domingo, 3 de abril de 2022

El tabú de la educación

 
Gabriella Giandelli
   Siempre ha habido alguna corriente pedagógica que, con diferentes pretextos, ha pretendido liberarse de la educación, considerándola como un auténtico tabú: las vidas de los hijos obtienen más daños que beneficios en la educación, que no es más que un bozal puesto por padres paranoicos en los legítimos deseos de libertad de sus hijos. Entre todas las posible referencias podemos pensar en el trabajo de Peter Gray cuyo título, en sí mismo, como puede entenderse fácilmente, es todo un programa: Free to Learn, libres para aprender. La tesis de este libro es que debemos devolver a nuestros hijos la autonomía que una concepción de la escuela áridamente disciplinaria les ha arrebatado. Lo que el autor define como "instrucción forzada" aparece descrita como una maquinaria lo suficientemente represiva como para apagar la creatividad de los niños en nombre de una necesidad de control y de disciplina forzada que proviene del mundo adulto.
   Esta imagen de la problemática de la educación se resiente de cierta ideología libertaria que entiende mal la función de la diferencia simbólica entre las generaciones y el papel esencial que desempeñan los adultos en el proceso de formación. Se trata de una auténtica "mutación antropológica" que ha sido descrita con gran eficaciá por Marcel Gauchet en un bonito libro titulado Il figlio del desiderio [El hijo del deseo]. Resumo sintéticamente su razonamiento: si hubo un momento en el que la educación cumplía el cometido de liberar al sujeto de su infancia, hoy tendemos a concebir la infancia como un periodo al que queremos permanecer eternamente fieles; un especie de "ideal del yo" puro y no contaminado por todos los condicionamientos culturales y sociales con los que se corre el riesgo de corromper su afirmación. Ya no se trata de educar al niño para la vida adulta, sino de liberar al niño de la vida de los adultos porque la vida adulta no es una vida, sino solo su falsificación moralista. 
   No ha habido ninguna época que haya ensalzado como la nuestra la centralidad del niño en la vida de la familia. Todo parece patas arriba: ya no son los niños los que se pliegan a las leyes de la familia, sino las familias las que han de ceder ante las leyes (caprichosas) de los niños [...].
   La tarea de la educación se pasa por alto en nombre de la felicidad del niño, lo que normalmente corresponde a dejarle que haga todo lo que quiera: la satisfacción inmediata no es solo un mandamiento del discurso social, sino que se extiende incluso por las familias que cada vez hallan mas dificultades para hacer valer el sentido de la limitación y del aplazamiento de la satisfacción .¿No es esta acaso la nueva Ley que gobierna nuestras vidas? ¿No exige el espíritu del mercado la obtención de los máximos beneficioes en tiempos cada vez más breves y acelerados?][...]. Solo si la vida reconoce que no todo es posible puede hacer que exista el deseo como una posibilidad auténticamente generativa. De lo contrario, el deseo se eclipsa sofocado por la marea creciente de la satisfacción inmediata de las necesidades. Se trata de un problema crucial de nuestro tiempo. La elevación del niño a la condición de nuevo ídolo frente al cual, con el fin de obtener su benevolencia, sus padres hincan la rodilla, es un efecto de esta erosión generalizada del discurso educativo. En la pedagogía falsamente libertaria que oculta el trauma beneficioso del límite como condición para el potenciamiento del deseo, la educación misma se ha convertido en un tabú arcaico del que hay que liberarse, una palabra soportable que oculta y justifica aviesamente el sadismo gratuito de los adultos hacia la inocencia de los hijos. En realidad, este desmantelamiento crítico del concepto de educación no deja de ser una manera mediante la cual los adultos , que son en realidad los auténticos niños, tienden a deshacerse de su carga de responsabilidad para contribuir a formar la vida de los hijos. Buena parte de ello es el recelo con el que muchos padres observan a los enseñantes que se permiten juzgar negativamente a sus hijos o, lo que es peor, someterlos a medidas disciplinarias.
   Dando por descontado que no existen padres ideales, o que el oficio de padre es imposible, ello quiere decir que es imposile no cometer errores al ejercer de progenitores. Esto no significa en absoluto esquivar la responsabilidad de asumir decisiones, de tomar medidas, de no permitir que sean los hijos los que nos dicten la Ley. No se trata de que los padres se propongan a sí mismos como modelos educativos infalibles -nada peor para un niño que tener un padre o una madre que se postulan como medida ideal de vida- sino de que trasmitan que siempre hay un mundo más allá del encarnado por la existencia del hijo, que, dicho más claramente, la existencia de un hijo no puede agotar la existencia del mundo. En una reciente entrevista clínica con una familia con dificultades frente a un niño que había ido canibalizando progresivamente sus vidas demostrando que carece de respeto por el sentido del límite, el padre usó esta elocuente expresión para definirlo: "Se cree que es el centro del mundo." Pero añadiendo inmediatamente después, sin poder contener cierta satisfacción: "Y no sabe hasta qué punto eso es absolutamente cierto para nosotros."

Los tabúes del mundo
Massimo Recalcati

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