmente, sin que nada
se interponga entre lo que presenta como verdadero y la verdad
verdadera. Todo lo que la sociedad del espectáculo presenta es
verdadero, bueno y necesario por el mero hecho de haberlo presentado.
Aquellos que censuran, critican o
pretenden reformar seriamente lo que se presenta son eliminados de los
medios de formación de masas (los media); pero si insisten, son
eliminados físicamente. La eliminación física, sin embargo, no es casi
nunca necesaria en los países avanzados, aunque es de uso habitual en
lugares como México o Rusia, y queda como momento arcaico de la sociedad
del espectáculo.
[...]
Con sus taras seculares, España ha
alcanzado ya el espectáculo integral, del que da una versión un poco
casposa pero de moderado éxito.
Cuando se produce el espectáculo
integral, lo verdadero desaparece y lo falso que aparece aparece como lo
único verdadero por ausencia de todo lo demás. Un circuito cerrado y
obsesivo de informaciones ocultadoras, falsas o deformadoras convierte a
lo falso en lo único verdadero, sin posibilidad de comprobación. La
historia se desintegra en presentes puros que no dejan huella.
Naturalmente, el pasado es también ahistórico, como se ha podido
comprobar con la desaparición de la guerra civil española en España,
convertida actualmente en una infinidad de espectáculos contradictorios,
como se puede comprobar en los libros de texto de las diferentes
regiones autonómicas.
En tales circunstancias, todo cuanto se
exhibe es arte y todo el arte que se exhibe es verdadero. La sociedad ha
alcanzado su momento de máxima artisticidad, aunque todo lo que produce
seguramente es falso, pero nunca podremos comprobarlo. La comprobación o
reprobación sólo podrían venir del personal mediático, pero estos
empleados son sumamente prudentes:
La avalancha de
idioteces que se lanzan espectacularmente sólo podría ser criticada por
los mediáticos mediante respetuosas rectificaciones o protestas, pero no
suele suceder así, ya que, además de su extrema ignorancia, por
solidaridad de oficio y de alma con la autoridad general del espectáculo
(y la sociedad que en él se expresa), los mediáticos se sienten en la
obligación, para ellos extremadamente placentera, de no apartarse ni un
milímetro de una autoridad cuya majestad ha de mantenerse siempre a
salvo.[2]
Así que en estas sociedades avanzadas
cuyo modelo administrativo mejora al de la Mafia, el arte ha alcanzado
su máxima racionalidad: el valor artístico lo fija la venta y punto. Ni
la crítica, ni el periodismo, ni la universidad harán otra cosa que
repetir lo sancionado por el mercado, pero no por ello ha terminado la
tarea de los artistas:
Desde que el arte ha muerto, sabemos que
es sumamente fácil disfrazar de artistas a los policías. [...] Arthur
Cravan veía venir ese mundo (cuando escribía en Maintenant: «Pronto ya no veremos por la calle más que artistas y será un trabajo ímprobo encontrar un hombre».[3]
De manera que los artistas hacen de
policías: dicen quién es artista y quién no lo es, o denuncian a los
ciudadanos que detestan las obras de arte que ellos producen, o producen
obras de arte que nos orientan moral y pedagógicamente. Recuerdo al
lector que muchos artistas son ahora galeristas, críticos de diario,
presentadores de televisión, o simplemente burócratas de la
administración del espectáculo. Todos ellos están obligados a mantener
el orden en y del arte.
La falsificación generalizada lo
convierte todo en arte. Si lo que se vende como «automóvil de lujo» es
un fraude que dura tres años y lo que se vende como «filete de ternera»
es veneno hormonal, resulta a todas luces lógico suponer que lo que se
vende como «arte actual» o incluso como «arte de vanguardia» no deba ser
otra cosa que la falsificación del arte convertida en verdad por
ausencia de crítica y de criterio.
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