Desde 2018, hay un concurso en Estados Unidos que se llama Paid Off. Es un quiz en el que el ganador no recibe nada, sino que le quitan. Concretamente, su deuda estudiantil. Es ampliamente conocido que los estadounidenses viven endeudados constantemente con sus tarjetas de crédito y sus hipotecas y préstamos para cambiar de casa o de coche. Sin embargo, esta forma de vida se ha extendido también a la educación, hasta el punto de que hoy 43 millones de personas en ese país deben 1,6 billones por sus estudios, una cantidad que se ha triplicado desde 2006. De hecho, la deuda estudiantil ya es mayor que el total de los créditos para comprar un coche. No solo eso. Es más que toda la economía de Canadá.
No es un problema que se pueda circunscribir solo a los jóvenes. Con el paso del tiempo, la deuda estudiantil se ha convertido en un fenómeno multigeneracional. Algo más de la mitad de los deudores tienen más de treinta y cinco años, y una quinta parte más de cincuenta. Mucha gente que está cerca de la jubilación todavía está pagando sus deudas estudiantiles. Algunos, a su deuda han tenido que añadir una nueva que han pedido para poder pagar los estudios de sus hijos. La mayoría de ellos tendrá que afrontar la jubilación prácticamente sin ahorros.
No es extraño que el número de jóvenes con una vivienda en propiedad haya caído al nivel más bajo en décadas. Un dato que coincide con el periodo entre 2000 y 2010 en que la deuda estudiantil se disparó. Las parejas también tienen que retrasar el matrimonio, tener hijos, crear una empresa o el ahorro. Además, los trabajos que eligen los escogen exclusivamente en función del salario, no porque les guste o se adapten mejor a su interés.
El precio de la matrícula, el alojamiento y la comida en las universidades privadas para títulos ha aumentado casi un 800 % desde 1980. Más de cinco veces la tasa de inflación. Hoy, un título de cuatro años en una universidad privada cuesta de media casi 200 000 dólares, el doble que en la pública. Los precios más elevados están en las carreras y estudios relacionados con las profesiones más lucrativas, como Medicina, Derecho o los posgrados. Las tasas se ceban con estos estudiantes, que suman el 40 % de la deuda total, porque se espera que quien acabe una formación de ese tipo luego disfrute de un salario elevado y trabajo asegurado. Por ejemplo, Odontología en la Universidad del Sur de California, matrícula y alojamiento, cuesta 152 000 dólares solo para el primer año.
En este contexto, el crédito se ha convertido en un pozo sin fondo para los estudiantes y en la gallina de los huevos de oro para las universidades. En 2019, casi un centenar de directivos universitarios ganaban más de un millón de dólares al año. ¿Pero cómo se ha llegado a esta situación? Eso es lo que Josh Mitchell, periodista de economía y educación del Wall Street Journal, ha querido explicar en su libro The dept trap. How student loans became a national catastrophe (Simon & Schuster, 2021).
La obra es el resultado de ocho años de investigación, reportajes y entrevistas con cientos de endeudados, presidentes de universidades, congresistas, asesores presidenciales, lobistas e inversores de Wall Street. Mitchell es consciente del gran fracaso que ha supuesto el programa de préstamos estudiantiles que se estableció décadas atrás. Queda patente en las historias reales y testimonios que aporta de las personas que lo están sufriendo. Hay casos extremos, como el de una madre que aún no ha pagado su deuda por los estudios, acompaña a su hija a la universidad para que firme la suya, mientras lucha en los tribunales para que se acepte su bancarrota porque le han diagnosticado un cáncer.
Todo empezó el día en que los soviéticos lanzaron el Sputnik. Los estadounidenses percibieron como una amenaza que otro país alcanzase su superioridad tecnológica. La primera respuesta pasó por la educación superior. Concluyeron que necesitaban más científicos e ingenieros. De hecho, había escasez de mano de obra para los empleos tecnológicos que exigían trabajadores con nuevas habilidades. El programa, cuenta el autor, comenzó con buenas intenciones. La idea era abrir la puerta de las universidades más prestigiosas a los estadounidenses pobres y de clase media y ofrecerles la oportunidad de, a través de la educación, alcanzar el sueño americano.
El programa luego fue cambiando con cada presidente, pero su espíritu ha seguido intacto: tratar los créditos estudiantiles de la misma forma que las hipotecas para viviendas o los coches, pero olvidándose de un detalle, que los títulos universitarios no proporcionan ninguna garantía material.
Los políticos pensaron que estaban ayudando a las familias poniendo más dinero en sus manos. El problema es que el Congreso no proporcionó medidas de seguridad para garantizar que a los prestatarios no se les cobrara de más por sus títulos. El programa se convirtió en una fuente de ganancias para las escuelas y la industria de préstamos para estudiantes, que no puso en riesgo nada de su propio dinero mientras alentaban a los estudiantes a inscribirse en deudas de decenas de miles de dólares.
Las buenas intenciones iniciales del programa se esfumaron cuando entraron en escena los lobistas. La misma historia que otras barbaridades surrealistas que vamos conociendo al detalle poco a poco en libros y documentales, como la crisis financiera de las subprime o la de los opiáceos. Las universidades tienen más lobistas que cualquier otra industria, con la excepción de las farmacéuticas y las tecnológicas. Igual que los lobistas del Big Pharma lograron que los opiáceos fueran de fácil acceso, los universitarios lograron una serie de cambios en las leyes para que los campus pudieran fijar el precio de los estudios. Hecha la ley, comenzó el abuso. Lejos de hacer la universidad más asequible, la posibilidad de endeudar a los estudiantes permitió a las universidades hacer que las matrículas aumentasen más rápido que los ingresos familiares.
