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Imagen: Emiliano Bruner. |
La
ciencia, así como la conocemos hoy en día y en nuestra cultura
occidental, se ha forjado durante miles de años tambaleándose entre
dudas y certezas, verdades y leyendas, desinformación y conocimiento,
mezclando sabiduría y negocio, intereses e inquietudes, y muchas, muchas
contradicciones. Las religiones promovían el desarrollo cultural para
luego reprimirlo cuando no caminaba por el derrotero deseado. Los
gobiernos siempre han querido aprovecharse de la tecnología, pero sin
tener que lidiar con los despertares intelectuales asociados con el
impulso del progreso. La sociedad exige soluciones, pero rechaza por
defecto —y a menudo agresivamente— cualquier cambio de sus dogmas, de
sus creencias y de sus preceptos. Todos anhelan el fruto prohibido del
conocimiento, pero le tienen miedo a sus consecuencias. Así que la
ciencia ha evolucionado en un marco donde quizás el centro de gravedad
puede que sea claro, pero sus fronteras son increíblemente borrosas.
Cuando intentamos comprender los fenómenos de la naturaleza sufrimos
limitaciones asociadas al mismo proceso de conocer, y limitaciones
asociadas a nuestros contextos históricos y sociales.
Hay que
reconocer que la perspectiva de Popper tiene una lógica impecable. Y, si
la ciencia farda de razón y coherencia, no puede prescindir de esta
lógica. Es una perspectiva algo frustrante, pero desde luego sincera.
Por ende, lo que podemos pedir a nuestras teorías no es que sean ciertas
sino que, por lo menos, funcionen. El poder predictivo de una teoría no
es garantía de su exactitud, pero alivia, sugiere un buen camino, y
además es fundamental a la hora de transformar la teoría en una posible
aplicación.
Las religiones se aprovechan del concepto de posibilidad,
es decir, se limitan a considerar una serie de contingencias que son
posibles. Claro está que, en ausencia de adecuadas informaciones, todo
es posible, incluso algo aparentemente ilógico o absurdo. De ahí surge
su fuerza social, porque si todo es posible nada es criticable o
falseable. Es posible que la Tierra haya sido creada por una fuerza
consciente y barbuda, es posible que existan dragones en las entrañas de
la tierra, es posible que yo sea un marciano y vosotros no os hayáis ni
enterado. En cambio, la ciencia se funda en el principio de probabilidad,
intentando valorar en qué medida cierta teoría es probable a la luz de
las evidencias. En este caso se puede proceder a una selección de ideas.
Algunas de estas ideas caerán y otras se quedarán, por el momento, en
pie, y no porque sean posibles o ciertas, sino porque tienen una
decorosa probabilidad de ser acertadas. No tenemos evidencia de un ser
sobrenatural barbudo, nunca hemos encontrado dragones a pesar de
haberlos buscados en todos los rincones del planeta, y que yo sea un
marciano es posible pero, lo admito, es improbable.
Así que
lo que intentamos hacer los científicos es diseñar una teoría en función
de la información que tenemos, y luego testar hipótesis que puedan
ayudar a valorar la probabilidad de que esta teoría se acerque a una
interpretación adecuada de la realidad. Desde luego hay que reconocer
que el grado de certeza (o, mejor dicho, de incertidumbre) no será lo
mismo en todos los campos. Habrá situaciones donde las evidencias
cuantitativas, empíricas y experimentales ofrezcan una buena
probabilidad de poder tantear una cierta idea, y otras donde los datos
sean tan escasos que el dilema de su validez se quedará sin muchas
respuestas.
