Pulpo. |
Diógenes de Sínope vivía en un tonel hacia el 300 a.C. y entre sus muchas lúcidas o cínicas frases nos ha llegado esa de “Mientras más conozco a los hombres más quiero a mi perro”. Se dice que murió de un cólico por comerse un pulpo vivo o se ahogó cuando las ventosas del animalito se le pegaron a la garganta, con lo fácil que hubiera sido cocerlo. Sin embargo, hoy alguno repite la frase sustituyendo “perro” por “pulpo” como animal de compañía, por ejemplo, en el documental Lo que el pulpo me enseñó (My octopus Teacher. Pippa Ehrlich, 2020), el buceador Craig Foster acaba trabando amistad con un pulpo sin pimentón y cachelos por medio. Hemos pasado de considerar al pulpo un monstruo feo, gracias al capitán Nemo y los cómics de Alan Moore, a tenerlo por mascota futbolera adivinando quinielas o marciano inteligente, gracias a La llegada (Arrival. Denis Villeneuve, 2016), película en la que una reputada experta en lingüística logra comunicarse con unos pulpos gigantes marcianos más listos que el hambre.
Lo cierto es que el pulpo es un bicho bien raro, con un sistema nervioso, unos ojos sofisticados y una capacidad de aprendizaje que pasma a los biólogos marinos. Su genoma se publicó en Nature en 2015 y los investigadores dijeron en broma, ante su asombroso ADN, que “era lo más parecido a un extraterrestre”. Eso bastó para que los Iker Jiménez y ufólogos de postín de todo el mundo sacaran de madre el chiste o la boutade y creciera el bulo de que los huevos de los pulpos habían venido a la tierra montados en algún meteorito de hielo. Ya sean marcianos críticos neomarxistas o tristes monstruos Lévi-Straussianos, los griegos, tunecinos, gallegos, aimaras, mapuches, italianos, japoneses y otros pueblos costeros hicieron del pulpo un alimento asequible y fácil de capturar, rico y nutritivo. Bastaba meter en el mar un vasija de barro del tamaño adecuado, atada a una cuerda y a una calabaza seca, para que el animal buscara refugio en esa casa tan cuqui, luego se tiraba de la cuerda y voilà, pulpo a la brasa. Hasta hace pocas décadas el pulpo se comía en esas regiones tradicionales y muy esporádicamente tierra adentro en alguna tasca o restaurante de emigrantes pulpívoros. Además, cocinar el pulpo, que tiene una carne gomosa e inmasticable como descubrió Diógenes, tenía sus trucos. O bien se cocina muy poco tiempo y a baja temperatura, unos 55 grados centígrados evitando que sus fibras musculares se endurezcan y quedando así su carne con una textura crujiente y masticable, o se mete en el puchero a fuego lento durante una hora hasta que el colágeno que contrae y endurece su musculatura se disuelva en una gelatina, convirtiendo su carne en un bocado blandito. Si lo cocinamos a fuego vivo y no el tiempo suficiente, el pulpo quedará duro como una suela e incomible como goma de borrar. Luego están los trucos de golpearlo a conciencia o secarlo al sol, lo que equivaldría a una especie de ‘precocinado’ lento a menos de 55 grados, y luego dorarlo en unas buenas brasas unos segundos.
