Ana María Matute reía como ríen las brujas buenas, esas que se niegan a creer que esto de la vida es un golpe bajo. Bromeaba siempre y espantaba el peso de las turbulencias de una infancia fea, fea y una madurez que no cambió mucho de color. Con la salida de la primera antología de todos sus cuentos, hace tres años en edición de Destino, La puerta de la luna, dijo que le hacía mucha ilusión el voluminoso tomo, porque así podía comprobar cuánto había trabajado en todos esos años, restando importancia al valor de su obra.
Pero detrás de esa máscara apacible había marejada, una
tormenta vital,
que se dejaba entrever en pequeños detalles, como los que forman sus
primeros cuentos, últimas novelas y hasta en el discurso del Premio
Cervantes de 2011. Detalles insignificantes que son el ADN de
la intimidad,
como su firma. De los archivos y documentación que conservamos de la
obra de Matute nos detenemos en su firma, reflejo de esas tormentas.
Su
firma en los primeros manuscritos que llegan a la censura tiene unas
emes altísimas, como palos sin unir, rectos y tiesos. Casi eles. “Ana
Laría Latute”. Poco a poco, con los años, con los golpes, los recortes,
las desaprobaciones,
los rebuznos de los censores en
sus informes de lectura y las tijeras impuestas, las emes de las firmas
de Matute se unen, se apelmazan. Terminan por domarse, a pesar de la
resistencia. La partida era difícil, enfrente tenía al aparato
franquista, que consideraba
la literatura material de contrabando, conducta peligrosa y prohibida, matute.
Inmoral y tremendista
El 15 de septiembre de 1948, el censor que lee
Los Abel,
primera novela publicada de la autora, responde al cuestionario impreso
de la Dirección General de Propaganda, sección de censura de
publicaciones del Ministerio de Educación Nacional. A la pregunta
“¿ataca al dogma?”, responde “no”. “¿A la moral?”, “sí”. A pesar de la
inmoralidad,
el censor da permiso, “si la superioridad así lo cree oportuno” y
siempre que se eliminen pasajes y palabras de casi 20 páginas de la
novela que retrata un país dividido en
dos bandos
irreconciliables y culpables ambos.
La generación de los cincuenta sufre los ataques como ninguna otra,
pero es Ana María la que recibe la peor parte. A cada libro, nuevos
tachones y más ojos tachando.
Juan Goytisolo ha reconocido que fue la que más lo sufrió. No sólo la maltrataron creativamente, sino que lograron callarla.
La mayor sangría de todas fue la ejecutada en
Luciérnagas (1949), hasta el punto en que seis años después aparece
En esta tierra, una novela tan
podada y retocada
que siempre ha renunciado a ella. Ni siquiera está en la edición de sus
obras completas. Lamentablemente, del expediente de lectura de
Luciérnagas no ha quedado ni rastro en el Archivo General de la Administración (AGA), en Alcalá de Henares.
Con
Los niños tontos, libro de cuentos ilustrados, la censora
María Isabel Niño
entra en barrena: “Poemas en prosa muy bien escritos; es lástima que en
la mayoría de ellos impere el “tremendismo” aplicado a los niños. Son
verdaderas pesadillas; así como los dibujos, de muy mal gusto por muy modernistas que quieran ser”, escribe en el informe.
La
conclusión es tajante: “Por todo lo expuesto, este libro es impropio de
niños. Si se edita no podrá evitarse el que caiga en manos de ellos
produciéndoles un daño tremendo. A los niños hay que tratarlos con más
respeto. Rechazada su publicación totalmente”.
Ana María Moix explicaba que no se metía con Franco, pero dejaba fatal a la sociedad franquista, por eso “la censura la destrozó”.
En
Los hijos muertos (1958), el censor
José Pablo Muñoz,
entra con las tijeras afiladas y suprime palabras, expresiones y
pasajes. Tachadas en rojo: “la puta”, “los maricones sucios”, y
cualquier taco que aparece por las páginas mecanoscritas. No fueron los
únicos ojos que destrozaron aquel libro de
Ana María, la castrada. El daño fue irreparable. Pero bajo esa apariencia débil había un propósito literario contra viento y marea.
En
Carmen Balcells
tuvo un ángel de la guarda, que le ponía cinco mil pesetas en un taxi
rumbo a casa de Ana María, cuando se quedaba a cero. Que fue una
constante. La dedicación de la agente literaria con la académica fue
especial.
Entre los archivos privados que Balcells vendió en
diciembre de 2010 al Ministerio de Cultura por tres millones de euros
figura una petición que revela cómo protegía a sus autores: en 1986 le
escribe la Federación Española de Esperanto para pedirle una edición
gratuita de 500 ejemplares de
Los niños tontos. En la ficha aparece a bolígrafo un rotundo “no”.
Vuelta a la vida
La propia autora escribe en 1996 -año en el que vuelve a la vida tras un
larguísimo silencio, con
Olvidado rey Gudú-
una carta a Balcells en la que le dice que desde niña, cuando “sólo
tenía amigos, no amigas” y una madre severa, deseó tener “una amiga como
tú”. En esa misma carta hay una imagen estremecedora del sonido de las
pisadas amenazantes de su madre acercándose por el pasillo y ella
temiendo lo peor.
Antes, en noviembre de 1985, le confesaba sus
carencias económicas por escrito: “No quiero ocultarte que las estoy
pasando moradas”.
Jaime Salinas tardaba más de la
cuenta en ingresarle el importe por el Premio Nacional de Literatura
Infantil. Los problemas económicos no desaparecieron con los años, a
finales de los ochenta vivía con
la amenaza del desahucio y Telefónica le había cortado el servicio por falta de pago.