Entre las disciplinas que tienen limitaciones serias en este sentido se encuentra la paleontología humana que, a pesar de ofrecer las únicas preciosas evidencias directas sobre nuestra propia evolución, se sustenta en un registro fósil extremadamente reducido. No tenemos todas las especies de una cierta época evolutiva, sino solo unas pocas, las que han podido dejar rastros en los sedimentos geológicos por su peculiar ecología (habitar ambientes propicios a la fosilización), por su comportamiento (meterse donde no deben y morir donde luego las podemos encontrar) o por azar. De estas especies tampoco conocemos su variabilidad, sino solo uno o pocos individuos, que pueden no representar anatómicamente a todos los ejemplares de su especie. De estos pocos individuos tampoco conocemos toda su anatomía, sino solo el sistema esquelético, que es importante pero que no cuenta toda la historia detrás de su compleja biología. Y tampoco tenemos todo su sistema esquelético, sino a menudo solo algunos fragmentos, a veces hechos pedazos o deformados. En resumidas cuentas, los fósiles difícilmente pueden sostener un estudio biológico exhaustivo, una valoración estadística suficiente, o una evidencia experimental reproducible. Vamos, que la situación no está como para soltar certezas.
Pero
tampoco sería inteligente obviar y olvidar esta información quitando
valor a estos trocitos de huesos fosilizados porque, al fin y al cabo,
como hemos dicho es la única prueba directa que tenemos del proceso
evolutivo, así que su valor es inestimable. Entonces de lo que se trata
es de sacar cuanta más información posible, aprovechando lo que hay pero
sin pasarse demasiado con especulaciones. Desafortunadamente a los
humanos se nos dan bien los excesos, y no sobresalimos por moderación.
La evolución humana es un tema fascinante (se vende muy bien), difícil
de falsear en muchos aspectos (hay cosas que no podremos averiguar
nunca) y totalmente inocuo (un error, una imprecisión o una mentira no
matarán a nadie). Así que es un campo más sensible que otros a la
especulación, y a la venta de opiniones personales como fundadas
hipótesis científicas. Y esto ocurre en la divulgación y en el
periodismo (donde precisamente esta disciplina encaja perfectamente a la
hora de proporcionar cierto tipo de entretenimiento culto), pero
también en el mismo mundo académico, donde a estos tipos de estudios se
les exigen muchas menos cautelas que a otros.
Desde
luego sería interesante y necesario saber el peso que esta flexibilidad
conlleva en el desarrollo de este o de otro campo. Primero se trataría
de saber, tanto en esta disciplina como en las demás, qué porcentaje de
la producción científica es realmente sólido, o por lo menos coherente,
para saber si el ruido de fondo es escaso y, de todas formas, tolerable,
o si por el contrario es demasiado y está afectando el desarrollo del
conocimiento. Con frecuencia se dice que algo siempre es mejor que nada
pero no es así, porque a menudo una falta de información hace menos daño
que una información incorrecta. Segundo, se trataría de saber si
ciertas simplificaciones del método científico son útiles para
promocionar sus objetivos, o si en cambio los están desviando y
obstaculizando. Como podéis imaginar, todo ello es algo que no va a ser
posible medir con métodos irrefutables, así que me temo que cada uno lo
tendrá que valorar en conciencia.
Ahora
bien, que estas limitaciones no sirvan de excusa, y que nadie se esconda
detrás de las dificultades. Muchas veces te dicen que seguir un
criterio riguroso «es difícil». Y esto es cierto, pero no por ello no
hay que seguirlo. Nadie ha dicho que la profesión de investigador o de
divulgador sea fácil. Tampoco es fácil la de cirujano o ingeniero, pero
cuando se trata de nuestro corazón o de un rascacielos exigimos rigor y
seguridad. Si a alguien le parece demasiado difícil una tarea, no es
necesario que se dedique a ello profesionalmente. Y tampoco vale tomar
una posición todavía más extrema y decir que en ciertos campos «no es
posible» seguir un criterio riguroso, porque se estaría afirmando
implícitamente que aquel sector no es de fiar. Aplicar un criterio de
probabilidad y un principio de falseabilidad es posible incluso con los
fósiles, aunque en este caso es probable que, como consecuencia, haya
que mitigar las aseveraciones. A veces solo es una cuestión de
terminología, de una concienzuda elección de las palabras.
