"Empezar a contar la historia por Um Draiga nos permite entender quién está en la posición de perpetrador y quién en la de víctima si queremos usar la palabra 'genocidio' en una oración que incluya a Marruecos y al Sáhara Occidental", reflexiona Laura Casielles.
Un hombre corre por la playa en Ceuta tras llegar a nado desde Marruecos. REUTERS |
El 18 de febrero de 1976 tuvo lugar la masacre de Um Draiga. Um Draiga era el nombre de uno de los asentamientos en los que se fueron encontrando quienes huían de las que hasta entonces habían sido sus ciudades y pueblos cuando el Sáhara Occidental fue ocupado por Marruecos en la Marcha Verde. Situado en el interior del desierto, pero lo bastante cerca de algunos pozos que los beduinos conocían bien, se convirtió en una pequeña ciudad provisional, hecha de jaimas, que llegó a albergar a varios miles de civiles.
El bombardeo duró unas 48 horas, con algunas repeticiones en días siguientes. Los ataques desde aviones y cazas eran habituales en aquella huida, pero en este se usaron además napalm y fósforo blanco, armas químicas prohibidas por el derecho internacional. El número de muertos se cifra entre 2.000 y 3.000 solo en aquellos días. Por este y otros casos, en 2015 la Audiencia Nacional española admitió a trámite una querella para procesar a 11 altos cargos marroquíes bajo la acusación de genocidio. El procedimiento sigue sin resolverse. Quienes sobrevivieron a la masacre continuaron camino hacia Tinduf, en el sur de Argelia, donde siguen viviendo –con sus descendientes– 45 años más tarde, en campamentos de refugiados.
El pensador estadounidense Walter Mignolo explica que, cuando se cambia el punto por el que empezamos a contar una historia, nos encontramos con una historia diferente. El otro día, al leer la noticia de que esa misma Audiencia Nacional había reabierto una querella por genocidio, pero otra, la que acusa de eso mismo a Brahim Gali –presidente de la República Árabe Saharaui Democrática (RASD) y secretario general del Frente Polisario–, pensé en que quizá podríamos empezar a contar la historia por Um Draiga. Más que nada, para no tergiversar los nombres de las cosas.
Empezar por Um DraigaEmpezar a contar la historia por Um Draiga no solo nos permite entender quién está en la posición de perpetrador y quién en la de víctima si queremos usar la palabra “genocidio” en una oración que incluya a Marruecos y al Sáhara Occidental. También nos lleva hasta un punto del tiempo crucial para entender lo que está pasando estos días en la frontera entre España y Marruecos. Veréis.
Cito a Walter Mignolo no solo porque su reflexión sobre las historias me guste mucho, sino porque la desarrolla para pensar sobre la lógica y las consecuencias de los procesos coloniales. Que es de lo que va este asunto. La descolonización fue el fenómeno histórico más importante de la segunda mitad del siglo XX. El mapa se redibujó con la independencia de ochenta países, pero también con el trazado de todo un entramado de negociaciones, deudas y lealtades que marcarían el tiempo por venir. Algunos otros procesos, no muchos, quedaron sin resolver.
En las últimas semanas, las noticias del recrudecimiento de los ataques de Israel sobre Palestina pusieron sobre la mesa una vez más uno de los asuntos en los que esos temas irresueltos, o mal resueltos, siguen latiendo. Ahora nos llama a la puerta un problema de la misma familia, pero que nos pilla mucho más cerca: la cuestión del Sáhara. Se trata de dos conflictos que, en el “pack del pensamiento de izquierdas”, suelen emparentarse en una adhesión que va de suyo: apoyamos, claro. Sin embargo, es menos frecuente que nos demos cuenta de que, en el caso de España, si nos toca pensar sobre el Sáhara es también para pensarnos a nosotros mismos.
Un problema propioEntender el conflicto del Sáhara Occidental es entender que no se trata de un problema ajeno, sino profundamente propio. No solo en términos de responsabilidad, que por supuesto. También en la medida en que su desarrollo está tan ligado al de nuestra propia historia reciente que se puede entender como otro de esos candados que no hay manera de abrir si no se quieren tocar unas cuantas de las cosas que llevan décadas cerradas a cal y canto.
Durante el agitado año de 1975, un territorio en principio no tan importante se convirtió en la bisagra crucial de un tiempo. En el complejo guion que cambió el rumbo de lo que parecía que iba a ser una independencia pactada como las de otros países toman parte algunos de los principales personajes de aquellos últimos meses del franquismo, con especial protagonismo de un Juan Carlos I recién coronado que iba a encontrarse con que la gestión del futuro de aquel territorio resultaba clave para encontrar su lugar en el mundo –literalmente–.
De algún modo, retirarse ante la Marcha Verde y aceptar las presiones que cristalizarían en los Acuerdos de Madrid –en los que se cedió la soberanía del Sáhara a Marruecos y Mauritania– fue la primera aceptación de un chantaje marroquí por parte de España. Y lo sabemos por todas las películas: cuando se acepta un primer trato mafioso, el rumbo ya es difícil de enderezar.
