La filósofa francesa acudió a Madrid para presentar su último libro, ‘Reparemos el mundo’, y debatió con el paleontólogo Juan Luis Arsuaga sobre el lugar que ocupamos los humanos en el planeta.
La filósofa francesa Corine Pelluchon.
Foto: FLORIAN THOSS
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Corine Pelluchon trabaja con propósitos a largo plazo. La filósofa francesa es vegana y autora, para más señas, del Manifiesto animalista, pero sabe que no conseguirá que los humanos dejen de comer carne de la noche a la mañana. Es partidaria de la transición energética, pero opina que este proceso sólo puede desarrollarse en un periodo dilatado, sin revoluciones ni cambios radicales de paradigma. Su meta, como anuncia el título de su último ensayo, Reparemos el mundo (publicado por Ned Ediciones y traducido por Sion Serra Lopes), también es una tarea lenta, ya que trata de reconciliar al ser humano con el mundo natural. Sobre estas ideas dialogó con el paleontólogo Juan Luis Arsuaga en el Institut Français de Madrid.
Todo el pensamiento de Pelluchon está articulado en torno a la, a su juicio errónea, contraposición entre derechos humanos y derechos animales (en los que podríamos englobar a toda la naturaleza). La Ilustración colocó al ser humano en la cima de la pirámide. El resto de los seres vivos, en ese esquema, estaban por debajo. «Pero no somos ni mejores ni peores», explica Pelluchon. «Simplemente vivimos existencias heterogéneas».
Como aclara Arsuaga, «la especie humana sólo era una especie más hasta hace 11.000 años. Es verdad que pintábamos bisontes en las paredes y que uno puede sentirse superior desde el punto de vista artístico o intelectual, pero en el ecosistema nuestra especie sólo era una más, sin ningún impacto especial, sin gran capacidad de transformación. Todo esto cambia con un invento: la domesticación de los animales y de las plantas. Ese es el gran cambio. No es un cambio biológico ni evolutivo. Es la misma especie de siempre, pero que empieza a cultivar y a criar ganado».
En opinión de Pelluchon, «hay que modificar la concepción del sujeto que sirvió de base a las filosofías de los siglos XVII y XVIII que representaron al hombre como un imperio dentro de un imperio, y a la naturaleza como un mero fundamento». Entre los conceptos que la autora cree que debemos modificar está «el dualismo cultura-naturaleza». Reconfigurar esta perspectiva es vital para hacer frente al desafío climático. «Y no hay un manual para hacerlo. Esto no es como reparar un coche», avisa. «No hay recetas, hay una actitud. Lo que yo propongo para poner la ecología en el centro de la política es, digámoslo así, una revolución antropológica. Se trata de promover un medio de desarrollo menos deshumanizador, menos injusto para los humanos y los no humanos, más sostenible. Hay que hacer un cuestionamiento de nuestro pensamiento, de toda nuestra educación, que nos hace creer que los otros seres vivos son simples medios para nuestros fines».
Pelluchon ha bautizado este orden (de alguna manera, antinatural) como «esquema de la dominación». Este esquema «lo transforma todo», asegura. «La agricultura, la ganadería, nuestra relación con los otros, la política, el trabajo… Todo lo transforma en guerra. Es una dominación, no sólo de los demás, sino de la naturaleza externa, de los ecosistemas, y también de nuestra propia naturaleza interior». La clave de la reconciliación entre nosotros y la naturaleza es «el reconocimiento de nuestra finitud, de nuestra vulnerabilidad y de nuestra condición terrestre. Y el conocimiento de nuestra interacción con otros seres vivos». A su juicio, esta toma de conciencia tiene un «impacto en nuestros afectos, en nuestra vida emocional. Cambia nuestra manera de actuar y también nuestras aspiraciones y deseos». Ella sitúa este cambio no sólo a nivel individual (que también) sino a «nivel civilizatorio».