Por
poner un ejemplo sencillo, no es lo mismo decir «los neandertales tenían
un cerebro de nuestro mismo tamaño» que decir «los fósiles actualmente
interpretados como neandertales no sugieren que tuviesen un cerebro más
grande o más pequeño que el nuestro». La segunda frase es más larga,
pero mucho más precisa, porque deja entender muy bien que hablamos de
inferencias y que hay falta de información, con lo cual la conclusión
que sigue no es una verdad, sino una probabilidad, por el momento
compatible con los datos. O, cuando se presentan estos arbolitos majos
con ramas y especies, sería lo suyo no presentarlo como una realidad
(por ejemplo: la filogenia de los homínidos) sino como lo que es, o sea
una hipótesis en busca de apoyo (por ejemplo: hipótesis filogenética de
los homínidos). En cambio, a menudo se estudia un rasgo biológico o una
muestra con un algoritmo que te da un resultado numérico (el arbolito)
y, en lugar de utilizar este resultado para evaluar una hipótesis
previa, se usa directamente como hipótesis en sí misma. Por ende, el
dato coincide con la hipótesis que él mismo ha generado, y se confunde
el resultado con la conclusión, violando todas las posibles normas de
circularidad y de sensatez. Por ejemplo, puedo hacer la hipótesis,
basada en distintas informaciones precedentes, que humanos y chimpancés
son primos hermanos evolutivos, y luego calcular arbolitos para ver
cuántos y cuáles la apoyan, y cuántos y cuáles no. Lo que se hace, sin
embargo, es lo contrario, es decir pongo unas variables y unos criterios
específicos en un caldero algorítmico sin una idea por testar, y si
sale que humanos y chimpancés se acoplan evolutivamente entonces
concluyo que son primos hermanos. Es decir, estoy haciendo coincidir el
resultado (una solución numérica, de las muchas y diversas que se pueden
encontrar) con la conclusión (la supuesta realidad). El resultado se
vuelve hipótesis y se confirma a sí mismo, sin haber interpuesto una
adecuada interpretación.
Otras
veces, comentar una evidencia fósil puede necesitar algo más complicado
que un fraseo prudente y una adecuada elección de palabras, aunque
siempre habría que hacer hincapié en que una evidencia puede ser
compatible con una cierta teoría, pero casi nunca ser su confirmación
concluyente. Y, desde luego, estas teorías deben sustentarse en un
panorama de evidencias mucho más amplio, ajeno a la evidencia misma que
estamos evaluando. En evolución, las teorías se deberían construir
integrando informaciones que vienen de la anatomía, de la ecología, de
la genética, de la geología, de la arqueología y de muchas otras
disciplinas, y no a partir de una secuencia molecular o de la falange de
un meñique.
Dicho de
paso, seguramente habría que usar frases más largas, un lenguaje mucho
más cuidadoso y un criterio de interpretación mucho más discreto, pero a
mí personalmente me parece que esto, además de cumplir con los mandatos
de la ciencia, presentaría todo con una luz mucho más interesante,
revelando que hay muchas cosas por descubrir, ideas todavía por diseñar,
y un mundo entero que nos está esperando con sus sorpresas. Eso sí,
esta perspectiva también arrancaría de cuajo un cierto porcentaje de
literatura, científica y divulgativa, totalmente fundada sobre
especulaciones y opiniones personales. Opiniones que a veces son
sensatas, y a veces no. Y, lo repito una vez más, el problema no lo
generan las opiniones en sí (una especulación a veces puede ser
reveladora), sino el hecho de presentarlas como hipótesis científicas o
incluso como certezas.