Con aquella traición a las promesas de defender la soberanía del pueblo saharaui, nuestra transición a la democracia quedó marcada por algo mal hecho. La ocupación marroquí del Sáhara Occidental era ilegítima y, por tanto, España seguía y sigue siendo la potencia administradora de facto –como ha reconocido de hecho otro auto de la Audiencia Nacional, que en este tema ya vamos viendo que dice una cosa, su contraria, y todo lo demás también–. Lo era mientras caían las bombas sobre Um Draiga, lo era durante los más de quince años de guerra que siguieron, lo era mientras se incumplían una y otra vez las resoluciones de organismos internacionales como la ONU o el Tribunal de La Haya que establecen el mandato de realizar un referéndum de autodeterminación en este territorio cuyo estatus actual sigue siendo “pendiente de descolonización”.
Llamarse andana en el asunto resultaba lucrativo: también en el Sáhara los negocios que se afianzaron en aquellas décadas tuvieron mucho que ver con las puertas giratorias con las que se afianzó y sostuvo el bipartidismo, como muestra el documental Ocupación S. A. Pero, más allá de eso, dejar las cosas quietecitas en aquel frente tenía que ver con no abrir cajas negras de la memoria que tocan muchas de las claves de bóveda del régimen del 78, empezando por el rey.
Esto es extensible a toda la cuestión colonial española del siglo XX. Hablar del Protectorado de Marruecos es hablar de cómo se generaron las condiciones de posibilidad para el golpe de Estado de 1936, y hablar de la guerra civil, y hablar de las ambivalencias y contradicciones del propio discurso del franquismo. Hablar de la colonización española en Guinea Ecuatorial es hablar de cómo se dejó a aquel país en herencia una dictadura con la que la España ya democrática no ha sido jamás capaz de romper.
Y hablar del también muy deficitario papel de España en el proceso de descolonización de Marruecos ayuda a entender que cuando decimos que “Europa ha subarrendado a Marruecos el control de sus fronteras”, nuestro país no es exactamente un beneficiario, sino el siguiente eslabón en la cadena de comerse los marrones. Porque no nos confundamos: esta vez Europa ha intervenido cual primo de Zumosol porque la cosa estaba siendo demasiado llamativa, y no conviene mostrar de manera tan visible los tejemanejes que en lo cotidiano sostienen la maquinaria girando. Pero, en el día a día, es una de las principales artífices y garantes del orden de cosas que al reventar desemboca en lo que estamos viendo.
Pero esto no iba de echar balones fuera, sino de todo lo contrario. Lo que se juega en el Estrecho no solo tiene que ver con nosotros porque nos llame a la puerta con un sufrimiento ante el que no cabe la indiferencia. Tampoco solo porque sea terreno fértil –como casi siempre en la historia de ese paso de agua, por otro lado– para las peores versiones del nacionalismo patrio. Tiene que ver con nosotros porque se enraíza directamente en la pregunta de cómo ha construido este país lo que es hoy, cómo podría construir de otro modo y con qué herencias está dispuesto a romper para ello.
No es una crisis migratoriaNo, no es una “crisis migratoria”. Es otra cosa. Es una operación de Risk de un Estado que demuestra que está dispuesto a ignorar los derechos humanos no ya de sus enemigos, sino de su ciudadanía. Ahora el Estrecho nos grita, pero en los últimos meses ya se habían ido desplegando las señales de que Marruecos sabe qué botón tiene que apretar para que España no remueva las aguas que llevan estancadas hace casi medio siglo.
A menudo, la defensa de causas como la del Sáhara o la de la Palestina se denosta diciendo que son temas pequeños, luchas perdidas a las que solo se suma gente ingenua y poco pragmática. Pero lo que está en disputa es algo mucho más grande –¿por qué si no iban a preocupar a los gigantes del mundo?–. Paisitos que no estaban llamados a ser cruciales encarnan en su resistencia el recordatorio del daño sobre el que se funda nuestra tranquilidad.
De lo que se trata es de un orden global que se apuntaló en el colonialismo y se barnizó en el proceso de descolonización, y que se sostiene en la desigualdad y en la violencia. Y por eso es trampa presentarlos como guerras entre países, llevar a los pueblos a enfrentarse. El conflicto, como siempre, no es entre las sociedades: es entre quienes tienen poder y quienes lo sufren, como muestra con claridad quiénes están jugándose la vida estos días en el espolón de Ceuta.
El ping pong que vemos estos días en la frontera
nos llama a la puerta con la urgencia de las vidas que están en juego.
Pero, además, nos recuerda que los problemas que no se resuelven,
regresan. Que los problemas que se resuelven mal, cediendo al matonismo y
al chantaje, se enquistan. Y que los problemas que son fundantes de un
orden criminal tienen mal arreglo.
Fuente: https://www.lamarea.com/2021/05/21/um-draiga-asuntos-sin-resolver-que-llaman-a-la-puerta/
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