El reto de la carneEntre los cambios que el ser humano debe acometer frente a la emergencia climática está el de la alimentación. En este asunto Pelluchon hace una distinción entre el veganismo y el vegetarianismo de orden filosófico y el que imponen los límites del planeta. «Yo suscribo el primero, porque creo que arrebatarle la vida a un animal que quiere vivir, y que a veces es un simple bebé, no es algo que se pueda hacer alegremente», explica Pelluchon. «A ese veganismo ético hay que añadir otro ligado a las condiciones actuales. Cuando yo era niña había 3.000 millones de personas en el mundo y en mi casa comíamos carne dos veces por semana. Entonces era una cantidad aceptable. Hoy tenemos otras condiciones demográficas, ecológicas y sociales. Comer carne todos los días, cuando pronto seremos 8.000 millones de personas, simplemente no es viable».
Entre las razones que enarbolan los enemigos del vegetarianismo está el hecho de que siempre hemos comido carne, incluso de que nuestro desarrollo cerebral, a lo largo de la evolución, está ligado al consumo de carne. Podría ser cierto, aunque en la Prehistoria había unos condicionamientos físicos que ahora no sufrimos.
«Los yacimientos están llenos de huesos de herbívoros consumidos por nuestros antepasados, eso es una evidencia», explica Juan Luis Arsuaga. Y el fenómeno se da en mayor medida «en latitudes con climas estacionales, como la nuestra. En esas condiciones sólo se podía ser carnívoro porque no había ningún alimento vegetal disponible para un ser humano durante tres cuartas partes del año. Sí lo había en la época de la fructificación, pero entonces los árboles frutales no eran como los de ahora, que han sido modificados a lo largo de siglos de selección artificial. Un manzano silvestre, por ejemplo, da un fruto muy pequeño. Las bellotas no eran consumibles. Castañas había muy pocas. Sí había, por ejemplo, bayas y arándanos, pero todo en cantidades pequeñas y limitadas a un periodo de tiempo».
¿Puede usarse este argumento histórico para seguir consumiendo carne? En absoluto, y menos en las cantidades en las que los humanos lo hacemos en la actualidad. «Se consume demasiada carne», afirma Arsuaga. «La mayor parte de las proteínas animales que consumimos van directamente a la orina en forma de metabolitos. No se asimila. Una persona adulta, con una actividad normal, necesita muy pocos gramos de proteínas al día, y esto incluye las proteínas vegetales, claro. El equivalente sería apenas una loncha de jamón. Consumimos un exceso de grasas animales que no sólo no son beneficiosas sino que son perjudiciales para la salud. Y para el planeta más. Porque hay una cosa que se llama pirámide trófica y en cada uno de los escalones se pierde la mayor parte de la energía. Por eso es preferible consumir vegetales que consumir animales que se alimentan de vegetales. El hecho inobjetable es que se produce muchísima carne. No un poco más sino varios órdenes de magnitud más de la que es necesaria. Por eso se debería reducir. Esto no admite discusión. Es un hecho».
Pelluchon, a pesar de su compromiso animalista, no busca culpabilizar a los consumidores de carne. Cree, más bien, en un proceso de sensibilización que conduzca al reconocimiento de que «la matanza inducida de un animal para alimentarse o vestirse es moralmente problemática». Y para ello funciona mejor la emoción que la razón.
Es precisamente este exceso racionalista heredado de la Ilustración el que combate en sus libros. Con muchos matices, claro. Tantos que corre el riesgo de no ser entendida en una sociedad polarizada que quiere explicarlo todo en 280 caracteres. La razón, como explicaba en su libro Les Lumières à l’âge du vivant, debe ser defendida con uñas y dientes pero no puede ser reducida a un mero instrumento de cálculo y explotación. De la Ilustración, como de todos los procesos desarrollados en el pasado, «deben recuperarse algunas cosas y desechar otras», explica.
