Ha llegado el momento de insistir en un trato equitativo y plantear las mismas preguntas cruciales a Rusia y a Occidente", pide Slavoj Žižek
Concentración de manifestantes a favor de Julian Assange. REUTERS / HENRY NICHOLLS |
¡No, por supuesto que no! He aquí la razón principal.
Mientras todos los ojos estaban puestos en la guerra de Ucrania, se produjo una noticia que pasó prácticamente inadvertida: desde el 20 de abril de 2022, Julian Assange está un poco más cerca de la extradición a Estados Unidos, donde se le reclama para juzgarlo al amparo de la Ley de Espionaje. En una audiencia celebrada ese miércoles, un tribunal londinense emitió una orden formal de extradición que deja en manos de la ministra del Interior británica, Priti Patel —la misma que propuso enviar a Ruanda a todos los refugiados que lleguen al Reino Unido— la decisión de autorizar o denegar su traslado a Estados Unidos.
Si fuera hallado culpable, Assange se enfrentaría a una pena de hasta 175 años de cárcel… De modo que sí, debemos brindar todo nuestro apoyo a la resistencia ucraniana, y sí, debemos defender las libertades de Occidente —¡me estremezco sólo de pensar qué le habría pasado a Chelsea Manning si fuera rusa!—, pero la libertad de la que disfrutamos en Occidente también tiene límites que nunca deberíamos perder de vista, especialmente en momentos como el actual, cuando la «lucha por la libertad» está en boca de todos.
Estos días se oye a menudo la exigencia de llevar a Putin ante el tribunal de La Haya por los crímenes de guerra cometidos por Rusia en Ucrania. De acuerdo, pero ¿cómo puede Estados Unidos exigir algo así cuando no reconoce la legitimidad de la corte penal internacional para juzgar a sus propios ciudadanos? Y lo que es todavía más sangrante: ¿cómo puede exigir la extradición de Assange cuando este no es ciudadano estadounidense ni tomó parte en ningún acto de espionaje contra Estados Unidos, cuando lo único que hizo fue sacar a la luz lo que sin duda fueron crímenes de guerra (no hay más que recordar el famoso vídeo de los francotiradores estadounidenses matando a civiles iraquíes)?
Assange se enfrenta a la amenaza de una pena de ciento setenta y cinco años de cárcel por el mero hecho de revelar delitos cometidos por Estados Unidos sin justificación posible. ¡Y eso por no mencionar la larga lista de delitos que pesan sobre varios presidentes estadounidenses! Si Putin debe ser juzgado en La Haya, ¿por qué no Assange? ¿Por qué no Bush y Rumsfeld (dejando a un lado que este último ha muerto), que ordenaron el bombardeo de Bagdad con el fin de sembrar «conmoción y estupor»? Es como si la política exterior estadounidense de las últimas décadas se rigiera por un extraño retruécano del famoso lema de los ecologistas: «actúa globalmente, piensa localmente».
Esta postura contradictoria quedó clara ya en 2003, cuando Estados Unidos ejerció una doble presión sobre Serbia: los representantes estadounidenses exigieron al gobierno serbio que entregara los sospechosos de crímenes de guerra al tribunal de La Haya y, al mismo tiempo, que firmara un acuerdo bilateral por el que se comprometía a no entregar a ningún organismo internacional (es decir, a la misma corte penal de La Haya) a los ciudadanos estadounidenses sospechosos de haber cometido crímenes de guerra u otros delitos de lesa humanidad. No es de extrañar que Serbia reaccionara con una mezcla de ira y perplejidad.
Hay cosas —no solo sobre Assange, sino también sobre las debilidades de las democracias liberales, la política israelí de apartheid en Cisjordania, las aberraciones cometidas en nombre de la corrección política, entre muchas otras— de las que solo he podido escribir en inglés en Russia Today. La moraleja es que las democracias occidentales también tienen su lado turbio, su propia censura, por lo que tenemos todo el derecho a obligar a las dos superpotencias a mirarse de frente, a confrontarlas sin piedad. Lo que venía escribiendo en Russia Today y lo que ahora escribo en decidido apoyo de Ucrania son para mí dos caras de la misma lucha. Del mismo modo, no veo contradicción alguna entre condenar el antisemitismo y condenar lo que Israel está haciendo con los palestinos en Cisjordania. Si nos vemos obligados a escoger entre Ucrania y Assange, estamos perdidos, porque ya habremos vendido nuestra alma al diablo. Lejos de representar una postura utópica, esta necesidad de una lucha compartida se basa en el hecho indiscutible de que el sufrimiento extremo tiene consecuencias devastadoras. En un pasaje memorable de Seguir viviendo, libro que recoge su experiencia del Holocausto, Ruth Klüger relata una conversación con un grupo de «aventajados alumnos de doctorado» en Alemania:
«Uno de ellos cuenta que, en Jerusalén, conoció a un viejo judío húngaro que, pese a haber sobrevivido a Auschwitz, maldecía a los árabes y los despreciaba profundamente. “¿Cómo puede hablar así alguien que ha logrado salir con vida de Auschwitz?”, se pregunta el alemán. Yo entro al trapo y le replico, quizá con más vehemencia de la necesaria: “¿Qué esperabas? Auschwitz no era precisamente una institución educativa […]. Allí no se aprendía nada, y mucho menos valores como la humanidad y la tolerancia. De los campos de concentración no salió absolutamente nada bueno”, me oigo decir, levantando la voz, y me pregunto si mi interlocutor espera una catarsis, una purga, la clase de espectáculo por el que acudimos al teatro. Los campos eran los lugares más inútiles y absurdos que nadie pueda imaginar.»
En resumidas cuentas, el horror inenarrable de Auschwitz no lo convertía en un lugar capaz de purificar a los supervivientes transformándolos en sujetos éticamente sensibles, liberados de todo afán mezquino y egoísta; muy al contrario: parte del horror de Auschwitz es que también deshumanizó a muchas de sus víctimas, convirtiéndolas en supervivientes brutales e insensibles, haciendo que les fuera imposible practicar el arte del juicio ético equilibrado. La lección que debemos extraer de todo esto es triste y de lo más deprimente: hay que abandonar la noción de que las experiencias extremas conllevan cierta emancipación, que nos permiten deshacer el embrollo y abrir los ojos a la verdad absoluta de una situación determinada. O, como habría expresado de forma concisa Arthur Koestler, el gran converso al anticomunismo: «El poder corrompe, pero lo mismo podría decirse de su opuesto; la persecución también corrompe a las víctimas, aunque quizá de un modo más sutil y trágico».
Ha llegado el momento de insistir en un trato equitativo y plantear las mismas preguntas cruciales a Rusia y a Occidente. Sí, ahora mismo todos somos ucranianos, en el sentido de que todos los países tienen el derecho a defenderse como lo hace Ucrania.
Fuente: https://www.lamarea.com/2022/05/10/que-si-me-averguenzo-de-escribir-en-russia-today/
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