Fotografía: Miguel Riopa / Getty. |
La tradición no es la historia. La tradición es la eternidad. (Castelao)
El Palermo se hundió en la costa de Muxía en 1905. El barco llevaba un cargamento de acordeones que, con el movimiento de las olas, traían a tierra una especie de cantar de los ahogados, una marcha fúnebre acuática del más allá que aterrorizó a la gente del pueblo.
Una nave de cabotaje que suelta amarras un día de temporal deambula por la ría de Bergantiños y encalla suavemente en un bajo de arena, en una maniobra casi perfecta; cuando van a rescatar la embarcación se encuentran con que solo hay un tripulante: un gato.
Dicen que a bordo del HSM Serpent iba un cofre con monedas de oro que se perdió en el naufragio. Paco de Bajeras, marinero y buzo de Camelle, contaba la historia de los pulpos que vivían en el pecio hundido y que eran capturados por las nasas con monedas de oro de una libra esterlina pegadas a los tentáculos.
Lo extraordinario no es que un barco se hunda y que la tripulación muera, sino que el propio mar llore la pérdida, que un gato sea capitán de navío o que solo los pulpos tengan acceso al tesoro. Las leyendas se forjan así, con la complicidad de la realidad, y los que viven en medio de ellas solo tienen que añadir un poco de talento narrativo.
Lo sobrenatural
El mar ha sido la primera gran frontera de lo desconocido con que la humanidad ha tenido que enfrentarse. Durante siglos la navegación ha supuesto lo mismo que la exploración espacial hoy en día, un medio hostil y fascinante que fue perdición y fortuna de miles de hombres. Una conquista, un desafío y una aventura aterradora en la que bastaba un pequeño error de cálculo para que todo se echase a perder.
Aunque hoy la idea que tenemos de naufragar se ajusta perfectamente a su significado etimológico1, las implicaciones tanto legales como místicas de un accidente marítimo no ha sido inmutables en el tiempo.
Basta recordar la Biblia, cuando el apóstol Pablo enumera los padecimientos que ha sufrido por causa de su fe y que menciona específicamente: «Tres veces naufragué, estuve una noche y un día como hundido en alta mar a punto de sumergirme»2. Resulta curioso a primera vista que estos sucesos estén narrados al mismo nivel de vivir la persecución por haberse hecho cristiano y predicar porque, a nuestros ojos, un naufragio no es más que un accidente. Pero no era así antes, igual que la idea de enfermedad era una maldición, el naufragio significó durante mucho tiempo que Dios había dejado de proteger a la embarcación: era una especie de prueba de fe y de lealtad.
Desde el principio de los tiempos, la fe y la superstición han estado aliadas para relatar las historias que tienen que ver con lo que ignoramos, con lo desconocido, y por eso el mar está lleno de relatos. Allí donde entra la fe, inevitablemente, entra la superstición y, como consecuencia, crece la leyenda.
Los ancestros
Alrededor del 450 a. C. el explorador y navegante cartaginés Hilmicón realiza un viaje por el océano Atlántico3; su objetivo es hacerse con el monopolio del estaño de las islas Casitérides, frente a la costa Oestrimnia4. Seguramente para disuadir a otros comerciantes, quiso dejar su impresión «acerca de la dificultad de navegar por sus oscuras aguas llenas de monstruos y bestias marinas».
En el siglo II a. C. Décimo Junio Bruto inicia su campaña para conquistar las tierras galaicas; yendo hacia el norte por Lusitania, las legiones se encuentran con el río Limia, que confunden con el Leteo, el río del Hades que borraba la memoria a quien bebía de él, y los legionarios se niegan a cruzarlo. Décimo Junio Bruto coge el estandarte de sus legiones, cruza el río él solo y desde la otra orilla empieza a llamar uno por uno a sus hombres, recordándoles en qué batallas habían estado juntos, quitándoles así el miedo a pasar a la otra orilla.
No solo el desafío al río del olvido es un éxito: la campaña militar arrasa y Roma se hace con el control de las tierras galaicas. Las legiones terminan su paseo triunfal viendo el atardecer en Finisterre y se asustan al ver el sol hundirse en las aguas del océano. Podían desafiar al río del Hades, matar y someter a los pueblos, pero no estaban preparados para ver la inmensidad del horizonte devorando al sol desde lo alto del acantilado. Ese miedo que sintieron debía de parecerse bastante a lo que hoy llamamos mirar al abismo y que el abismo te devuelva la mirada.
