Fuente: http://yometiroalmonte.blogspot.com/2012/02/pedagogias-iii-articulo-de-antonio.html
Del suplemento Babelia, de El País, de un escritor que nunca pareció alineado con los conservadores, en todo caso al contrario. Obtenido de la página Antipedagógico.
El libro ilimitado
Voy en el metro a media mañana camino de una
de mis librerías más queridas de Madrid y aunque llevo abierto el
periódico miro de soslayo con un gesto reflejo cada vez que entra en el
vagón alguien con un libro en las manos. No siempre es fácil identificar
su título, y hay que tener mucho cuidado para que la curiosidad no se
confunda con la metijonería. Es como ser un mirón digno que por nada del
mundo quiere verse metido en un trance embarazoso. El libro está a
veces en una posición casi horizontal, para que reciba mejor la luz del
techo, y no es cuestión de adelantar la cabeza y torcer el cuello
queriendo mirar la cubierta desde abajo. ¿Cuál será ese libro de
bolsillo tan grueso del que no ha apartado los ojos ni siquiera al dar
una zancada desde el andén ese lector que acaba de sentarse frente a mí?
Lo ha doblado por la mitad, con riesgo de descuadernarlo, lo aprieta
como estrujándolo entre las dos manos. Es un joven de veintitantos años
con el pelo encrespado de rizos casi africanos, sin afeitar, con una
mochila pequeña a la espalda. Da la impresión de que se levantó de la
cama con el libro en la mano y que pasó así con él delante del espejo
del baño.
Mantengo la vigilancia mientras leo el periódico. El titular de la
primera página es el desastre de los índices escolares de lectura en
España. Sólo hace unos días la enigmática ministra de Educación aseguró
que ella no ve ningún problema en que los chicos usen el teléfono móvil
mientras están en clase. La enseñanza pública se deteriora
irreparablemente en España gracias a una conspiración de ignorancia
tramada desde hace años por la chusma política y la secta pedagógica y
las autoridades ya tienen un culpable: el franquismo. Quién si no. Como
mi tierra natal está incluso a la cola del desastre leo que la consejera
de Educación de la Junta de Andalucía ha descubierto una causa todavía
más lejana: nuestro atraso histórico. A ellos, los socialistas que
llevan gobernando en Andalucía un cuarto de siglo, que los registren.
Pienso en mis maestros, los que me
enseñaron contra viento y marea a leer y a escribir y a amar el
conocimiento en años de oscurantismo y pobreza; pienso en tantos
profesores vocacionales y derrotados que conozco, en las cartas
despectivas o perdonavidas o del todo insultantes de pedagogos y
expertos, de enchufados de diverso pelaje, que he recibido sin falta
cada vez que he escrito sobre las quejas amargas de mis amigos
profesores y sobre lo que yo estaba descubriendo con mis propios ojos
con sólo hojear los libros de texto de mis hijos y escuchar las
historias que me contaban al volver de la escuela.
A los expertos, a los gurús de la jerga psicopedagógica y a los
enchufados no les cabía la menor duda: los que alertábamos sobre la
degradación de la enseñanza nos habíamos vuelto de derechas y no
sabíamos nada, no entendíamos de nada. Ellos sí que entendían: a la
vista están los resultados. Cierro el periódico con asco y el hombre
joven que leía frente a mí levanta los ojos de su libro. A mi atención
de espía le basta un segundo para descubrir el título: es el Viaje al fin de la noche.
Ahora parece evidente que el aire de ligero trastorno que tenía ese
hombre desde que entró en el vagón procedía de la lectura de Céline.
Vamos en el mismo tren de la línea 4 pero su viaje es mucho más hondo y
más terrible, un descenso de fiebre por los espantos del mundo. Yo voy
por los túneles del metro de Madrid y por el presente inmediato y más
bien desolado del periódico: él por las trincheras de la guerra, por la
miseria de los suburbios proletarios de París, por el Nueva York
futurista de los años veinte, por las tinieblas coloniales del Congo que
ya había roturado para la literatura Joseph Conrad.
Ahí lo dejo, sumergido en el libro, continuando su viaje, con su
barba de varios días y su mochila de vagabundo celineano. ¿Cuántos
lectores como él no llegarán a existir gracias a la gran conjura de los
necios y de los comisarios políticos que ha asolado la educación
española? Pero no se trata sólo de esa embriaguez, del dulce vicio que
le acompaña a uno en la soledad y le hace gratos los minutos de un viaje
en el metro: mucho más grave es que la escuela esté fracasando en su
tarea de despertar en cada uno sus mejores facultades, de actuar como
palanca de progreso social. ¿Qué porvenir laboral tiene un hijo de
trabajador o de inmigrante que a los quince años no es capaz de
comprender un párrafo de tres líneas? ¿Qué podrá aprender sobre la
complejidad del mundo y la de su propia alma quien no cuenta con la luz
de las palabras escritas? El nivel cultural y académico de los padres es
factor decisivo, asegura el periódico. Subiendo por las escaleras del
metro me pregunto con ira y dolor qué habría sido de mí, de tantos de
nosotros, si no hubiera sido por la escuela y por el instituto. Nuestros
padres, niños en la guerra, escribían y leían con dificultad. En
nuestras casas, donde había tan poco, mal podía haber libros. La escuela
nos hizo lo que somos.
Soy lo que he leído. Me gano la vida gracias a que existen lectores.
En el escaparate de la librería distingo con expectación impaciente el
libro que vengo buscando. Verlo me da tanta felicidad como descubrir en
un escaparate de la infancia la cubierta en colores de una novela de
Julio Verne. Son Los ensayos de Montaigne que acaba de publicar
Acantilado, editados y traducidos admirablemente por Jordi Bayod Brau.
Muy pronto el gozo de las manos se añade al de la mirada: sopeso el
volumen, paso los dedos por su tapa tan sólida, lo abro y rozo las
páginas con las yemas de los dedos, y al hacerlo percibo un olor
exquisito de papel y de tinta. Por cualquier página que se abra este
libro ilimitado se reconocerá la voz sabia y serena, la inteligencia
irónica y voluble, la curiosidad entre erudita y chismosa de aquel
hombre feliz que se retiró hace más cuatro siglos a escribir y a leer en
la biblioteca circular de su torre. Como Cervantes o Shakespeare si
empezamos a leerlo nos acompañará a lo largo de toda nuestra vida, y a
medida que pase el tiempo y sigamos leyendo nos enseñará cosas que ni
siquiera habíamos sospechado en las primeras lecturas. Como el señor don
Quijote de la letanía de Rubén el señor de Montaigne nos asistirá en
nuestra diatriba contra los fanáticos y los propagadores de la
ignorancia, contra los sinvergüenzas, contra los estafadores de la jerga
psicopedagógica, contra los políticos que sólo pueden eternizarse en su
parasitismo gracias a una ciudadanía analfabeta y embotada. En el viaje
de vuelta soy yo quien entra en el vagón del metro con la nariz hundida
en el libro, quien se queda tan absorto leyendo a Montaigne que cuando
levanta los ojos descubre que se ha pasado de estación.
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