Es
curioso como todo este marco de incertidumbre se puede volver más
borroso aún cuando los tiempo se reducen, es decir cuando pasamos de la
prehistoria a la historia. Cuando el tiempo pasado se acorta, aumentan
desde luego las informaciones disponibles, pero también aumenta la
pretensión de alcanzar más detalles en las respuestas. Detalles que, a
veces, no es posible conseguir. La historia es una disciplina que
acumula informaciones que pueden venir de un libro de hace siglos que ha
cruzado traducciones y versiones de todo tipo, de un código de otro
milenio encontrado en circunstancias que no son completamente claras, o
de un documento trascrito decenas de veces en épocas distintas. Si hoy
leemos el periódico de ayer, ya sabemos que las cosas pueden no haber
sido como se cuentan. Entre los que se explican mal, los que sesgan, los
que rellenan informaciones incompletas, los que interpretan y los que
mienten, leyendo un periódico corriente (con todas sus páginas bien
impresas y sus fuentes bien documentadas) puede ser difícil entender o
interpretar algo que ha pasado la semana pasada. Con lo cual la duda de
poder saber algo innegable sobre lo que ha pasado hace siglos o
milenios, es una duda totalmente lícita. Pero la historia siempre ha
sido catalogada como disciplina humanística y no científica, con lo cual
quizás tampoco se ha sentido demasiado vinculada por la invitación a la
prudencia de Popper. Aun así, quizás las cautelas deberían ser las
mismas mencionadas para los que investigan el pasado más profundo,
separando las opiniones y las evidencias, los resultados y las
conclusiones, los datos y sus interpretaciones.
Todo
esto es teoría. Luego, ahí fuera, está el mundo real, un mundo donde la
ciencia se convierte en investigación, es decir en un sistema donde
entran en el juego relaciones personales e institucionales, intereses
privados y profesionales, amores y odios, competición y conflictos,
limitaciones económicas y sociales, reglas y papeleos de una
administración más y más engorrosa, vicios y vínculos de unas dinámicas
de grupo que delatan sin piedad nuestras raíces simiescas y tribales.
Contrariamente a Popper, Thomas Kuhn hizo un análisis de la ciencia
mucho menos racional y más emocional. Nos hizo notar que la mayoría de
los investigadores se limitan a confirmar lo que ya se sabe, a avalar lo
conocido, a defender su posición de forma a menudo dogmática y tajante,
lo cual implica rechazar cualquier tipo de innovación o de variación
sustancial en los paradigmas o en las supuestas certezas. Los pocos que
apuestan por el cambio son, generalmente, obstaculizados por los demás.
Ha
habido mucho que debatir sobre cómo y dónde Popper y Kuhn chocan a la
hora de interpretar lo que vemos en nuestra ciencia cotidiana, y la
respuesta podría ser sencilla: Popper ha descrito cómo debería ser la
ciencia, Kuhn ha descrito cómo es de verdad. Hay quien piensa que esta
diferencia no es fundamental y quien, como yo, piensa que es
determinante. La teoría nos enseña el horizonte lejano, la práctica nos
revela lo que tenemos más cerca. La primera nos sirve porque nos indica
la dirección, la segunda es necesaria para movernos a cada paso. Mirar
solo al horizonte nos puede hacer tropezar con cada piedra en el camino,
pero mirarnos solo los pies nos haría perder el rumbo en cada esquina.
Es un error superficial y peligroso confundir espiritualidad con
religión, ideología con política, ciencia con investigación. Los
primeros son conceptos, personales y tal vez utópicos. Los segundos son
lo que queda de ellos una vez que han aterrizado en este planeta y se
han impregnado de los vínculos de las sociedades humanas y de sus
incoherentes comportamientos. Por esto creo que si bien las diferencias
entre Popper y Kuhn son fundamentales, no son antagonistas. Al
contrario, se integran perfectamente la una con la otra. Popper nos
indica sabiamente el camino, mientras que Kuhn nos guarda,
concienzudamente, las espaldas.
Los dos siguen debatiendo con el
pitecántropo un buen rato, cuando se acerca un señor con barba que
estaba escuchando atentamente la conversación, y comenta: «La vida se
demuestra por sí sola, por el mero impulso de dejar descendencia, que se
convierte en lucha y selección natural». El pitecántropo entonces
levanta las cejas peludas mirándole con repentina admiración y le dice:
«Claro que sí hombre, está hablando del instinto de reproducción, usted
es Charles Darwin». El otro se ajusta la pajarita y contesta: «No sé, yo solo me refería al sexo, y me llamo Sigmund Freud».
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