Álvaro Cunqueiro solía recordar esta parte de nuestra historia para explicar el carácter gallego. Cuando alguien vive en un clima duro, al lado de un mar constantemente embravecido, limitado al sur por el río del olvido y al norte por el fin de la tierra conocida, un lugar donde cualquiera que se acerque a la costa puede ser un invasor, ser desconfiado no es un defecto de carácter, es un modo de vivir, y el humor negro, el único humor posible.
Los hechos probados
Que la Costa da Morte es la que más naufragios tiene catalogados en España es un hecho indiscutible5; el fondo marino es un gigantesco cementerio de barcos de todas las épocas. Al ser desde el principio de los tiempos un lugar de paso importantísimo de rutas comerciales, unido a las duras condiciones de la mar, el clima, la mala señalización de la costa, la dificultad para maniobrar de algunos barcos o, simplemente, los errores humanos, se acumularon año tras año las noticias trágicas de barcos destrozados contra las rocas, mercancías perdidas y tripulaciones ahogadas. Por todo eso debería ser difícil escoger un solo naufragio cuyo relato refleje, como un crisol, la historia concentrada de esta esquina escarpada del mundo. Debería, como digo, ser difícil y, sin embargo, no lo es tanto.
El HSM Serpent, un crucero torpedero de tercera clase de la Armada inglesa, zarpa del muelle de Plymouth el 8 de noviembre de 1890 a las dos de la tarde. Se dirige a África del Sur para sustituir a las tripulaciones de otros barcos británicos destinados allí.
Apenas abandonan el puerto, el barómetro de a bordo empieza a descender bruscamente, anunciando tormenta. La travesía empieza a complicarse, el capitán se da cuenta de que la deriva los ha desviado hacia la costa de Santander y corrigen el rumbo. Unas horas más tarde, ya frente a las costas gallegas, el capitán, Harry L. Ross, intenta varias veces rectificar el rumbo y alejarse de la costa, pero olvida medir el calado con la sonda y no se da cuenta de que está a punto de embarrancar; la oscuridad y el temporal hacen el resto. La noche del 10 de noviembre el Serpent se queda encallado en Punta do Boi, en medio de la nada, y en la oscuridad de la noche se parte en dos y el capitán ordena un «sálvese quien pueda».
De repente sentimos el golpe, el comandante gritó la orden de arriar botes. Hubo tiempo, además, gracias a la rapidez del comandante y a su serenidad, para disparar el cañón lanzacabos. Pero todo fue inútil. El oleaje era terrible y el cable no llegó a tierra. El Serpent tardó en hundirse tres cuartos de hora, y todos los tripulantes, menos los que estaban enfermos, subieron a cubierta. (Testimonio de Benjamin Bourton, superviviente del Serpent)
A la mañana siguiente, mientras los vecinos y el cura de la parroquia de Xaviña asisten a los supervivientes, los primeros tres cadáveres llegan flotando a la playa de Trece, al día siguiente aparecerán diez más. La primera noticia oficial del naufragio es un telegrama del 13 de noviembre de 1890 enviado desde Carballo: «Vapor de guerra Serpent de nación inglesa a pique, ciento setenta y seis hombres de dotación de los cuales se salvan milagrosamente tres, en la zona de Camariñas».
En su relato del naufragio, uno de los supervivientes hace constar que Punta do Boi no estaba señalada en la carta marina. La prensa local se hace eco de la noticia y culpa al gobierno central de tener a Galicia completamente desatendida, por la falta de medios y de infraestructuras. Por su parte, el diario británico The Times especula con la idea de que unas supuestas masas de hierro en las montañas gallegas hubiesen afectado a las agujas de las brújulas y motivado el naufragio6. Información que, por supuesto, tuvieron que desmentir más tarde: el tribunal de la Marina Real británica atribuyó la pérdida del barco a un error de los oficiales, que trazaron mal el rumbo de navegación.
