En 1932 se inició en una zona muy pobre de Alabama un estudio médico para seguir el avance de la sífilis. Fueron elegidos 600 trabajadores rurales de color. Las mentiras de los médicos. Cómo se los dejó morir. Por qué no les proporcionaron penicilina cuando apareció. El escandaloso final
Un médico le da una inyección con un placebo a uno de los participantes del Proyecto Tukesgee. De fondo se ve a Eunice Rivers, la enfermera que permaneció los cuarenta años en el programa. National Archives Atlanta, GA (U.S. government) |
Esta es la historia de un experimento médico. Es, también, la historia de un engaño criminal que se cobró muchas vidas. Es una historia sobre los límites éticos pulverizados.
En 1932 la sífilis era incurable y se expandía a gran velocidad. Un grupo de médicos decidió llevar a cabo un experimento, un estudio con trabajadores rurales de raza negra de un pequeño pueblo muy pobre de Alabama, en el sur de Estados Unidos. La gran mayoría de ellos nunca había visitado a un médico. Serían 600: 399 contagiados y 201 sanos que funcionarían como grupo de control. La idea era estudiar el avance de la enfermedad, comprobar cómo iba afectando al organismo etapa por etapa. Los tratamientos disponibles en el momento eran muy tóxicos y de eficacia improbable: derivados del mercurio, del bismuto y del arsénico. Por eso los investigadores, al principio, pretendían averiguar si valía la pena someter al paciente a ese riesgo y a los efectos casi de envenenamiento de esas terapias.
Por otro lado, los estudios disponibles hasta el momento hablaban de la enfermedad ya avanzada, de los efectos de la sífilis ya desatados sus peores síntomas. Lo que pretendían los de Tuskegee era seguir de cerca su progresión. El verdadero fin del proyecto, entonces, era poder trazar la historia de la sífilis y su desenvolvimiento natural sin ser tratada.
Los creadores del experimento partieron de una suposición que no necesitaron comprobar en la realidad, de un prejuicio: la gente de color, de cualquier modo, no habría recibido tratamiento médico. Al principio les costó reclutar participantes porque temían que fuera un engaño para luego hacerlos ingresar a la fuerza al ejército. Diseñaron una estrategia para derribar esa reticencia: revisaron a mujeres y niños y les dieron medicinas y les curaron afecciones menores, como intentando demostrar sus buenas intenciones. Se debe tener en cuenta que esos trabajadores negros eran segregados, las condiciones laborales eran pésimas, cercanas a la esclavitud, carecían de cualquier beneficio social y no estaban escolarizados. Su situación de vulnerabilidad era evidente y extrema. Una vez rota la desconfianza inicial, se pusieron en manos de sus doctores. Se les prometió tratamiento médico, una cura, el pago de algunos gastos, comida y hasta un seguro de sepelio.
El engaño se montó desde el principio. A los elegidos se les ocultó su propio diagnóstico. Se les dijo que se los trataría por Mala Sangre, un genérico que en la época podía referirse a la anemia, sífilis, fatiga o hasta leucemia. Al momento de realizarles una punción lumbar, por ejemplo, se les dijo que era un medicamento que se les estaba inoculando. En la Segunda Guerra Mundial, muchos de ellos fueron llamados a filas pero no fueron alistados por tener sífilis. Los directores del experimento consiguieron que no se los tratara con la excusa de que ellos lo estaban haciendo.
Según los cálculos de ese momento, alrededor de un tercio de la población masculina de la zona había contraído sífilis.
En la historia hay un solo personaje que, además de los pacientes que no murieron en el camino, atravesó los cuarenta años en que el proyecto se mantuvo. Eunice Rivers era una enfermera afroamericana que estuvo desde el inicio. Ella convenció a varios de participar y fue el enlace entre los médicos y los trabajadores rurales utilizados para el experimento.
Una aclaración necesaria: en ese tiempo, principios de la década del treinta, los protocolos de estos estudios médicos no tenían el rigor actual. Había algunas cuestiones éticas que no se consideraban primordiales. La información que recibían los pacientes era muy limitada. El concepto de consentimiento informado de los pacientes no se había instalado. Algunos médicos retaceaban datos sobre su condición a los pacientes. Se creía que era más importante el avance de la ciencia que la salud o el bienestar de algunos pacientes particulares. Todo eso cambió tras la Segunda Guerra Mundial. Los experimentos crueles de Mengele y del resto de los médicos nazis hicieron tomar conciencia de que debían reglarse. La toma de conciencia fue casi inmediato. Se instrumentó a través del Código de Nuremberg en 1947; allí se establecieron las normas a seguir para proteger los derechos de los sujetos sometidos a ensayos clínicos.
Pero, al parecer, estas noticias nunca llegaron a Alabama. Porque no modificaron la manera de actuar. Después de la guerra el tratamiento con penicilina era usual y eficaz. Sin embargo, los médicos del experimento Tuskegee no permitieron que los pacientes que estaban dentro de su estudio la recibieran. Continuaron durante un cuarto de siglo más utilizándolos como conejillos de indias. Pudieron haber interrumpido y dar por terminado el experimento ante la llegada de la penicilina y curar a sus participantes; o continuarlo suministrándole la penicilina y tomarlos a esos hombres como grupo de control. Pero nada de eso se hizo. Se les ocultó la información, la posibilidad de la curación. Los médicos permitieron que la enfermedad siguiera avanzando, que los fuera consumiendo, volviéndolos locos, matándolos.
