sábado, 12 de septiembre de 2020

Moria: cuando buscar agua te convierte en clandestino

El muchacho carga con una mochila y una botella de agua. No llevaba mucho más cuando atravesaba el desierto del Sahel en su camino a Europa desde Camerún. El sol cae a plomo y aún son las diez y media de la mañana. Cruza la carretera sin apenas tráfico, salta el quitamiedos y se adentra en olivares que rodean a lo que queda del campo de Moria, en la isla griega de Lesbos. 

“Es la única forma que tenemos de ir a comprar agua y comida. La policía no nos deja salir de la carretera a Moria”, explica, mientras sortea los charcos andando sobre tablones.

Las dos carreteras que comunican Mitilene, la capital de Lesbos, con lo que queda del mayor campo de refugiados de la Unión Europea, llevan cortadas por la policía desde la noche del martes, cuando comenzaron los incendios. Según empeoran las condiciones de las más de 13.000 personas que, como se presenta Abdou, ahora son también sin techo, las instituciones aumentan el perímetro al que, oficialmente, tampoco tiene acceso la prensa. En un primer control policial, varios agentes cierran el paso. En un segundo, una veintena de soldados y una decena de policías vigilan apostados tras dos autobuses atravesados en la vía. Esto lo veré más tarde, desde el otro lado, al que no habría podido llegar si no hubiese sido por Françoise Unzú. 

Estas prendas es todo lo que François Umzu pudo salvar de las llamas. Las ha dejado aquí escondidas esperando que nadie se las robe. P.S.

Este muchacho de 25 años que, según cuenta, fue obligado a hacer la guerra en el oeste de su país, tiene un pendiente en su oreja derecha y una necesidad imperiosa de verbalizar las injusticias que ha vivido durante los 13 meses que lleva atrapado en la isla de Lesbos.

“Hice mi entrevista para pedir asilo hace más de un año y aún no me han contestado. Y la siguiente cita la tengo para junio de 2021. La Unión Europea tiene que sacarnos de aquí, hay gente que lleva hasta tres años”, relata cuando un trabajador de una fábrica junto a la que pasamos nos mira insidiosamente mientras llama por teléfono. Avanzamos más rápido, cuando tres hombres aparecen zigzagueando monte abajo. Inicialmente, desconfían. Saben que hay grupos de griegos xenófobos y de extrema derecha impidiendo que vecinos y activistas puedan auxiliar a las personas refugiadas. Cuando los afganos ven que Françoise es negro, dejan de temer y nos explican lo que ya sabemos: “Llevamos dos días durmiendo en la calle, sin comida ni agua. Y la única forma de conseguirlos es por aquí”.

Para algunos refugiados, sobrevivir estos días ha vuelto a ser una cuestión de clandestinidad: saber cómo moverse por el monte, cómo racionar el agua y los alimentos, llamar poco la atención para no terminar teniendo problemas con la policía o con otros refugiados… Desde un alto, contemplamos un reguerito de puntos moviéndose por los montes. De nuevo la huida.

Un hombre nos recrimina desde su moto que estemos en una propiedad privada. Un poco más adelante, nos encontramos con un joven de Gambia acuclillado en un recodo del camino, rellenando en un riachuelo botellas de agua que ha recogido de la basura. A su lado, pasa un congolés cargando con un bidón en su cabeza. Es la única forma que tienen de poder ducharse, en Grecia, en la Unión Europea.

Reparto de raciones de comida para personas con enfermedades crónicas de la ONG vasca Zaporeak antes del incendio de Moria. En la actualidad han pasado de cocinar 2000 raciones a 3600. P.S.

Si no hubiese sido por el papel de ONG como la vasca Zaporeak, que ha casi duplicado el número de raciones de comida repartidas al día, más de 3.000, la crisis humanitaria a la que asistimos sería sustancialmente peor. 

