No cabe duda de que la guerra en Ucrania representa un punto de inflexión en torno al cual se juega el futuro de Europa, pero no por las razones que se suelen invocar. Existe la posibilidad concreta de que la guerra suponga el fin de Europa como proyecto político.
Acción antimilitarista en Madrid durante la cumbre de la OTAN del pasado mes de junio. Álvaro Minguito |
Tras seis meses de conflicto, el ejército ruso, incapaz de tomar Kiev durante medio año de guerra, se nos presenta como una amenaza para el conjunto del continente europeo. Ucrania se ha convertido, afirma el presidente Zelensky, en “un trampolín para un ataque ruso contra otras naciones de Europa”. Para el secretario de Defensa de Estados Unidos, Lloyd Austin, Rusia representa, nada menos, que “un desafío para los pueblos libres de todo el mundo”. Estas palabras, pronunciadas en la base aérea estadounidense de Ramstein (Alemania), parecían el guion de una recreación histórica de la Guerra Fría.
El realismo escasea en estos días, mientras nos tambaleamos ante el abismo de una guerra global. Sería realmente útil que recordáramos con mayor frecuencia que desde 1945 los arsenales nucleares han impuesto límites absolutos a los conflictos mundiales y a la posibilidad de modificar sustancialmente el orden global. Entre las potencias nucleares existe un acuerdo tácito de que este orden no puede ser alterado radicalmente. No deberíamos tratar de averiguar en estos momentos dónde se halla realmente el punto de ruptura.
A pesar de los anuncios recurrentes de que vivimos en una “nueva realidad”, ni el final de la Guerra Fría ni la globalización han alterado fundamentalmente esta situación. El mundo interconectado por los mercados globales y los sistemas productivos y de comunicación es menos flexible de lo que imaginamos. Dadas sus abundantes reservas de materias primas y dado que cuenta con sectores altamente desarrollados en el ámbito de las tecnologías militares y espaciales, ya está claro que Rusia seguirá formando parte del sistema global a pesar de las sanciones occidentales. A lo sumo, estos límites se han hecho menos visibles y más frágiles. Nada sería más peligroso que confundir una guerra por delegación entre potencias nucleares con un conflicto asimétrico contra un “Estado terrorista” librado en nombre de los elevados ideales de la “democracia” o los “derechos humanos”.
Si el realismo pugna por ser escuchado, es también porque en tiempos de guerra todo es pasto de las llamas de la propaganda. La democracia, la resistencia antifascista y la lucha contra el imperialismo son objetivos nobles, pero también son fácilmente moldeables (no hace mucho, motivaron la operación militar especial para “desnazificar” Iraq). Dado que en estos momentos estos tropos constituyen la narrativa predominante para propiciar la resistencia ucraniana ante la invasión rusa, el realismo se ha asimilado de facto a la propaganda del Kremlin o a algo peor. Ya se trate de John Mearsheimer o de Jürgen Habermas, ¡ay de aquellos que se atrevan a reequilibrar el idealismo frente a las realidades de la política internacional!
Y, sin embargo, precisamos de una evaluación sobria de los objetivos perseguidos por la coalición de países que apoya a Ucrania. ¿Se trata de expulsar a los rusos del país y de recuperar sus provincias orientales? A pesar de la impresionante actuación de los militares ucranianos, e incluso sin tener en cuenta Crimea, es poco probable que ello pueda lograrse. ¿Se trata de poner fin a los atroces crímenes de guerra que las tropas rusas parecen cometer a diario? Únicamente una lógica perversa puede buscar la justicia en la continuación de una guerra que por definición permite tales crímenes. O, ¿se trata de propinar a Rusia una derrota decisiva en el campo de batalla capaz de dejar al país “debilitado”, si no “humillado”? Ambos escenarios exceden claramente las demandas más intransigentes de Kiev y corren el riesgo de propiciar una escalada del conflicto al tiempo que incrementan las posibilidades de que se utilicen armas no convencionales. En cualquier caso, hablar de “victoria” carece de sentido.
En esta peligrosa situación, ¿qué debe hacer Europa? No cabe duda de que la guerra en Ucrania representa un punto de inflexión en torno al cual se juega el futuro de Europa, pero no por las razones que se suelen invocar. Existe la posibilidad concreta de que la guerra genere una fractura entre el este y el oeste del continente y que ello suponga el fin de Europa como proyecto político. A los europeos –y a los ucranianos, que finalmente acabarán incorporándose a la Unión Europea– les interesa absolutamente que este proyecto no se convierta en una víctima colateral del conflicto. Para evitarlo es necesario volver al realismo.
En primer lugar, Europa debe reconocer que, cada vez más, sus intereses no coinciden con los de Washington. Hay que repetir incesantemente que la unidad europea se logró al margen de las estrategias que favorecían los intereses nacionales estadounidenses: para Estados Unidos la OTAN siempre ha tenido más prioridad que la unidad europea. Sin embargo, por muy penosa, trabajosa y tentativa que haya podido ser esta unidad ha logrado recientemente importantes hitos (por ejemplo, la mutualización de la deuda para hacer frente a la pandemia). Todo ello no debería sacrificarse al objetivo de debilitar a Rusia.