Los peligros de la nostalgiaArsuaga coincide con ella en el peligro que entraña la nostalgia, que no es algo actual, ni mucho menos: «Todas las culturas y civilizaciones han creído en el mito de un pasado mejor en armonía con la naturaleza. Es el mito del buen salvaje de Rousseau, en pocas palabras. Hay que recordar que en el siglo XIX la esperanza de vida era de 30 años y que la mitad de los niños se moría antes de cumplir cinco años. ¿Acaso hay alguien que tenga nostalgia de la mortalidad infantil? Para algunos parece ser el ideal en cuanto a sostenibilidad, pero lo cierto es que eran sociedades patriarcales en las que la libertad no existía. Cuidado con estas nostalgias agrarias o ruralistas. En general, las soluciones a los problemas del presente están en el presente, no en el pasado. No vamos a desinventar el avión. Lo que se inventa no se puede desinventar. Las tecnologías, y aquí podríamos incluir también el gran cambio que se produjo con la agricultura, no se desinventan. En todo caso se desarrollan. Habrá que ver cómo nos desplazamos con avión, o sin él, pero de una manera que sea lo menos lesiva para el medioambiente».
En cuanto al desafío climático, Arsuaga se mostró optimista. «El pesimismo es una excusa para no hacer nada, para no comprometerse. Pensar que las cosas se pueden cambiar es una obligación moral», aseguró. En realidad, «no hay ninguna razón científica para decir que es imposible que las próximas generaciones puedan vivir en este planeta vidas plenas, felices y en armonía con la naturaleza. No la hay. Las razones para negar esa posibilidad no son de orden científico, son de carácter político. En Sumatra se están sustituyendo los bosques originales por plantaciones de palma que no son para el consumo de los indonesios sino para el de los habitantes del Occidente opulento. En el fondo del problema ecológico está la injusta distribución de la riqueza, que está en manos de unos pocos».
Pelluchon comparte esta visión, pero se esfuerza, en todas sus intervenciones, en desideologizar la causa ecologista. Esta postura, sin duda repelente a primera vista, tiene su explicación. Convertir la emergencia climática en munición para la batalla cultural desatada por la derecha global podría conducirnos al desastre. La ciudadanía, sobreexcitada por un ecosistema mediático y digital conservador (cuando no ultra), vota frecuentemente en contra de sus propios intereses. Es un hecho que las condiciones materiales de vida ya no constituyen un argumento sólido en ningún proceso electoral. Y las naturales o las ecologistas mucho menos. «Desconfío de las llamadas a la revolución. La única cosa que yo quisiera eliminar es el dogmatismo», explica. «No porque yo sea una persona amable sino porque tengo un sentido muy desarrollado para la tragedia. Creo que la violencia y el mal son tentaciones constantes».
En cualquier caso, la filósofa francesa no pierde de vista las implicaciones sociales de la necesaria transición energética: «Es un proceso que hay que colocar en un contexto social, geográfico y cultural. Y es perfectamente realizable. Por ejemplo, ¿podemos cambiar el modo de producción ganadero? Por supuesto. Yo soy abolicionista, pero hasta que llegue el día del fin de la explotación animal creo que habría que dar un salario de compensación a las personas que se dediquen a esa actividad de forma extensiva, a pequeña escala y respetuosa con el medioambiente. Porque, además, tienen un papel en la composición del paisaje. Pero las decisiones no pueden tomarse desde arriba, de forma vertical y tecnocrática. Y, con más motivo aún, debemos huir de la tentación autoritaria. La mayor parte de los políticos están de rodillas ante el poder del dinero. Alimentan un sistema extractivista y productivista. Es normal que los jóvenes estén enfadados. Yo también comparto esa cólera. El problema es saber qué hacemos con ella. Porque, a veces, la cólera puede ser mala consejera».
Fuente; https://www.climatica.lamarea.com/corine-pelluchon-carne-humanos/
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