Duró cuarenta años. Y en un solo día se suspendió. Lo que se hacía en Tuskegee era tan atroz que ni siquiera se necesitó investigación estatal o judicial, no se dilató la decisión. En el transcurso del estudio se produjeron 29 muertes y otros 110 pacientes murieron por las secuelas graves e irreparables, por complicaciones derivadas de la sífilis. 40 esposas se contagiaron y 19 hijos nacieron con sífilis. Pero hubo otro daño que produjo el Experimento Tuskegee. Uno no calculado, que no se centró sólo en estas víctimas evidentes y que se extendió largamente en el tiempo. Estudios posteriores determinaron que erosionó de manera irreversible durante décadas la confianza de la población negra en los estudios médicos y en los tratamientos más novedosos. Temían volver a ser utilizados como ratas de laboratorio.
Mientras los hombres negros morían, se quedaban ciegos o eran tomados por la demencia, los facultativos sólo les daban placebos o suplementos minerales. Esta situación se agravó a partir de 1947 cuando la penicilina estuvo disponible para el tratamiento. Es decir, pasaron otros 25 años hasta la suspensión del programa.
En 1964, la Organización Mundial de Salud emitió una resolución en la que determinaba que todos los experimentos médicos con humanos debían contar con el conocimiento expreso de los pacientes. El Programa de Tuskegee no creyó que eso se aplicara a ellos.
No es que el Experimento Tuskegee quedó oculto y olvidado durante ese tiempo para el sistema público de salud norteamericano. Hubo llamados de atención y denuncias que nunca fueron escuchados. El Dr. Taliaferro Clark, fundador del proyecto, renunció un año después de su puesto en marcha por no estar de acuerdo con el manejo de los pacientes y la información. En los años siguientes hubo otras dimisiones de cariz similar. A cargo del proyecto, durante la siguiente etapa, estuvo el Dr. Oliver Wenger. En una carta felicitaba a uno de los médicos del equipo por su capacidad para engañar a esos “Negros”, utilizando una palabra de claro perfil racista.
Tal vez la mayor alerta se dio a mediados de los sesenta cuando el Dr. Peter Buxton, que trabajaba en un hospital de San Francisco, denunció el experimento ante las autoridades nacionales por sus conductas alejadas de la ética profesional. Sin embargo, luego de unas someras actuaciones las autoridades permitieron que el experimento continuara sin modificaciones. La razón dada por ese comité fugaz fue que era imposible todavía evaluar el estudio porque su finalidad, desde el inicio, era seguir el devenir de la enfermedad en los pacientes hasta el momento de su muerte y ver el resultado de la autopsia. Buxton ante este revés siguió intentando que las autoridades sanitarias prestaran atención a las aberraciones que sucedían en Alabama. Pero no logró modificar nada. Hasta que cansado de los fracasos de la vía administrativa, cambió la estrategia: le contó la historia y le brindó las pruebas con las que contaba a un periodista amigo. Jean Heller de la Associated Press publicó su artículo en el Washington Post en julio de 1972. El efecto fue inmediato y explosivo. Al día siguiente el New York Times replicó la noticia en su portada. Esa misma tarde el programa fue cerrado. No aguantó ni siquiera 24 horas el escrutinio público.
Al momento de la difusión de la noticia, cuarenta años después del inicio del programa, sólo 74 de los participantes iniciales seguían vivos.
Una vez desatado el escándalo se conocieron detalles de cómo funcionaba el programa y de los engaños a los que eran sometidos los pacientes para ser estudiados o para no recibir el tratamiento adecuado que curara o atenuara sus padecimientos.
El estado norteamericano indemnizó a los sobrevivientes a los deudos de los fallecidos. La cifra fue de 10 millones para el conjunto que fueron repartidos de manera equitativa.
En mayo de 1997, Bill Clinton recibió a ocho sobrevivientes del experimento y les pidió perdón en nombre del país. (AP Photo/Doug Mills, File) |
El 18 de mayo de 1997, Bill Clinton ofreció una recepción en la Casa Blanca. Entre los presentes había 8 participantes sobrevivientes del experimento. Clinton brindó disculpas sin condicionamientos por lo que tuvieron que sufrir. “No se puede volver el tiempo atrás, deshacer lo hecho, pero sí se puede terminar con el silencio. Podemos dejar de mirar a otro lado”. Y dirigiéndose a los sobrevivientes presentes continuó: “Podemos, por fin, mirarlos a los ojos a ustedes y decirles, de parte del pueblo norteamericano, que lo que hizo el Gobierno fue vergonzoso y que lo sentimos profundamente”.
En un reciente trabajo sobre el caso, el Dr. Martin Tobin hace conclusiones más allá del caso concreto y habla de las lecciones atemporales que deben sacarse: “Todas las regulaciones de investigación en el mundo nunca sustituirán la conciencia del investigador. Las tres lecciones centrales del Estudio Tuskegee para los investigadores (y para las personas en todos los ámbitos de la vida) pueden reducirse a la importancia de hacer una pausa y examinar la propia conciencia, tener el coraje de hablar y, sobre todo, la fuerza de voluntad. Actuar”.
Para que se entienda bien: los doctores del Programa Tuskegee le
ocultaron el diagnóstico, no los trataron de su enfermedad y hasta les
negaron el acceso a los procedimientos que podrían haberlos curado.
Un estudio aberrante e inhumano, que olvidó todo precepto ético y que se
extendió por cuarenta años, la gran mayoría de los cuales
transcurrieron después del descubrimiento de la penicilina y, también,
después de Auschwitz.
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