Como otros tantos alimentos, no sabemos en qué momento se puso de moda devorar el animalito tierra adentro y en todo el mundo. La globalización de la cocina, la apetencia por lo exótico o quién sabe qué modas, manías, influencers o cocinillas incrementó la demanda y el precio de pulpo hasta límites ahora insostenibles. Antes el pulpo era abundante y barato, aguantaba bien los recalentados y las horas y días que antes tenían las ferias de ganado. Su aliño “a feria” es humilde y potente: chorreón de aceite, sal gorda (mejor escamas de sal) y lluvia de pimentón. El polvo de pimiento seco y ahumado con leña de roble y de encina, el pimentón de la Vera de Cáceres, es una especia imprescindible. Y por debajo estaban los cachelos, las patatas que se empapaban de sabor y llenaban la andorga. Pero hoy el pulpo gallego escasea y el precio del kilo de pulpo cocido gallego puede llegar a 40 euros. Pocas veces se compra fresco porque, a las dificultades de conseguir una buena cocción, se suma el que tiene una merma del 50 por ciento de su peso. Importamos 60.000 toneladas de cefalópodos, veinte veces más del que se captura en Galicia, así que el pulpo a feira de la tasca gallega de enfrente es casi siempre marroquí, senegalés, filipino, mauritano o chileno. Hace dos años los científicos del Instituto Español de Oceanografía de Vigo y Canarias –¡tras 60 años de ensayos!– consiguieron criar pulpo en una piscifactoría. Pero aún está lejos el momento en el que pulpo “de granja” sustituya al “salvaje” y muchos países están tras la fórmula de cómo producirlo así, en granjas marinas intensivas. Algunos biólogos marinos se oponen a esta práctica, tanto por la inteligencia del animal, o su marcianidad ilustrada, como por la necesidad de alimentarlos con el equivalente a tres veces su peso en otros animales marinos salvajes: peces, crustáceos y moluscos exquisit, no comen cualquier cosa estos monstruos de ocho patas. Además, es difícil tener muchos pulpos juntos porque son animales territoriales y si hay poco espacio entre ellos, se estresan, compiten por ese territorio, dejan de comer o se comen entre ellos y se mueren.
Las veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne tiene mucha culpa de mi mala conciencia a la hora de devorar un pulpo, y lo mismo me pasa con las rayas o con los meros, pero también me inquieta el recuerdo de El sueño de la esposa del pescador, ese momento pictórico de placer con un cefalópodo de pico y lengua afiladas. La xilografía de Katsushika Hokusai, del género ukiyo-e, y del shunga, el arte erótico japonés del siglo XIX, no sabe un occidental como tomársela, si como una metáfora de “no sea usted picopulpo y utilice bien la lengua con su amante” o como una fantasía satisfyer brutal ya que el cunnilingus con un pulpo es biológicamente imposible y arriesgado, pocas bocas tan afiladas y duras como “el pico” de un pulpo. El tema es que seguimos arrasando los mares, primero nosotros y ahora los chinos. En las salidas a los caladeros tradicionales de Galicia y del norte de Portugal –en los que se capturaban en un día normal unos cien kilos– se logran ahora apenas diez o veinte kilillos, así que desde aquí recomendamos comer pulpo como si fuera eso, una comida muy ocasional, “de feria”, extraordinaria. No tanto con la mala conciencia de que nos estemos comiendo a un marciano o un Séneca de ocho brazos, pero sí con la prudencia de no abusar de un manjar que puede extinguirse. En otro tiempo comerciamos con garum, mojamas, corales, sirenas, algas y conchas, inventamos a Ulises, construimos barcos ligeros y rápidos que tocaban apenas la espuma y ciudades al abrigo de los malos vientos pero abiertas a las brisas benignas. En este mar aprendimos a cocinar sus pescados de mil formas y encontramos en cada pez, molusco, cangrejo, calamar o bicho la fórmula más adecuada para convertirlo en alimento y golosina en Corfú, Estambul, Sidi Bou, Marsella, Begur, Níjar, Denia, Santorini… amábamos al mar y nos parecían igual de ricas unas sardinas que un galera, no había bicho pescado que no probásemos a comer, todo se aprovechaba; pero hoy hay mucho clasismo y mucho neoliberalismo en las redes, apenas comercializamos unas pocas especies y el resto se va, muerto, por la borda. Así que escribimos esta receta de “pulpo revolcón” con la certeza de que sabréis guisarlo muy de cuando en cuando, como plato de fiesta. Va: cocemos unas patatas, las pelamos y despachurramos sobre el aceite de oliva caliente en el que hemos frito un poco de panceta picada, un mucho de escamas de pimentón de La Vera y un diente de ajo. Sobre esa masa revolcona cortamos en rodajas del grosor de un doblón de a ocho una pata de pulpo bien golpeada y soleada que asaremos luego sobre brasas de poda de olivo, lloviznando el platito con escamas de sal mallorquina. Luego rezad algo a Neptuno o a Poseidón, pedid perdón y dad gracias al mar.
Fuente: http://www.ctxt.es/es/20201001/Firmas/33849/Ram%C3%B3n-J-Soria-Brena-gastrologia-pulpo-Diogenes.htm
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