Pronto hubo un círculo vicioso con los precios universitarios. Cuanto más universidades aumentaban la matrícula, más estudiantes pedían prestado; cuantos más estudiantes pedían prestado, más aumentaba el precio de las matrículas. Ahora, más de dos tercios de estudiantes universitarios tienen que acogerse a estos préstamos. Un millón de ellos deben más de 200 000 dólares al concluir sus estudios. Unos 100 000, más de un millón de dólares.
La clave de toda esta deriva está en el papel que desempeñó la empresa crediticia intermediaria Sallie Mae. Creada en los años 70 por el Gobierno, servía para facilitar préstamos de estudios. Sin embargo, entre 1997 y 2004 fue privatizada y en 2005 ya estaba contribuyendo con 250 000 dólares a la campaña de reelección de Bush Jr. Cuando se puso en marcha, en 1972, nadie daba un duro por ella. Inició su marcha con fondos del gobierno y escasas contribuciones privadas, nadie creía que pudiera gestionar un programa tan amplio. Sin embargo, un año después, el Gobierno hizo una ley para que Sallie Mae pudiera pedir prestado a un interés tan bajo como el propio Estado. De esta manera, la empresa prestaba a los estudiantes a un interés más alto a través de los bancos y si el préstamo se cancelaba, lo garantizaba el Estado al cien por cien. Es decir, pagaba dos veces.
El negocio era tan seguro que no tardaron en aparecer quienes trataron de aprovecharse. Ya en los 70, surgieron los primeros pufos. Los centros educativos se iban a los guetos a inscribir alumnos con la promesa de que conseguirían un trabajo, la formación la pagaba el Gobierno con el crédito que entregaba a través de Sallie Mae, y luego el título en realidad no servía para nada. Al no encontrar un trabajo con remuneración suficiente para pagar el préstamo, se cancelaba sin problemas porque respondía el fondo de garantía. En 1984, Sallie Mae salió a bolsa con una calificación triple A de Standard and Poor’s. La máxima posible. No era de extrañar, coger dinero por debajo del 7 % y prestarlo a un interés de entre el 9 y el 14% sin moverse era un negocio redondo.
Este sistema absurdamente complicado se implementó únicamente para mantener el programa de préstamos estudiantiles fuera del presupuesto federal. La cruel ironía: para dar el espejismo de la moderación del gasto, el Congreso había aumentado los costos para los contribuyentes. Tenía que pagar a los prestamistas decenas de millones de dólares en intereses cada año simplemente para que los prestamistas le dieran el dinero al estudiante.
Años después, el propio Congreso aumentó los márgenes de beneficio, permitió que los préstamos fuesen de treinta años, más allá de los diez habituales. La primera consecuencia fue que las universidades y los centros educativos, como se ha explicado, empezaron a subir las tarifas sin freno. Si el crédito tenía las mismas condiciones que una hipoteca para comprar una vivienda, las carreras empezaron a tener precios como los de una casa. Como en una tormenta perfecta, el alza de los precios obligó a todavía más alumnos a tener que pedir préstamos para estudiar y poder hacer frente a esas tasas.
En 1995 hubo un susto: las acciones de Sallie Mae cayeron en picado. ¿Por qué sería? Por algo tan obvio como un programa de préstamos directos que estaban promoviendo los demócratas en el Congreso. Un sistema de financiación de los estudios que no pasase por intermediarios ni por los bancos. Era más racional, pero también había motivos prosaicos. Clinton quería financiar gastos del Estado con el interés de esos créditos. No obstante, tras las elecciones de 1994, los republicanos consiguieron la mayoría en las cámaras legislativas en lo que se conoció como «Revolución Republicana», y muchas reformas quedaron abortadas. Entre ellas, también la sanitaria. En estas condiciones, Sallie Mae logró mediante descuentos recuperar el terreno que el programa de Préstamos Directos le había arrebatado. Además, los precios de los estudios habían subido tanto que el Gobierno no pudo asumirlos enteros, y los estudiantes que solicitaban préstamos directos tenían que completar la matrícula con los de Sallie Mae.
Desde entonces, ha habido intentos de reducir este gasto que crece como una bola de nieve. Obama, por ejemplo, flexibilizó las condiciones de los créditos. Fijó que el pago mensual no podía ser de más del diez por ciento de los ingresos y que, al cabo de veinte años, las deudas se condonaban. A principios de los 90 se había abierto una brecha entre los salarios de los trabajadores con formación y sin ella. Se extendió la sensación de que los títulos universitarios lo eran todo.
En ese momento, Estados Unidos presumía de ser el país con los trabajadores mejor formados del mundo, pero en el siglo XXI cambió el paradigma. Cuatro de cada diez estudiantes con titulación universitaria no ganaban más que la media de los trabajadores que solo tenían la secundaria. Sin embargo, la mentalidad sigue intacta y miles de estudiantes siguen pidiendo prestado, lo que les conduce al pozo de la deuda sin haber obtenido ninguna contrapartida. Antes, los políticos presumían de haber pedido estos préstamos para mostrar que venían de la clase obrera. Ahora, esos trabajadores endeudados para toda la vida por sus estudios que con sus trabajos no ganan más que los que tienen solo la secundaria, reflejan con nitidez en qué se ha convertido el sueño americano.
Fuente: https://www.jotdown.es/2022/02/gran-timo-educacion-estados-unidos/
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