Atardezco. Lo noto en las horas que se apagan en mi frente, en la poca y blanda luz que doy.
Empiezo a oscurecer. Con la mano sobre el pecho, advierto las primeras señales del relente. Y al percibir a gran distancia mis latidos me percato de que soy el único que de mí se marcha y el único que poco a poco en mí termina.
Atardezco aunque no quiero. Me viene, no sé si de dentro o fuera, esta forzosa tendencia a atardecer. Y, francamente, ignoro para qué declino ni por qué me llega por la espalda, según me apago, un ruido borroso de puertas que se cierran.
Es el horizonte, con los primeros puntos luminosos y el bosque cada vez más negro, el que viene a mí y no al revés, como era común hasta hace poco.
Soy las siete de la tarde. Suena en mi voz, al dar la hora, un eco solitario de campana vespertina. Se pone el sol por detrás de mi cabeza; asoma ya en mi sombra la luna fría, pálida como un recuerdo olvidado.
Y sin parar de hacerme niebla a ras de suelo, consumo mis mermadas esperanzas contando grietas, desmontando ese artilugio cuyo funcionamiento desconozco, mi pasado.
En fin, que atardezco sin remedio; que mientras me hago tarde me va envolviendo una tristeza de despedida, más morada que azul; pero, por lo demás, no pasa nada.
¿Qué va a pasar si luce ahí cerca el sol de mediodía; si está jugando en la calle, bajo mi ventana un grupo de niños eternos?
Autorretrato sin mí
Fernando Aramburu
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