Estados Unidos puede permitirse el lujo de apostar por un conflicto prolongado y elevar los envites en torno al mismo, porque las consecuencias de esas decisiones las asume en su mayor parte Europa: el reasentamiento de millones de refugiados, el coste de las sanciones, que son devastadoras para las economías europeas, y la necesidad de luchar por nuevas fuentes de energía. El incremento de los presupuestos de defensa europeos afectará aún más a los sistemas de bienestar social ya debilitados por décadas de políticas neoliberales y por la crisis de 2008. Estos sistemas de bienestar social son, sin embargo, fundamentales para la regulación de los equilibrios sociales en los que se basa la estabilidad política de la Unión Europea. Por último, si el conflicto se intensifica, Europa se convertiría en su principal escenario.
La guerra en Ucrania ofrece a Washington la oportunidad de apuntalar su hegemonía en declive, trasladando a los países europeos algunos de sus costes, al tiempo que los incorpora a su confrontación global con China. En este sentido, la continuidad entre los gobiernos de Trump y Biden es sorprendente. Todo ello tendría un gran impacto en el orden constitucional europeo, que disminuirá la capacidad de sus miembros históricos para definir la orientación política de la Unión Europea en favor de gobiernos más dóciles con el proyecto atlantista.
El debilitamiento político de Europa se ha convertido en un objetivo explícito de la ampliación de la OTAN, especialmente entre los neoconservadores, reanimados por las perspectivas de la guerra con Rusia vendida como una lucha por la democracia. A fin de contrarrestar el riesgo de que la Alianza Atlántica se haga inmanejable por el aumento inmoderado de sus miembros y la asunción de una misión hipertrofiada, que ahora incluye la contención de China, algunos expertos sugieren utilizar la ampliación de la OTAN para reajustar el equilibrio de poder en el seno de la Unión Europea. Su objetivo es promover una coalición que incluiría a “los Estados de Europa del Este y del Báltico, con Polonia a la cabeza [...] los Estados escandinavos, en particular Finlandia y Noruega”, pero también a “las potencias externas de habla inglesa, incluidos el Reino Unido y Canadá”. La misma estrategia se halla detrás de la reciente propuesta británica de crear una “Commonwealth europea”, que equivaldría al establecimiento de una Unión en la sombra más alineada con las agendas transatlánticas. Este planteamiento encuentra apoyo en el nuevo concepto estratégico de la OTAN, que promueve la “máxima participación” de los miembros no pertenecientes a la Unión Europea en los esfuerzos de defensa europeos.En este contexto, la candidatura de Suecia y Finlandia al ingreso en la OTAN destaca por sus implicaciones políticas más que por su importancia estratégica. Como ha señalado Adam Tooze, su decisión de solicitar el ingreso fue posible por la debilidad del ejército ruso, no por la amenaza que este representaba. Es demasiado pronto para decir cómo la aparición de un grupo nórdico en el seno de la OTAN alienado con las posiciones más intransigentes dará forma al conflicto, pero sin duda ello propiciará claramente nuevas líneas de fractura en Europa.
¿Podemos salvar a Ucrania y al mismo tiempo salvar también a Europa? Como escribió recientemente el físico italiano Carlo Rovelli, “el problema de las guerras no es ganarlas, sino ponerles fin”. Europa no es un club de ganadores. Se construyó sobre el rechazo a la guerra, la limitación de la soberanía estatal y la adopción del federalismo como principio fundacional. Su principal objetivo fue siempre organizar la paz en el continente y hoy debe seguir siéndolo, si Europa quiere sobrevivir.
El apoyo de los gobiernos europeos a Ucrania no puede ser el vehículo de estrategias que impidan una mayor integración política de Europa, lo cual no significa abandonar a Kiev a su suerte o negarse a enviar ayuda militar. Significa que esta ayuda debe ir acompañada de condiciones diplomáticas explícitas, las cuales deben ser cuidadosamente calibradas para no impedir futuras negociaciones o futuras relaciones con Rusia. Tarde o temprano se verificará una solución negociada, que probablemente se aproximará a los contornos de los Acuerdos de Minsk.
Europa también debe mantener una distancia de seguridad con respecto a la gran estrategia de Estados Unidos, país que aún no ha encontrado la fórmula política para acomodar el declive global de su poder y su pérdida de prestigio. Volver a la Guerra Fría no restaurará la supremacía estadounidense, pero sí perjudicará a Europa. Tampoco restaurará su prestigio: liderar la lucha global por la “democracia” es menos convincente cuando el país que lidera tal proyecto cuenta con un Senado que está celebrando una investigación en profundidad sobre el intento de golpe de Estado perpetrado en el Capitolio en enero de 2021, en el que los derechos de las mujeres son pisoteados por las administraciones que se supone que los protegen y en el que la posibilidad de una guerra civil es un tema de conversación recurrente. No es de extrañar que la mayor parte del mundo no esté de acuerdo con el diseño global de una potencia que presenta estas características.
Sería un error que Europa apostará su suerte a esta estrategia. Debería optar, por el contrario, por el creciente bloque de los “partidarios de la moderación”, que en Washington abogan por una política exterior diferente y menos belicosa, alejada de las homilías pegajosas sobre el orden internacional liberal y sus fundamentos militares. Atrapada entre la crisis de la hegemonía estadounidense y las astutas maniobras del Kremlin, que intenta fortalecer las fuerzas políticas más antieuropeas y reaccionarias, Europa debe convertirse en un sujeto político y desarrollar la correspondiente autonomía estratégica a escala mundial. La guerra de Ucrania ha convertido tal objetivo en una tarea urgente e inaplazable.
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