En 1998 firma por una nueva edición de
Los niños tontos
600.000 pesetas, y en 1992, por la aparición de Luciérnagas, 3.000.000
de pesetas. Entre la documentación que se custodia en el AGA -a la que
la agente prohibió el acceso después de las informaciones de los dos
periodistas que pudieron cotejarlas- también aparece una misiva
indignada con los responsables de Destino, en 1997, por las ventas
“irrisorias” de sus obras en los últimos cinco años. Desconfiaba la
autora de la veracidad de esas cifras.
“No cabe duda de que la
conducta de ustedes como editores afectó y afecta tanto a mi obra como a
mi persona, y que por tanto de ustedes depende en gran medida
mi condición económica como mi cotización en el mercado editorial”, y les comunica, a través de su agente, que zanja su relación con ellos.
En
Los hijos muertos (1958), el censor
José Pablo Muñoz,
entra con las tijeras afiladas y suprime palabras, expresiones y
pasajes. Tachadas en rojo: “la puta”, “los maricones sucios”, y
cualquier taco que aparece por las páginas mecanoscritas. No fueron los
únicos ojos que destrozaron aquel libro de
Ana María, la castrada. El daño fue irreparable. Pero bajo esa apariencia débil había un propósito literario contra viento y marea.
En
Carmen Balcells
tuvo un ángel de la guarda, que le ponía cinco mil pesetas en un taxi
rumbo a casa de Ana María, cuando se quedaba a cero. Que fue una
constante. La dedicación de la agente literaria con la académica fue
especial.
Entre los archivos privados que Balcells vendió en
diciembre de 2010 al Ministerio de Cultura por tres millones de euros
figura una petición que revela cómo protegía a sus autores: en 1986 le
escribe la Federación Española de Esperanto para pedirle una edición
gratuita de 500 ejemplares de
Los niños tontos. En la ficha aparece a bolígrafo un rotundo “no”.
Vuelta a la vida
La propia autora escribe en 1996 -año en el que vuelve a la vida tras un
larguísimo silencio, con
Olvidado rey Gudú-
una carta a Balcells en la que le dice que desde niña, cuando “sólo
tenía amigos, no amigas” y una madre severa, deseó tener “una amiga como
tú”. En esa misma carta hay una imagen estremecedora del sonido de las
pisadas amenazantes de su madre acercándose por el pasillo y ella
temiendo lo peor.
Antes, en noviembre de 1985, le confesaba sus
carencias económicas por escrito: “No quiero ocultarte que las estoy
pasando moradas”.
Jaime Salinas tardaba más de la
cuenta en ingresarle el importe por el Premio Nacional de Literatura
Infantil. Los problemas económicos no desaparecieron con los años, a
finales de los ochenta vivía con
la amenaza del desahucio y Telefónica le había cortado el servicio por falta de pago.
En 1998 firma por una nueva edición de
Los niños tontos
600.000 pesetas, y en 1992, por la aparición de Luciérnagas, 3.000.000
de pesetas. Entre la documentación que se custodia en el AGA -a la que
la agente prohibió el acceso después de las informaciones de los dos
periodistas que pudieron cotejarlas- también aparece una misiva
indignada con los responsables de Destino, en 1997, por las ventas
“irrisorias” de sus obras en los últimos cinco años. Desconfiaba la
autora de la veracidad de esas cifras.
“No cabe duda de que la
conducta de ustedes como editores afectó y afecta tanto a mi obra como a
mi persona, y que por tanto de ustedes depende en gran medida
mi condición económica como mi cotización en el mercado editorial”, y les comunica, a través de su agente, que zanja su relación con ellos.
Escribir es fabular, porque limpia de complacencia
el territorio de la fantasía y los relatos de un mundo podrido, justo
ahora que andamos de moraleja hasta las cejas. Matute señalaba a sus
lecturas a los cinco años como el germen de su oficio.
Andersen,
Grimm y
Perrault,
en esencia. En ellos aprendió a jugar en corto contra la trampa de la
delicadeza y de la manera más cruel. Se reía también cuando le hablaban
de su literatura como fantástica. “Yo hago literatura mágica”, con
espontaneidad.
Escribir es hablar: “Puede sonar a
tópico, pero siempre me he puesto en el léxico de mis personajes”,
buscando la expresividad. Por ejemplo, recordaba la palabra
“estropiado”, que daba la sensación de que así, todo “se estropeaba
mucho más”. Los niños y ella. Empeñada en tender puentes entre el
infante y el adulto. “Hay que rebelarse contra eso. Yo era una niña muy
introvertida y muy solitaria”, contó a este periodista.
También es
silencio y la soledad.
“Es posible que el silencio sea la felicidad”, hizo decir a uno de sus
personajes para citar sus propios deseos. El silencio lo abarca todo en
su obra y lo reclamaba para su ejercicio. “La escritura es una aventura
solitaria”, y
el escritor un ser ávido de soledad, porque los descubrimientos nacen de ahí. Prohibía que entraran en su estudio mientras escribía.
Escribir es resistir.
Ese pajarito débil que nos acaba de dejar fue una mujer valiente y
brava, poderosa con el látigo y el verbo. Ella desmontó la marca España
que pretendía el franquismo al descubrir la miseria moral y la
hipocresía del régimen. Fue la que más padeció las iras de la
mediocridad del fascismo, la cortaron, la trocearon, la descuartizaron y
nunca dejó de decir lo que quiso. Aunque el precio fuera enmudecer.
Fuente:
http://www.elconfidencial.com/cultura/2014-06-26/ana-maria-la-reina-del-matute_152318/