Tras una hora subiendo y bajando laderas, llegamos a la carretera en la que llevan dos días tiradas miles de personas. Exactamente a 200 metros de donde está el control policial por el que no hemos podido acceder directamente. Aquí, lo más preciado es una sombra, por lo que los bajos de camiones, los túneles y los árboles se han convertido en sus nuevas tiendas de campaña. Y los aparcamientos de los dos supermercados en los que estas miles de familias se tuvieron que dejar buena parte de sus ahorros durante estos meses, o incluso años, de espera en Moria, en su nuevo campo de refugiados. 

“¿Por qué han cerrado los supermercados? ¿Por qué?”. Hay mucha rabia entre los desplazados por el incendio. Una rabia que ya resultaba evidente en el campo de Moria y que este abandono institucional hace incontenible. Antes, para comer, tenían que hacer interminables colas para recoger unas bandejas de catering que, como hemos constatado, resultaban bastante incomestibles. Por ello, muchos se gastaban en estos dos supermercados los ahorros que le quedaban, lo que les pudieran enviar familiares o los 90 euros que les ingresa mensualmente el Alto Comisionado para los Refugiados de las Naciones Unidas en una tarjeta de Master Card –por supuesto, con sus respectivos logos. Si algo no faltaba en Moria eran los logos estampados en cada lona, mochila, camiseta….  reducidos ahora a cenizas–. Una de las quejas de la población local de Lesbos es que la gran beneficiaria económicamente de la llegada de los refugiados ha sido la cadena alemana Lidl, mientras que buena parte de sus comercios locales han quebrado por la crisis económica que sigue asolando Grecia. 

Así que cuando el jueves por la tarde, estos dos centros comerciales cerraron sus puertas, la sensación que se extendió fue, una vez más, la de vejación y aislamiento total. Que nos sobrevolase a baja altura un helicóptero militar de doble hélice, a personas que han huido en muchos casos de la guerra, no ayudó precisamente.

Houda sostiene un extremo de la manta a una de las estacas clavadas en la lengua de césped que flanquea la carretera. Su marido la tensa, construyendo así una pequeña carpa en la que proteger del sol a sus cuatro hijos: el más pequeño, de tan solo 18 días. La madre, de 33 años, me señala el vientre: aún se está recuperando de la cesárea. El recién nacido, envuelto en una manta naranja atada con un cordón, pasa de los brazos de un hermano a otro. Siguen siendo una familia preciosa de Siria, aunque los pequeños lleven dos días comiendo solo tomates crudos a bocados. Como ahora. Sorprende la pericia desarrollada por una niña de 5 años para que no le caigan chorros de jugo por las manos. 

La madre con su recién nacido. P.S.

Entonces, unas furgonetas de un catering local abre sus puertas y comienza el reparto de las reconocidas fiambreras, con el respectivo logo de la Unión Europea. Y paquetes de botellas de agua. Son los propios refugiados los que organizan el reparto. La congoleña Patricia avanza con un carrito del supermercado que ha llenado de agua, tomates y huevos. “Vamos a un sitio un poco apartado”, nos advierte. Decenas de personas se agolpan en un túnel que desemboca en la playa, desde la que contemplamos la costa turca de la que partieron todos ellos en patera: apenas 16 kilómetros de separación y toneladas de dolor. Por eso, muchos de ellos no quieren hablar, porque ya se han visto forzados a contar una y otra vez sus vidas, intimidades y hazañas para llegar hasta aquí en las sendas entrevistas con instituciones y ONG. Y la vida sigue yendo siempre a peor.

P.S.

¿Para qué te voy a contar mi sufrimiento? ¿Para el deleite del mundo sin que nadie haga nada? No hay palabras para describir mi dolor de todos estos años. Aquí nos tratan peor que animales. Todo el mundo lo sabe, ¿para qué repetírselo a gente que esta noche tendrá dónde dormir y qué comer?”, me espeta Sandrine, una camerunesa de 25 años con furia saltándole de los ojos. No quiere ser grabada en vídeo, pero sí que se sepa el porqué.