Pasan las horas y los muertos siguen apareciendo por docenas en la costa; es necesario buscar una solución, así que el domingo 16 de noviembre se da sepultura a cuarenta y ocho cadáveres en Porto do Trigo, en la parroquia de Xaviña. Los cadáveres llegan tan destrozados a la costa que el párroco tiene que amenazar con la excomunión a algunos vecinos para que sigan ayudando en las labores de rescate.
El párroco de Xaviña, el señor Carrera Fábregas, discute con el cura de Camariñas porque este se niega a consagrar a las víctimas del Serpent y decide bendecir él mismo el camposanto improvisado que, desde el 21 de noviembre de 1890 y hasta hoy, se llama el Cementerio de los Ingleses.
Desde Gibraltar, el gobierno británico había enviado al buque Sunfly para rescatar del pecio del Serpent dos cofres llenos de monedas de oro y plata que, al parecer, eran para el pago del jornal de las tropas coloniales desplegadas en África del Sur. Pero la memoria popular dice que solo pudieron rescatar una, y que la otra quedó en poder de los pulpos que habitaban los restos del Serpent y que por eso aparecían de vez en cuando en las nasas con monedas de oro pegadas a las ventosas.
Hasta el 30 de noviembre arribaron cadáveres a la costa, todos fueron enterrados en el Cementerio de los Ingleses, en total ciento cuarenta y dos. Hasta el momento es la única necrópolis registrada en Europa dedicada específicamente a los muertos de un solo barco.
La tragedia del Serpent aceleró la puesta en marcha de un nuevo faro en el cabo Vilán. El gobierno español aprobó al año siguiente un presupuesto de 158 500 pesetas para construir un faro de primer orden. Se inaugurará el 15 de enero de 1896 y se convertirá en el primer faro de luz eléctrica de España; su haz de luz se verá hasta una distancia de ochenta millas.
Fotografía: Xurxo Lobato / Getty. |
La leyenda
Nadie acaba de ponerse de acuerdo en dónde empieza y dónde termina geográficamente la Costa da Morte. Hay quien dice que va desde el cabo Finisterre hasta las islas Sisargas, otros que desde Muros hasta A Coruña, pero todos estamos de acuerdo en que es un tramo de unos cien kilómetros de costa. Tampoco está muy claro quién decidió llamarla así, parece que la primera mención oficial del topónimo fue en el diario coruñés El Noroeste, en enero de 1904. Así que, aunque parezca que la hemos llamado Costa da Morte toda la vida, en realidad el nombre tiene, oficialmente, poco más de un siglo. Se supone que los ingleses también la llamaban coloquialmente Coast of Death, y así lo dejó escrito Annette Meakin en 19087.
Esta falta de concreción nos recuerda que, en realidad, hay lugares comunes a los que se llega por inercia más que por intención. La Costa da Morte lleva desde que la humanidad se echó al mar forjando su propia leyenda, en la que han intervenido el paisaje, el clima, la historia, los naufragios, la prensa, el folclore, la pobreza, la superstición, el miedo, el testimonio oral y la literatura. Un lugar donde los restos de los naufragios podían ser una bendición para una población miserable que tenía marisco pero no tenía pan, donde las campanas de las iglesias de la costa lo fueron antes de barcos hundidos, donde vivían preparados para embarcarse y no volver nunca más. Un lugar donde la peor desgracia imaginable no es perder a alguien en el mar, es que el cadáver nunca aparezca, que sea alimento para los peces.
Dicen que cuando estalló la guerra civil dejó de medirse el tiempo por los naufragios, todo pasó a suceder antes o después de la guerra. Por suerte, además, las condiciones de navegación y los medios técnicos de los que disponen los marinos no son tan precarios como en la primera mitad del siglo XX y las catástrofes son mucho más esporádicas y se cobran menos vidas. Sin embargo, como una especie de semilla que se resiste a morir, incluso quienes hemos nacido en las ciudades tenemos en nuestro recuerdo los naufragios de nuestra vida. Yo nací después del Urquiola, recuerdo vagamente escuchar hablar en casa del naufragio del Casón, pero lo que nunca se me olvidará es ver arder el mar Egeo y la nube negra que asoló A Coruña un 3 de diciembre de 1992 a las diez de la mañana8.
Fuente: https://www.jotdown.es/2022/06/costa-da-morte-leyenda/
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