François me acompaña mientras sigue contando su historia. “De aquí solo sale quien tiene abogado. Yo no lo he tenido en ningún momento y hace un año que hice la entrevista de asilo”. Y me muestra sus papeles: nadie se mueve con tantos documentos como a los que los quieren clandestinos les llaman ‘sin papeles’. Su solicitud de asilo está en griego, así que no sabe si lo que él firmó, sin posibilidad de tener una copia en francés o que alguien se lo tradujese, son realmente las razones que él alega. Fundamentalmente, que no quiere verse forzado a matar en una guerra para la que fue reclutado forzosamente durante tres años.

Cuando llegamos al aparcamiento del supermercado Lidl, otros refugiados habían cogido parte de la plaza de aparcamiento, delimitada con pintura en el suelo, que Francois compartía con otros dos cameruneses. Era cuestión de 40 centímetros, los que marcan la diferencia entre tener o no un techo, así sea una tela plástica semitransparente. La discusión acabó en concordia, con la retirada a su posición inicial del padre de familia de Afganistán. 

Familia recoge la basura acumulada en las papeleras. P.S.

Un matrimonio con aspecto anciano pero que no superan los 50 años, recogen junto a sus hijos toda la basura acumulada en las papeleras: “Dormimos aquí, todos estos restos de comida son un peligro para la COVID-19”, explica el padre. Las risas de los niños y niñas jugando en esta especie de patio escolar resultan tan discordantes con el ambiente como la certeza de que, pese a todo, esas son las últimas que se apagan. Cuando dejan de escucharse es que ya solo queda tierra yerma atrás. Como la que dejaron a sus espaldas muchas de estas familias en Siria, Yemen, Afganistán… En el camino de vuelta, según se pone el sol, los padres y madres se me acercan para volver a enseñarme heridas, picaduras, hinchazones en los cuerpecitos de sus hijos. Buscan médicos, médicas. Les dirigimos al aparcamiento del Lidl, nuevo centro neurálgico de sus vidas. Pero, sobre todo, necesitan información. 

“¿Usted sabe dónde se las llevan?”, me pregunta un hombre señalando a las mujeres que son subidas a un autobús. Es el nuevo grupo de población en ser evacuados: tras los menores no acompañados, y las madres monomarentales, ha llegado el turno de las mujeres que viajan solas. No saben dónde van: si a un centro en la isla, a Atenas o a otro país europeo. La Marea tampoco ha podido confirmar este extremo.

Mujeres que viajan sin hijos ni pareja fueron trasladadas ayer (P.S.)

El ecosistema mediático que suele construirse en torno a este tipo de crisis empieza a florecer, con un retraso de 24 horas por las limitaciones impuestas por la pandemia de coronavirus. Para viajar a Grecia hace falta una prueba de PCR negativa, lo que está retrasando la llegada de medios internacionales. Aun así, están las agencias, que ahora graban cómo una delegación de miembros del Europarlamento y del Parlamento heleno de Syriza avanza por la carretera. Niños y niñas se acercan a los políticos, que les saludan y escuchan aunque no puedan entenderse por la diferencia de idiomas; un periodista local insta a los representantes a que hagan todo lo posible para que las instituciones locales y nacionales, gobernadas por la derecha, saquen a esas personas de ahí y les den condiciones dignas, mientras un grupo de cameruneses se me acercan para preguntarme quiénes son. 

No saber todo el tiempo, que las instituciones de un Estado de derecho den por sentado que no han de informarte sobre las cuestiones que te afectan de la manera más trascendental, que por no tener no tengas siquiera a quien preguntar, es una de las violencias más cotidianas, constantes y desestabilizadoras que sufren desde 2015 las personas desterradas en Moria. 

Fuente: https://www.lamarea.com/2020/09/11/moria-buscar-agua-convierte-clandestino/

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